La aventura interior

#5 | Un muerto como Federico

La labia de Juan José Saer ante sus alumnos galos y el porqué Diógenes optaba por lavar él mismo las lechugas.

Lector de mis sueños,

Supe que uno de todos los que sos se quedó en la última entrega con ganas de más (era corto); otro, en cambio, nos acusó de “amiguistas”, de odiadores hipócritas sin método ni vara, y lo hizo por ser él mismo afecto a un autor, a un libro (¿a un contacto?), a saber, el protagonista del último Tumbas vecinas, de quien un tercero (quizás vos mismo) quiso saber: “¿Quién era el demolido? No quedaron ni los pedacitos”. Otra de tus caras, lector, –y esta es la preferida– se sintió vengada. Sabé que acá tenés un lugar donde buscar justicia: la encontrarás si la merecés, sólo tenés que responder este mail.

¿Es una pasión desmontar ídolos? Sólo cuando éstos lo necesitan. En nuestra aldea, puede una obra pedirlo a gritos que nadie levantará la voz. La casta cultural disfruta del amor VIP que se profesan unos a otros, y del arte ni se acuerdan; hace años que no creen en él. La única gracia es pertenecer. Los aspirantes a casta, concentrados en escalar, la copian para infiltrarse, y los hippies de almas flojas, que le temen al dolor verbal, huyen de la inteligencia. A unos y a otros, por razones distintas, la belleza les parece un placer privado, un acto casi impropio, algo que esconder.

La aventura interior practica una pasión pasada de moda, pero alguien tiene que hacerlo. Que no pidan los artistas, los autores y poetas, dedicados –nadie lo niega– a una tarea trabajosa y noble, ser eximidos del pinchazo severo de la crítica. A nadie le gusta que le metan el dedo en la llaga; nadie tampoco piensa en la soledad de quien ejerce tan delicada labor. Ni es fácil dar con la llaga ni es tentador tocarla. Es mejor agradecer el baño de humildad que procura quien sabe hacer bien las dos cosas. ¿O no es cuando nos tocan ahí que aprendemos de qué estamos hechos y qué queremos ser?

Teatro. Qué ir a ver

Algo que nunca dijimos todavía es que a esta pluma el cine no le encanta, pero el teatro directamente le da miedo. Está el tema de la claustrofobia, porque cuando se abre un telón se cierran dos puertas, y uno queda ahí frente a su desgracia, a lo que ahora entiende como el único problema real de su existencia: estar atrapado en una butaca, en el rol insoportable del espectador, rehén y respetuoso, que debe sostener un tête-à-tête imposible con gente de carne y hueso que ha decidido vender entradas y exhibir el alma. Y el alma necesita mucho o casi nada, pero de eso exacto que le urge tener –cuya falta es lo que vuelve temeraria la experiencia de ir al teatro– de eso justamente –y para nuestro inmenso estupor– abunda una obra del off que se llama Lorca, el teatro bajo la arena y que dirige Laura Paredes.

Desde la última fila (y el más total recelo), quien escribe vio su propia alma salir al encuentro de las otras, las inhumanas almas del arte. En un escenario elegante y austero, se oye la voz siempre viva de un muerto como Federico García, de un vivo (que será inmortal) como Mariano Llinás, y de algo más que no tiene nombre y que Borges llamaba el hecho estético.

No sé si era la composición del color (que contaba muda una historia paralela) o la coreografía de la personalidad en la manera de hablar, de moverse; no sé si eran esos pequeños números de gracia y coordinación que parecían versos, o el eco del matrimonio Paredes-Llinás (que escribió la obra) saliendo a borbotones de la boca de sus personajes, o el ojo de ella, la directora, que construyó un acceso directo al hecho estético para todos los habitantes del suelo argentino. Verán al espíritu de Lorca en vida, en muerte y en la academia, en la comedia de miserias que es. Escucharán el más dulce andaluz. Oirán la dicción del turquesa. La canción del toro los fulminará.

«Lorca, el teatro bajo la arena», de Laura Paredes

Escritores out of context: escritores profesores

Un aula propia. Se sabe que muchos escritores padecen el yugo de la universidad. El mejor francés escribió al respecto una tesis que, una vez defendida, fue publicada en 2018 en Gallimard (el libro, como la tesis, se llama Antítesis, por si la quieren buscar). Juan José Saer entendió tan bien la Quinta República que le dedicó a sus horas de docente en la Universidad de Rennes cero minutos. Talentoso para la labia, como buen argentino, logró confundir a sus alumnos galos que pasaban semestres enteros sin entender si estaban delante de un chanta o de un genio. Una de sus propuestas fue dedicar las dos horas de clase a leer en voz alta el Martín Fierro con el fin de sumergir al alumnado en la cadencia única de un escritor nativo encarnando el texto.

Vivir sin esclavos. Diógenes de Sinope, antiguo griego que fundó el cinismo, es autor de las mejores boutades contra Platón, maestro del diálogo, por académico y niño bien. En esa época, en Atenas, el tirano de turno era Dionisio de Siracusa, y Diógenes, al que le gustaba entrar al teatro cuando todos salían por el mero placer de estar a contramano, no se sometía a su poder. Solo, sin esclavos, era el único que se animaba a vivir sin el amparo de nadie, a la intemperie, en el aislamiento de su propia inteligencia. Un día apareció Platón en su casa mientras él lavaba unas verduras. El diálogo fue así:

Platón: —Si adularas a Dionisio, no estarías lavando lechugas.
Diógenes: —Vos, si lavaras lechugas, no tendrías que adularlo.

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