Creo que ya lo dije antes: me gustan las listas y no puedo resistirme a los libros que las tienen. Me gustan porque son una narración condensada: en su concisión, permiten decir mucho más con mucho menos.
¿Cómo podríamos siquiera acercarnos a la naturaleza del Aleph que vio Borges en el sótano de esa casa de la calle Garay si no era por su enumeración heteróclita?
-vi el el populoso mar
-vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua
-vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página
-vi todas las hormigas que hay en la tierra
-vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo
-vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara
La enseñanza de «El Aleph» es la adecuación (por contraposición) entre contenido y forma: frente al inconcebible universo, un listado random.
Hacemos listas porque no queremos morir, dice, dramático, Umberto Eco. Tanto le gustaban las listas a Eco que les dedicó un libro: El vértigo de las listas (2009).
Hacemos listas porque nos ayudan a establecer un orden en el universo.
Hacemos listas porque nos permiten hacer comprensible el infinito.
Hacemos listas porque nos encanta establecer jerarquías: los mejores libros, los 11 de nuestro equipo ideal, las 1000 películas que tenés que ver antes de morir.
Hacemos listas porque nos ordenan: las compras, las tareas pendientes, las reuniones pautadas, los invitados a una fiesta.
El libro de Eco –un catálogo de catálogos, un elenco de elencos, una enumeración de enumeraciones, una lista de listas hechas de imágenes o palabras– fue el producto de un acuerdo de colaboración entre el italiano y el Museo del Louvre a partir de una muestra sobre la evolución del concepto de lista a través de la historia. En una conferencia que dio en Sevilla en febrero de 2010, contó que le gustaron las listas en la literatura desde que las descubrió en los textos medievales y que se terminó obsesionando cuando leyó en las casi cien páginas del penúltimo capítulo del Ulises de Joyce, en el que se enumeran los objetos contenidos en la cocina de Leopold Bloom.
La lista es el origen de la cultura. Es parte de la historia del arte y la literatura. ¿Para qué queremos la cultura ? Para hacer más comprensible el infinito. También se quiere crear un orden; no siempre, pero a menudo. ¿Y cómo, en tanto seres humanos, nos enfrentamos a lo infinito? ¿Cómo se puede intentar comprender lo incomprensible? A través de las listas, a través de catálogos, a través de colecciones en los museos y a través de enciclopedias y diccionarios. Hay cierto encanto en enumerar con cuántas mujeres se acostó Don Giovanni: Fueron 2.063, al menos según el libretista de Mozart, Lorenzo da Ponte. También tenemos listas prácticas —la lista de la compra, el testamento, el menú— que son asimismo adquisiciones culturales por propio derecho.
Para ordenar, Eco habla primero de Homero porque en él están las dos poéticas que rigen a la confección de un listado:
—Una poética del “todo está aquí”, el modelo cerrado. Y el ejemplo que cita es el escudo que Hefesto hace para Aquiles, donde entran todos los hombres y los tiempos y los relatos. Un Aleph al modo de Homero que, como sabemos, es uno de los precursores de Borges.
—Una poética del “etcétera”, el modelo abierto. Homero lo usó en el catálogo de las naves griegas que se acercan a Troya para destruirlas: se enumeran los barcos y sus capitanes para mostrar el poderío pero aún así quedan fuera del discurso cientos de miles de guerreros pero se vuelve imposible seguir contando.
Así pasa con el repaso de las cosas del mundo, siempre amenazadas por el infinito. Y por eso nos alivia tanto cada vez que hacemos un top ten : conseguimos la tranquilidad de la forma cerrada a la que sumamos la ilusión que nos da el sistema decimal con sus números redondos.
Desde Homero en adelante, la literatura se ha valido del arte de listar.
A principios del año 1000 se publicó el diario que Sei Shonagon escribió en Japón: en El libro de la almohada acumuló cascadas, amores, escenas de lluvia, aversiones o escenas de primavera como si fuera un atlas.
El libro de Marco Polo fue conocido como Il milione porque listaba todas las maravillas que había visto en el Oriente (y, en esos tiempos, el millón era el número para representar el infinito).
