PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#36 | Inútil para el combate

Escritores en tiempos de guerra: desde Cervantes hasta Primo Levi, la compleja relación entre las letras y las armas a través de casos históricos de exilio, censura y muerte.

A partir de algunas lecturas sobre el escritor israelí David Grossman (incluida la de Diego Papic en su newsletter la semana pasada , que dejo por si no la leyeron) y sus declaraciones sobre la guerra (Grossman perdió un hijo en la guerra del Líbano de 2006 y sobre eso escribí hace un tiempo), me quedé pensando en eso que se llama “el rol de los intelectuales” en los lugares y las épocas en las que les toca vivir.

Me quedé pensando, dije, pero no pensé nada. Quiero decir, nada claro ni sesudo ni elaborado ni cercano a la posibilidad de escribir al respecto, ni siquiera algunas líneas.

No todas las épocas y lugares son comparables, no exigen lo mismo los tiempos de paz que los tiempos de guerra, esos que pueden convertir a un hombre de letras en un hombre de armas (y también construir el destino inverso). Y ya que no pude escribir para saber qué pensar, me acordé de una de mis listas.

Como David Markson, acumulo anotaciones sobre escritores y, con el tiempo, algunas se fueron agrupando temáticamente bajo el ítem “escritores, guerras, persecuciones”. Así que fui a buscar mis cuadernitos. Revolví, despejé, ordené:

Jenofonte, discípulo de Sócrates, fue uno de los mercenarios griegos reclutados por Ciro el Joven para la Expedición de los Diez Mil. Contó después la Retirada de los Diez Mil.

A pesar de que su mano izquierda había quedado en Lepanto, Miguel de Cervantes continuó sirviendo para la Liga Santa contra los turcos.

A Fiódor Dostoyevski lo condenaron a muerte por criticar el régimen zarista. Sería por fusilamiento. No estaba solo, eran 20 los culpables, los pusieron en fila, les vendaron los ojos, trajeron los ataúdes y en el último instante llegó mensaje del Zar con un cambio de planes: no habría disparos sino martirio. La nueva condena para Dostoyevski fueron cinco años de trabajos forzados en Siberia más cuatro como soldado en el ejército. Una nueva amnistía le devolvió el derecho a seguir escribiendo.

Cuando estalló la Gran Guerra, Herman Hesse se presentó como voluntario; lo clasificaron como “inútil para el combate”.

Stefan Zweig (también) fue declarado “inútil para el combate” y enviado a cumplir tareas en la Oficina de Guerra del ejército austrohúngaro de Salzburgo. Escribió una obra de teatro antibélica, se declaró neutral, renunció y se autoexilió en Suiza.

John Dos Passos y Ernest Hemingway manejaron ambulancias en la Gran Guerra, que después pasó a ser la Primera.

En 1914, Thomas Mann puso ideas y plata al servicio de la causa nacionalista alemana. Invirtió su capital en bonos de la guerra. En 1921 dijo que la causa nacionalista era “un disparate con esvástica”.

El poeta Wilfred Owen quedó atrapado durante días en una trinchera alemana. Después del rescate, fue a parar a un psiquiátrico y después otra vez al frente. Lo mataron el 4 de noviembre de 1918, pocos días antes del armisticio.

Mijaíl Bajtín trabajaba como profesor de literatura en Vítebsk hasta que lo acusaron de “práctica religiosa” y lo desterraron a Siberia. Imploró ante Stalin y consiguió una deportación en Kazajistán.

A Anna Ajmátova la acusaron de alta traición y le prohibieron escribir poemas. Quemó todos sus papeles y siguió escribiendo. Lo hacía en una hoja, la fechaba, memorizaba los versos, y después la destruía. Con el tiempo, perseguida por el miedo a la muerte, empezó a recitar los poemas a sus amigos para que no se perdieran.

Jaroslav Hašek se alistó en el ejército austrohúngaro en 1915. En medio de una ofensiva rusa cambió de bando y peleó para el Ejército Rojo. Cuando volvió a Praga, con sus recuerdos de la guerra, empezó a escribir El buen soldado Švejk.

En 1918, Ernst Jünger fue el soldado más joven en conseguir la condecoración prusiana al mérito por sus acciones en batalla.

Ezra Pound, que odiaba en igual medida al mundo, a Churchill y a Roosevelt (quizás a Roosevelt un poco más), creía en la guerra como higiene del mundo y se fue a Italia para ponerse al servicio de Mussolini. El Duce lo rechazó por loco.

En 1936, George Orwell decidió ir a España “a matar fascistas, porque alguien debe hacerlo”.

El ucraniano Mijaíl Bulgákov peleó en la Gran Guerra y después se fue a vivir a Moscú. Lo acusaron de antisoviético, lo censuraron, le abrieron un expediente, prohibieron sus textos. Como último recurso, le escribió a Stalin rogando por el exilio. La respuesta: ¿por qué alguien querría exiliarse de un lugar tan hermoso como la Unión Soviética?

Robert Graves escribía poemas en el campo de batalla.

André Malraux se puso a disposición del gobierno de la Segunda República Española y se convirtió en coronel.

“La Guerra Civil Española fue, sin duda alguna, la guerra de los escritores. No existe un conflicto que haya interesado tanto a los escritores e intelectuales de todo el mundo como aquella contienda, ni siquiera la II Guerra despertó tanta fascinación”, escribió Jean Lacouture.

