Si me dieran a elegir un superpoder, aunque muy tentadoras, resignaría la invisibilidad o la teletransportación y me quedaría con uno tan poco épico que no ha inspirado a los escritores de ciencia ficción, ni siquiera ha alcanzado para un personaje menor de una saga menor.
Yo elegiría entender, hablar, leer y escribir cualquier idioma a mi antojo.
En el universo de Marvel hay hasta un hombre árbol y no un políglota absoluto.
Menciones
Tenía entonces toda la tierra una sola lengua
y unas mismas palabras
–Libro del Génesis
La Biblia es un libro entretenido si uno se lo encuentra en el momento correcto. Está lleno de historias y personajes que conocemos de oídas: Caín y Abel, el arca de Noé, las plagas de Egipto, Sodoma y Gomorra, la torre de Babel.
Hubo un tiempo –antiguo, ideal– en el que todos usaban una sola lengua. “Las mismas palabras” para un solo pueblo –la humanidad, porque en la Biblia todo es superlativo– que se entendía sin problemas. Pero entonces a algunos se les ocurrió construir una ciudad para “hacerse un nombre”, empezaron a levantar una torre que llegaría hasta el cielo y a Jehová no le pareció bien. Los castigó por pretenciosos:
Descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso fue llamado el nombre de ella Babel, porque confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció.
Desde entonces viene la confusión.
Con lo fácil que sería hablar una sola lengua, piensan algunos, con lo simple que sería entenderse si hubiera un solo idioma en lugar de miles.
Eso es porque viven en una ilusión: aun compartiendo lengua, la comunicación no es la regla sino una excepción. “Lo que pasa es que vos no entendés”, reprochamos automáticamente en cualquier discusión. Y no, la verdad que no.
Todo por aquellos improvisados arquitectos de Medio Oriente.
Terminamos desparramados por el mundo, cada uno con su cháchara incomprensible y sin la posibilidad de juntarnos a despotricar contra el culpable. Como un profesor que quiere separar a los camarillas del grupo para que no hagan quilombo, Jehová ordenó: se van cada uno para una punta.
“Si me van a putear, que lo haga cada quien por su lado”.
Aquí y allá circularán sus fuck you, Geh scheißen!, dio del cazzo, kors i røven, va te faire mettre, futu-ți Cristoșii și Dumnezeii mă-tii, عين الحمار, me cago en dios, sin posibilidad de decodificar, saber qué dice el otro, ponerse de acuerdo y armarle una manifestación con carteles a Jehová. Que, además tuvo la picardía de elevar a condición de pecado toda crítica o insulto hacia él, una especie de condena por calumnias e injurias sin juicio previo. Y eso para cualquier dialecto, porque el dios todo lo ve y, por supuesto, todo lo entiende.
Eso es un superpoder.
Respuestas
Los límites de mi lenguaje
significan los límites de mi mundo.
–Ludwig Wittgenstein
La ilusión del monolingüe es que todo gira a su alrededor.
Por eso mi papá no escucha música en otro idioma:
–No les entendés nada. No sabés si te están puteando.
Siempre me causó gracia el argumento.
–Pero, papá, ¿por qué Mick Jagger o Paul McCartney van a hacer una canción para putearte a vos?
Si no fuera que vengo de ahí, sería más gracioso todavía.
Lo que me deprime es pensar que Jagger y McCartney tienen la misma edad que mi papá, que él podría haber sido, si no un rockero, por lo menos un exponente digno de su generación. Nació en 1940 y, por lo que leí, forma parte de lo que se conoce como la generación silenciosa, anterior a los boomers. Habría sido un gran aporte para mi psiquis si él se hubiera atenido a la nomenclatura generacional y no hablara tanto. Pero no, insiste. Enfático y agrícola, diría Borges.
Me desvié un poco. No quería hablar de mi papá sino de los idiomas.
No pude dejar pasar una de las pavadas diarias con las que nos cruzamos: la semana pasada la arrancamos con un proyecto del Gobierno de Tierra del Fuego que pedía cambiarle el nombre a las Georgias y a las Sandwich del Sur “por estar en inglés“.
La iniciativa se vendió como una “reivindicación soberana” y hasta vino acompañada de una cita prestigiosa: “El sociólogo francés Pierre Bourdieu afirmó que quien nomina, domina, y durante mucho tiempo nuestro país ha sido colonizado culturalmente con el objetivo de relegar o pretender anular el cumplimiento de nuestros intereses nacionales”.
Claro que eso Bourdieu lo dijo o escribió en francés, otro idioma colonialista. En su argumentación tuitera, el señor Andrés Dachary –Secretario de Malvinas, Antártida, Islas del Atlántico Sur y Asuntos Internacionales de la provincia de Tierra del Fuego– bien podría haber recurrido a alguno de nuestros sociólogos, nacionales y soberanos.
Justo es decirlo, el reparo de mi papá es tonto pero, por lo menos, no es nacionalista: no entiende y, como la zorra con las uvas, prefiere renegar antes que aceptar una carencia. Claro que la música es una de esas expresiones del lenguaje que se puede disfrutar aun sin “comprender” en términos semánticos pero, si pudiera elegir, me encantaría acceder a cada una de las sutilezas de Dylan o The Handsome Family, a las inflexiones idiomáticas de Serge Gainsbourg, a los matices de Mina, a las variaciones de Tom Zé.