A Georges Perec le gustaba mucho hacer listas. Se sentó en un café de la plaza Saint-Sulpice y registró todo lo que vio pasar delante de sí: colectivos, paraguas, citroens, palomas. Quiso agotar lo visto y oído durante un lapso de tres días y con lo apuntado publicó Tentativa de agotamiento de un lugar parisino. Listó los recuerdos de su infancia y los usó para escribir W, hizo también una Tentativa de inventario de los alimentos líquidos y sólidos que engullí en el transcurso del año mil novecientos setenta y cuatro y describió el contenido de las habitaciones, estanterías y cajones de su casa en Especies de espacios. Escribió La vida instrucciones de uso, un libro con forma de puzzle para el que diseñó un edificio de departamentos y, como si fuera una casa de muñecas a la que podemos ver desde arriba o con un corte transversal, se puso a jugar con las habitaciones y los habitantes: creó 1.467 personajes, hizo un inventario de todas las ciencias —Medicina, Historia, Geografía, Arqueología—, incluyó 100 páginas con planos, guías, mapas, cronologías y resúmenes necesarios para la lectura. Para Perec la literatura es un arte combinatorio. En Je me souviens (el Me acuerdo más famoso de los escritos hasta ahora) listó 480 recuerdos de su infancia y pidió a sus editores que dejaran hojas en blanco al final del libro para que los lectores hagan la suya. Porque eso tienen las listas cuando uno las lee: quiere hacer la propia.
Después de la novela La amante de Wittgenstein, el norteamericano David Markson publicó cuatro libros de listas. Ya no le interesaban las tramas: Esto no es una novela y La soledad del lector , editados en español por La Bestia Equilátera, muestran un estilo aparentemente aleatorio para hilvanar factos: San Lucas era pintor y realizó un retrato de la Virgen María, a W. H. Auden lo arrestaron por orinar en una plaza pública de Barcelona, las caras de Gluck y Haydn estaban picadas por la viruela, Descartes tuvo una hija ilegítima, los padres de Giuseppe Verdi eran analfabetos, André Gide murió de una enfermedad pulmonar mientras leía la Eneida , Gustav Malher de una endocartitis y Pope de hidroplesía.
Las enciclopedias y los diccionarios son las listas literarias más completas que tenemos. Siguiendo el más arbitrario y consensuado criterio de ordenamiento, registran en orden alfabético las cosas del mundo y las palabras que usamos para nombrarlas. Borges, lector de diccionarios, enciclopedias y catálogos, rescatador de enumeraciones (esa “súbita cercanía de cosas sin relación” que le gustó tanto a Foucault), en «El idioma analítico de John Wilkins» no solo dejó la más completa reflexión sobre las taxonomías sino también la lista más alocada que nadie pudo imaginar.
Cierta enciclopedia china donde los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluídos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas.
Con la clasificación de Borges la poética de la lista consigue su punto máximo porque atenta contra cualquier orden lógico. Es un elenco tan dispar que es capaz de encerrar, entre los elementos que clasifica, también “los que están incluidos en la clasificación” y de dejar ahí, como al pasar, el etcétera en el medio.
En el libro Listas memorables, Shaun Usher hizo su propia recopilación de listas. Acá algunas:
—Los regalos de año nuevo que recibió en 1579 su majestad la reina de Inglaterra: un cinturón de oro con hebilla, tres enaguas de satén blanco, 36 botones de oro de los cuales uno estaba roto, dos fundas de almohada, dieciocho alondras en una jaula.
—Las compras de Galileo Galilei: jabón, naranjas, cristal alemán pulido, dos balas de artillería, zapatos, sombrero.
—Las cosas que le gustan y las que no le gustan a Roland Barthes. Le gustan las novelas realistas, Julio Verne, la sal gruesa; no le gustan las mujeres en pantalones, las tautologías, los dibujos animados.
—Leonardo Da Vinci enumera los aspectos del cuerpo humano sobre los que le gustaría investigar: el bostezo, la parálisis, el deseo, la rotación de la pierna, la epilepsia, los mecanismos que hacen abrir y cerrar los ojos.
—Los hombres soñados por Marilyn Monroe (Ernest Hemingway, Arthur Miller, Yves Montand, Albert Einstein) y sus propósitos de año nuevo: esforzarse más, ir a clase, prestar atención a sus fobias.
—Las recomendaciones para las mujeres ciclistas de Chicago en 1895: no lleves gorra de hombre, no dejes que tu perro te acompañe, no hables de bicicletas en la mesa.
—Las reglas para tener éxito en la taquilla que el director de cine Preston Sturges escribió en 1941:
1. Una chica guapa es mejor que una fea
2. Una pierna es mejor que un brazo
3. Un dormitorio es mejor que una sala
4. Una llegada es mejor que una partida
5. Un nacimiento es mejor que una muerte
6. Una persecución es mejor que un gato
7. Un perro es mejor que un paisaje
8. Un gatito es mejor que un perro
9. Un bebé es mejor que un gatito
10. Un beso es mejor que un bebé
11. Un batacazo es lo mejor de todo
Claro que hay más (etcétera), pero las voy a dejar para una próxima lista.
Nos leemos en quince días.
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