Rafael Alberti, María Zambrano, Luis Cernuda, Pedro Salinas, María Teresa León, Juan Ramón Jiménez, Francisco Ayala dejaron España y se fueron al exilio. También Antonio Machado, no como su hermano Manuel, que se quedó y pasó a ser considerado un fascista. (Esto no tiene nada que ver pero me gusta: se dice que cuando a Borges le preguntaron por Machado contestó: “¿Dices Antonio? Ah, no sabía que Manuel tenía un hermano”).

El británico Gerald Brenan se fue a vivir a Granada y pasó a ser Don Gerardo. Vivió la guerra, fue cronista en la batalla de Málaga, escribió ensayos y críticas contra el franquismo y en 1974 dijo: “Aunque discrepaba bastante, ahora veo todo lo bueno que Franco ha hecho por España”.

Walter Benjamin quiso aprovechar la guerra para dejar de fumar. Mientras huía de los nazis, se fijó el propósito: “las tremendas condiciones en que vivimos se irán de mi pensamiento si me concentro en algo tan arduo como controlar mi deseo de fumar”.

En la guerra, Kurt Vonnegut fue más tiempo prisionero que soldado.

Durante el nazismo se imprimieron 12 millones de ejemplares del Mein Kampf. Después del 7 de mayo de 1945 no se editó más hasta 2016.

Primo Levi escribió una introducción al Mein Kampf. Dijo que, aunque su nivel literario es mediocre, debe leerse igual: es instructivo.

“Yo no tengo recuerdos de mi infancia”, dijo Georges Perec. Cuando era niño, no sabía que su apellido no era Perec sino Peretz, que en su familia no eran bretones sino judíos polacos, que el bautismo había sido una fachada, que sus padres en realidad eran sus tíos, que el papá yacía muerto en algún lugar de Francia con su uniforme militar, que la mamá estaba tirada en una fosa común en Auschwitz, que las mudanzas y cambios de escuela eran escapes para sobrevivir.

A Bruno Schulz, el esclavo judío de un oficial nazi, lo mataron en la calle cuando volvía de comprar su ración diaria de pan en el gueto. No fue una muerte al azar, el asesino también era un oficial nazi y se odiaban el uno al otro.

—He matado a tu judío.
—Si ha sido así, yo voy a matar al tuyo.

Salinger desembarcó en Normandía enamorado de Oona O’Neill. Se enteró por los diarios que su novia se iba a casar con Charles Chaplin. Cuando liberaron Francia, se fue a internar a un psiquiátrico donde conoció a Sylvia, su primera, efímera y nazi esposa.

Günter Grass, aún en la escuela, fue reclutado por las SS.

Curzio Malaparte combatió en la Primera Guerra para Francia, marchó con el Duce sobre Roma, fue fascista y antifascista, comunista y anticomunista. Siguió el avance de las tropas alemanas para escribir una crónica. Se inventó contrincantes de la talla de Hitler, Trotski y Mussolini.

Cuando Hannah Arendt tuvo que escapar a Estados Unidos dijo: “Ya tengo mi pasaporte. El libro más bonito que he visto”.

Simone Weil no quería ser judía. Interrumpió sus estudios de filosofía para vivir una experiencia “como esclava” en los talleres Renault, se hizo católica, se sumergió en la Guerra Civil Española, sus padres la fueron a buscar y llevaron a Vichy, después a Nueva York. Volvió a la Francia ocupada y dejó de alimentarse “para compartir el hambre” de sus compatriotas. Se dejó morir.

Rudolf Höss aprovechó el tiempo en su celda hasta la horca para dejar constancia de su vida: escribió Yo, comandante de Auschwitz.

Cincuenta años tardó Jorge Semprún en publicar La escritura o la vida . Recién cuando encontró el comienzo pudo seguir: “Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor. Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald”.

Cuando fue liberado de Auschwitz, Primo Levi volvió a instalarse en su casa de Turín. Con el paso del tiempo salió a la calle. Se subía a un tren cualquiera y buscaba desconocidos para tirarles su experiencia encima: “Las cosas que había vivido me quemaban por dentro”. En su cabeza, ya estaba escribiendo Si esto es un hombre. El 11 de abril de 1987 cayó o se tiró en el hueco de la escalera de su casa.

Gertrude Stein y Alice Toklas fueron sospechadas de colaboracionistas. Nadie se explicaba cómo pudieron sobrevivir dos viejas lesbianas judías en la Francia ocupada por los alemanes.

El escritor rumano Panait Istrati era bolchevique hasta que visitó la Rusia de Stalin.

Ósip Mandelshtam escribió un poema: «Epigrama contra Stalin». Lo condenaron al destierro durante tres años en los Urales. Murió deportado.

Robert Antelme fue atrapado en la Francia ocupada y llevado a un campo de concentración. Cuando la guerra terminó y Robert volvió a casa, su esposa Marguerite Duras no pudo soportar el olor de su mierda que inundaba todo.

Cuando la guerra terminó, a Ezra Pound lo acusaron de alta traición a su país (lo metieron en una jaula con su libro de Confucio). Sus amigos escritores intercedieron ante la justicia para evitar que terminara en la horca. Alegaron que el poeta siempre fue mentalmente insano.

Esta lista podría seguir. La enumeración me hizo pensar otra vez en la figura del intelectual y en los escritores en el campo de batalla, en la profesionalización de los ejércitos y en la pronunciada compartimentación de la sociedad: cada uno a lo suyo. Me pregunto si nos estaremos perdiendo entonces de experiencias extremas para alimentar la literatura pero ya estoy en 9834 caracteres, así que nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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