Pasaron dos semanas y ya nadie lee nada sobre el affaire nadie lee nada de la periodista Leticia Martin con el diario Perfil . Pero no puedo seguir adelante sin explicar de qué estoy hablando porque, de no hacerlo, estaría dando por supuesto que todos leen todo y que cada uno de ustedes —estimados lectores que en este preciso momento, al leer, están refutando la afirmación del título— sabría de qué estoy hablando.
Primero, los hechos.
El 17 de mayo el diario Perfil publicó una columna de la escritora y periodista cultural Leticia Martin con el título «Nadie lee nada». Usó sus 2.500 caracteres para contar que lleva mucho tiempo sin cobrar por su trabajo de escribir.
Ya hace más de un año que escribo esta columna semanal para Perfil; un trabajo que implica compromiso, un deadline, tener palabra y encontrar una forma. Que también creí implicaba cierta trayectoria. Pero hace seis meses que no recibo el pago por mis servicios. Ni el pago ni un aumento, como si los servicios o el costo de vida no hubieran aumentado.
Si uno googlea ahora la frase podría decir que la periodista logró un impacto.

La mayoría de las notas y comentarios remarca el sentido paradójico que esconde la contradicción entre el título (del orden del discurso) y lo que efectivamente pasó (en el orden de lo real). “Se viralizó”, dicen, pero ya todos sabemos a esta altura lo que duran los virus en las redes. Dos o tres días y a otro tema. No hay mejor antiviral que la rigurosa actualidad que se come a la anterior como un Pac-Man.
¿Por qué se habló de esta columna? Creo que la explicación habría que buscarla en el carácter performático de la nota y no performativo, como muchos insistieron en remarcar.
Voy a ver si puedo explicar la diferencia sin enredarme.
Desde un punto de vista lingüístico discursivo, un enunciado performativo es aquel que, por el mero hecho de ser pronunciado, realiza una acción: yo juro, yo declaro, yo prometo, yo hablo. En 1955, el teórico británico J. L. Austin dictó una serie de conferencias en Harvard para explicar el funcionamiento cotidiano del lenguaje a partir de algo que caracterizó como “actos de habla”. Qué hacemos cuando hablamos; y por eso el libro que recoge estas ideas lleva el nombre Cómo hacer cosas con palabras (How To Do Things with Words, 1962). A esos verbos que, al decirse, llevan adelante una acción, los llamó performativos.
No sé si es importante saber esto, pero ya empecé a escribir para este lado y abandoné la idea primera que tenía antes de sentarme frente a la computadora. Así que voy a seguir. Los enunciados performativos se diferencian en su naturaleza de los enunciados constatativos: los que cuentan cómo son las cosas del mundo. Si yo digo “llueve” mis interlocutores pueden constatar si es verdadero o falso y eso convierte a “llueve” en un enunciado constatativo. De esta naturaleza está hecho, por ejemplo, el discurso periodístico. Claro que esta clasificación sólo se aplica a formas puras y el lenguaje está plagado de matices: contexto, chistes, ironías, juegos de palabras que relativizan el régimen de constatación entre verdad y falsedad.
El famoso “es más complejo”.
Volviendo a los performativos, si yo digo “te prometo que la semana que viene te lo pago” ese enunciado no está describiendo un estado de cosas sino haciendo algo: prometer. La constatación del enunciado es imposible, no es verdadero ni falso: fue dicho y por lo tanto es. Mediante un acto de habla prometí pagarte lo que te debo.
Que lo vaya a cumplir es otro tema y atañe al futuro. Si no pago, se me podrán achacar dos acciones: que no pagué y que prometí hacerlo.
Ahora sí me fui por las ramas. Estaba hablando de la columna «Nadie lee nada» de una periodista a la que, justamente, no le pagaron lo acordado (¿habrá prometido Fontevecchia?).