Necesito mi superpoder.
No entiendo la jactancia de ser monolingües. Hay países que no lo son y, definitivamente, sus habitantes me causan envidia.
Hace poco más de un año fuimos con mi familia –todos cipayos eurocentristas– de viaje por Europa.
Cuento tres escenas, en tres escenarios diferentes, que son lingüísticas y culturales a la vez. La primera transcurre en París, el 19 de diciembre de 2022 para ser precisos, cuando un homeless –los clochards de Rayuela– se acerca a mi marido en busca de dinero. “Excuse-moi, je ne parle pas français” es lo primero que ensaya él para retacear sus euros, el tipo insiste: “English?”. Mi marido también: “No, sorry”. Pero no era un mendigo cualquiera, los límites de su lenguaje eran muy amplios: “¿Español? Argentina, ¿no?”.
Era el lunes 19 de diciembre de 2022 –gris, frío– y mi marido, que todavía estaba saboreando el triunfo del día anterior, sintió que aquel francés se había ganado esos euros con el sudor de su lengua, a pocos metros de un Arco del Triunfo vacío.
La segunda escena transcurre en Zúrich, durante la cena navideña: el idioma en común que vamos creando tiene el inglés como base, pero ellos son capaces de pasar sin esfuerzo al italiano, al alemán, al francés, al español. Somos los únicos que sólo podemos volver a nuestra lengua materna, excepto, claro, por el marido de una que es yanqui y, sentado en la punta de la mesa, escucha indiferente y con cierta condescendencia esas seudo lenguas que, tras siete años en Suiza, jamás intentó aprender.
Para eso están los europeos, tan open mind. Menos los catalanes.
La tercera es una escena larga, un travelling de siete días por las calles de Barcelona, las banderas y las proclamas en los balcones, la señalética urbana, los carteles en los comercios con un solo mensaje: hablarás y entenderás catalán o no sos bienvenido acá. Que te den por cul.
Favoritos
Para mí tienen superpoderes los que hablan muchos idiomas, esos que les permiten habitar diferentes espacios sin necesidad de moverse. Dice Silvia Molloy en Vivir entre lenguas: “Para el monolingüe no hay sino una lengua donde se piensa un solo mundo y lo distinto siempre se da –si es que se da– peligrosamente en traducción”.
La capacidad infinita de salirse de los límites de un idioma impuesto –toda lengua materna lo es– es lo más parecido a la libertad que se me ocurre.
Molloy cuenta una historia. En 1937 el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo hizo colocar un puesto fronterizo para evitar la llegada en masa de los haitianos; los guardias no pedían pasaporte, les hacían decir perejil. Si la erre sonaba un poco gutural como en el francés o si la jota salía con dificultad, se los mandaba de vuelta o, para ahorrar un trámite, se los mataba ahí mismo.
El perejil delataba una extranjería intolerable.
Al señor secretario del gobierno de Tierra del Fuego le molestan los nombres “extranjeros” porque “nuestro país ha sido colonizado culturalmente con el objetivo de relegar o pretender anular el cumplimiento de nuestros intereses nacionales”.
Es una pavada mayúscula pero ando con tiempo.
Convencido, con Bourdieu, que “quien nomina, domina”, el secretario Dachary va a por nuestros dominios blandiendo dos nuevos nombres: “Islas San Pedro e Islas Esquivel son los nombres que corresponden históricamente a dichos archipiélagos, e invitamos a indagar en su historia para que cada persona pueda concluir respecto a la enorme contradicción que existe con la forma en la que actualmente los nombramos”.
Ahora sí nos libraremos de todo vestigio colonial, pero pará, acá me dice un asesor que San Pedro y Esquivel son nombres que nos vienen de la conquista española, capaz que no podemos usar el argumento del colonialismo. No hay problema, le dice el secretario al asesor, acordate de lo que dijo Tarragó Ros. ¿Qué cosa, lo de la epidemia anglosajónica en las radios y en las películas? Sí, eso también, pero yo te digo lo otro: eso que dijo hace un tiempo de que hay que dejar de pelear con gente de 500 años (él no puede renegar de sus abuelos, dijo Tarragó) y hay que luchar contra los colonizadores de ahora. Ahora los malos no son los españoles, bueno, un poco sí pero eso es para octubre: los malos ahora son los ingleses, sobre todo en abril.
Así que allá fue el asesor, se puso a redactar el pedido y lo presentó ante el Instituto Geográfico Nacional. Antes arrobó a @DiputadosAR @SenadoArgentina @CancilleriaARG y al gobernador de su provincia @gustavomelella porque los grandes cambios necesitan grandes apoyos y este será uno revolucionario. Como bien dijo su jefe, el señor secretario: “Hemos iniciado un camino que procura volver a generar un pensamiento estratégico en nuestro país, comenzando por aquellas cuestiones que nos definen como argentinos”.
Ahora, si me disculpan, me voy a escuchar “Kilómetro 11” y nos leemos en quince días.
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