Partes del aire

#37 | El juego imposible

¿Puede restablecerse el orden macroeconómico sin un cambio de fondo en el país? Los candidatos con chances el domingo tienen diferentes opiniones.

Asomados a la cornisa de la veda pispeamos una nueva elección presidencial, otra vez, como las últimas dos, “la más importante de la historia”. En esta elección se decide todo, pero ojalá no se decidiera tanto. Ojalá no nos jugáramos el cielo o el infierno cada cuatro años, porque además después gana el infierno y seguimos en esta mediocridad, este purgatorio. Me río de esto (hago metáforas religiosas), pero en el fondo creo que es verdad: el domingo se juega mucho. Oremos: votemos bien.

A principios de los ‘70, Guillermo O’Donnell acuñó la expresión “juego imposible” para definir a los gobiernos democráticos post-1955, que no tuvieron la fuerza para gobernar contra el peronismo ni la credibilidad para gobernar con él. Este mismo diagnóstico se pudo aplicar después (algunos lo hicieron) a los gobiernos de Alfonsín, De la Rúa y Macri: tres gestiones con problemas de gobernabilidad que en algún momento debieron preguntarse si, para mantenerse en pie, debían apoyarse en el peronismo.

Traigo este diagnóstico del “juego imposible” porque creo que define muy bien las distintas miradas históricas de los dos candidatos de Juntos por el Cambio: Patricia Bullrich parece reconocer que el “juego imposible” es un problema y por eso propone no sólo un cambio de gobierno, sin también un cambio en el sistema de gobernabilidad; Horacio Rodríguez Larreta parece creer que no y por eso apuesta por incluir a una parte del peronismo en una coalición de diseño más clásico aunque sin ejemplos históricos exitosos (ni fracasados: el peronismo nunca ha sido socio menor de nadie).

Estas son diferencias estructurales a veces tapadas detrás de necesidades más urgentes, como bajar la inflación: cuánto, por ejemplo, hay que refundar el sistema político-económico para salir del pantano. Patricia dice que bastante; Horacio, que no tanto. Patricia dice que corporaciones empresarias, políticas y sindicales han capturado al Estado: son parte del problema. Horacio, que las corporaciones cometieron errores por el mal diseño del sistema, pero que son parte indispensable de la solución. Patricia cree que el Partido Justicialista, con frecuencia vocero y sostén de esas corporaciones, debe reformarse o ser dejado afuera de las conversaciones importantes. Horacio, por el contrario, cree que una parte importante del PJ no kirchnerista debe ser parte de la coalición transformadora.

Patricia cree que para salir del pantano hay que torear un poco al establishment; Horacio cree que puede convencer al establishment de tener una versión mejor de sí mismo. Patricia busca una nueva gobernabilidad en el voto popular, la nueva movilización de la clase media (“sí, se puede”, banderazos) y en la aplicación de la ley, ese consenso básico; Horacio busca la suya en amplios acuerdos políticos y sociales, más con representantes que con representados. Ambos creen que estamos ante el final de una era histórica: Patricia espera que sea el final de décadas de democracia dominada por intereses e intermediarios, a la cual hay que reemplazar por una democracia dominada por el respeto a la ley; Horacio cree que es el final de décadas de democracia dominada por un empate político y social, del que se sale con acuerdos, visión de largo plazo y persuasión de remolones. Patricia cree que la identidad y representar son importantes, quizás lo más importante; Horacio cree que la identidad es una cárcel y la representación, un espejismo.

Todo junto o separado

¿Se puede estabilizar la economía y bajar la inflación sin transformarnos como país? ¿O el desorden macroeconómico es un síntoma de problemas profundos: si no se arregla todo, no se arregla nada? Son preguntas que me dan vueltas desde hace semanas. Una persona con miedo a los ascensores, ¿puede curarse con una terapia de tres meses? ¿O necesita antes contarle a un psicoanalista la relación con su mamá? Un amigo me dice: mirá Brasil, mirá México. Resolvieron sus problemas macro pero siguen siendo economías mediocres, de crecimiento insignificante. ¡Y sumamente corporativas! La moraleja sería que se puede bajar la inflación sin dunga-dunga contra las corporaciones, pero que algo de dunga-dunga es indispensable para tener una economía competitiva. Con corporaciones puede haber estabilidad; más difícil que haya desarrollo.

¿Yo qué pienso? Que lo primero es poner un piso firme de orden macroeconómico. Si Brasil y México pudieron hacerlo sin fundir a los industriales paulistas ni romper los monopolios mexicanos, nosotros deberíamos poder hacerlo sin abrir la economía. Y sin embargo, mi amigo (otro) me dice que Argentina ya no tiene más changüí para nada: que vamos a tener que sobreactuar mucha responsabilidad para obtener un poquito de credibilidad. ¡Voy a bajar el gasto en cinco años! Volvé cuando lo hayas bajado. ¡Vamos a abolir ingresos brutos en una escalerita de cuatro años! Volvé cuando estés en planta baja. ¡Vamos a fomentar el empleo formal para sanear el sistema jubilatorio! Volvé cuando seas abuelo y estés cobrando una guita decente.

Ojalá tengamos estos dilemas, porque no sé cuánto podríamos resistir una presidencia de Sergio Massa, la nueva encarnación del peronismo de derecha, ese sueño eterno del círculo rojo. El establishment pide orden sin cambio, y eso es lo que Massa promete en estos días. Les dice: no miren mi gestión como ministro ni les den bola a mis declaraciones como candidato. Ustedes saben que eso es fulbito para La Cámpora: el 10 de diciembre me los saco de encima. Y algunos se lo creen: el verdadero Massa, esa entelequia, suspiran, es un hombre pro-mercado. O, al menos, pro-amigos.

Mientras tanto se nos va apagando la presidencia patética y cruel de Alberto Fernández: mañana viernes es, de alguna manera, su último día hábil; a partir del lunes será una sombra de esta sombra. En junio de 1974, dos meses antes de la renuncia de su jefe, Richard Nixon, Henry Kissinger apareció en la tapa de Newsweek retratado como un superhéroe musculoso encima de un título que decía “Súper K”. A Kissinger, contó después uno de sus biógrafos, le pareció una mala señal, porque “a aquellos a quienes los dioses quieren destruir los visten primero como Superman”. En marzo de 2020, Noticias hizo lo mismo con nuestro presidente: “Super Alberto”, en su breve pico de gloria, antes de ser destruido por los dioses. Y por su propia ignominia.

Nos vemos dentro de dos jueves, finalmente pos-PASO.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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