Para quienes la leyeron como una denuncia (son muchos, incluso fronteras afuera en una columna del diario El País ), lo de Leticia Martin fue un acto de habla pero aquí deberíamos matizar. Denunciar efectivamente es un verbo performativo con inevitables implicaciones jurídicas pero esto no es una denuncia; podríamos decir que lo que hizo fue exponer, mandar al frente, escrachar, desnudar, exhibir. Los sentidos son más bien metafóricos, no literales como en el performativo denunciar.
La columna, entonces, hizo públicas algunas situaciones puntuales sobre un medio (que paga dos mangos, que paga tarde o no paga, que no tiene editores) y provocó indignaciones entre empleados y freelancers de otros medios que se solidarizan ante la falta de pago de los miserables 50.000 pesos mientras revisan de reojo sus billeteras y sus contratos, si los hay, como quien sabe que no está exento y ya le va a tocar.
Me parece a mí que la verdadera acción en esta nota fue performática, no performativa. Los dos términos están relacionados. Vienen del inglés to perform, que significa realizar, ejecutar. Del primero ya hablé, y es lingüístico, pero el segundo sale fuera de lo discursivo y se va hacia lo teatral: hay algo de performance en esa columna.
La performance es algo así como una rama del arte que pone el foco en la acción más que en el producto. Seguro lo explico mal, por eso recurro a Wikipedia, especialista en definiciones, pero igual va y viene con las dudas y termina reconociendo que el término es difícil de precisar: “El ideal de una obra performática es crear una experiencia efímera y auténtica sin posibilidad de repetición, capturar o coleccionar”.
Lo que importa es la relación entre el artista ejecutante y su público.
Es una cosa de una sola vez.
Desde el punto de vista performático, la columna fue un éxito. Todos se encontraron leyendo un texto titulado «Nadie lee nada», como si fuese un happening del Di Tella en los ’60, sólo que más efímero, pura fugacidad artística en el monótono mundo del periodismo.
¿Por qué será que nadie lee nada?
Una pequeña coda no relacionada con el tema pero sí con el título y sus asociaciones. Siempre me llamó la atención que las personas que se dedican a escribir se lamenten de que no se lea lo suficiente. Y es más que un lamento, parece un reproche. Debería ser sospechoso que quienes más se quejan de la falta de lectura sean quienes viven de escribir, como si los pilotos lloraran porque la gente no vuela lo suficiente o los gomeros porque no hay demasiadas pinchaduras. Es que el mundo del arte y el intelecto tiene ese aire de superioridad. No están los verduleros quejándose de la escasa ingesta de frutas y verduras; bueno, tal vez sí, porque facturan poco pero no desde el señalamiento que juzga al otro por no optar por la vida saludable que reportan las vitaminas que él ofrece.
Mucho más justificado me parece el clamor de estos electricistas por la lectura práctica.

Bajo el título «Nadie lee nada» (culpo a Google que me trajo hasta acá ) esta editorial especializada en la difusión de Electrotecnia, Automatización e Iluminación señala con preocupación que “hay no lecturas capaces de generar siniestros de origen eléctrico”. Sucede que los usuarios tenemos un “exceso de confianza en el disyuntor” y, aunque cada dispositivo tiene un botón al frente con la leyenda “pulsar cada mes”, nadie lo hace y entonces se quema.
El motivo, como bien nos dicen los expertos, es la falta de lectura. Y el resultado es este:

En este preciso momento de la lectura de esta nota (si fuese el caso de que alguien la estuviese leyendo) una enorme cantidad de interruptores diferenciales ofician solamente como interruptor manual de cabecera en sus respectivos tableros eléctricos, brindándole al usuario desprevenido una falsa sensación de seguridad porque su sensible dispositivo de disparo automático dejó de prestar servicio.
Podemos ver claramente que, a pesar del escepticismo inicial acerca de la existencia de lectores, los especialistas no caen en el pozo de la desesperanza y siguen adelante con su misión que ahora es también la mía. Así que: vayan a revisar su disyuntor y nos leemos en quince días.
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