La semana anterior a las elecciones me sumé a la psicosis de los poseedores de pesos y salí de shopping por los alrededores de Santa Fe y Callao, cerca de donde vivo. Me compré una almohada dura, para ver si puedo dormir mejor (está funcionando), un par de camisas y zapatillas y, en Ghandi, pagué 15.000 pesos por Conocer a Perón, el libro de Juan Manuel Abal Medina sobre los dos años que pasó al lado de ídem, entre su regreso al país y su muerte.
El libro me pareció excelente, bien escrito y bien documentado, y deja muy clara la soberbia de los jóvenes violentos que descarrilaron los planes reconciliatorios de Perón, aunque creo que le disculpa demasiado al “General” el ascenso de López Rega y el caos al que descendió el peronismo y, con él, el país. En cualquier caso, una parte del libro resonó en mí por un proceso que vengo viviendo yo mismo en los últimos meses y que quiero explicar hoy.
A medida que avanza su relato, Abal Medina empieza a decirle a Perón que su tarea política, a pesar de que sólo tiene 30 años, se está terminando. Había aceptado ayudarlo a volver al país y ser su negociador con militares, sindicalistas y la JP, pero que cumplido ese objetivo quería retomar su actividad privada como abogado y dedicarle más tiempo a sus hijos. Le decían que era número puesto para ser ministro del Interior. No le importaba. Lo invitaban Cámpora, Lastiri y el propio Perón a Casa Rosada o a Olivos, le ofrecían todo tipo de cargos y responsabilidades. Pero Abal Medina, sin explicar demasiado las razones, ni a sus interlocutores ni a sus lectores, insistía en que quería dejar la política. Aunque el libro termina el día de la muerte de Perón, parece haber cumplido: con la dictadura se exilió en México, donde se convirtió en un abogado importante e influyente, pero nunca más hizo política.
¿Por qué me llamó tanto la atención esta insistencia de Abal Medina? Porque, desde un lugar por supuesto menos importante (sin ofertas, por ejemplo, para ser ministro del Interior), les vengo diciendo a mis interlocutores y mis jefes que después de estas elecciones, fuera cual fuera el resultado, se ponía en pausa mi carrera política. O al menos principalmente política, porque la política no se abandona nunca. Podría haber durado hasta el 18 de noviembre, pero las dos campañas en las que trabajé este año, las de Jorge Macri y Patricia Bullrich, terminaron en la primera vuelta, una con una victoria y otra con una dolorosa derrota.
Lo que venía diciendo y que ahora escribo acá es que, después de diez años en política –primero en campañas, después como funcionario de Gobierno, después como asesor y después otra vez en campañas–, siento que se terminó un ciclo y que quiero recuperar mi voz, volver a escribir libros, concentrarme en consolidar y expandir Seúl: seguir empujando, pero desde un lugar distinto. No corto relaciones con nadie y seguiré dándole una mano a quien le interese lo que tengo para decir. No sé si en este tiempo hice mejor a la política, pero la política seguro me hizo mejor a mí. Estos diez años fueron sensacionales y difíciles, en los que me pasó de todo (a mí y al país), con triunfos y derrotas, muchas lecciones aprendidas, algunas a los porrazos, pero la principal es que la vida sigue y uno, con el tiempo, va entendiendo en qué lugares es más útil y dónde se siente más cómodo.
Números redondos
Dado que, además, el domingo cumplo 50 años, me pareció una buen momento arbitrario, como todo número redondo, para plantar un mojón y decir: pongo en pausa la política activa, vuelvo al mundo de las ideas, de la escritura, de la conversación; mi mundo original, donde verdaderamente me siento yo mismo y creo que puedo aportar más. Lo escribo acá, lo hago público, en parte para asumir un compromiso, como aquel fumador que anuncia a viva voz su decisión de dejar el pucho. Porque, como el fumador, también tengo dudas. De lo que estoy cada vez más convencido es de que se puede contribuir a transformar y aportar desde muchos lugares, incluyendo el de las ideas, que es lo que venía tratando de hacer en Seúl, part-time, en estos tres años.
No tengo grandes planes por ahora. Lo primero, lo principal, será concentrarme en desarrollar Seúl, full-time, hacerla crecer y empezar y a devolver la confianza de los casi 1000 socios que nos mantienen a flote todos los meses. Les venimos prometiendo más contenido exclusivo desde hace tiempo y este año intenso tuvimos poco ancho de banda mental para hacerlo. (Si todavía no sos socio y creés en mi promesa, hacé click acá.) Soñamos en grande: queremos un medio que publique más textos, que tenga canales de audio y video, publicar una revista trimestral en papel (somos así de old) y, por qué no, publicar libros. Para eso tenemos que agrandar el equipo, hoy raquítico, tomarnos más en serio como organización, y ponerla como primera prioridad. Es lo que más tengo ganas de hacer.
En cualquier caso, gane quien gane las elecciones, el desafío será mayúsculo. La coalición que mejor representaba las ideas de Seúl no gobernará el país, y los dos candidatos que quedan han mostrado un compromiso variable, siendo piadosos, con las instituciones republicanas y la construcción de una economía sensata o un Estado no patrimonialista. Más allá de lo que uno vaya a votar en el ballotage (yo lo tengo bastante definido, y no es en blanco), es indudable que los próximos meses serán difíciles para la Argentina, por la corrección que necesita la economía, ordenada o desordenadamente, y por las negociaciones políticas necesarias para dar esos pasos cruciales. En esos tiempos difíciles, parar un poco a pensar será el doble de importante.
Uno de los efectos colaterales de mis compromisos políticos fue el abandono de este newsletter, que vuelve hoy con anuncios personales y promesas varias, que espero cumplir. Abal Medina cumplió. La mía no es para siempre (¿qué lo es?) sino apenas una definición de próximos pasos. Ojalá podamos darlos juntos.
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