PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#30 | Empezar y dejar

Una lista de libros comprados con expectativas, iniciados con entusiasmo y abandonados por diversas razones.

No sé si soy yo o el espíritu de época (hace mucho que quiero echarle la culpa de lo que hago a los tiempos que corren, así que lo haré), pero no estoy consiguiendo terminar ninguno de los libros que empiezo. No les tengo paciencia.

Decidí aprovechar este espacio para listar los libros que compré o descargué en los últimos tiempos, que empecé a leer con más o menos gusto y abandoné en algún punto. Ya que estoy, voy a intentar desentrañar las razones que me llevaron a dejarlos en cada caso.

Un puñado de flechas, de María Gainza. Me gustó mucho su libro anterior, El nervio óptico , y todo el mundo dijo que este es genial; de hecho, fue considerado uno de los mejores libros de 2024. Tal vez por eso lo arranqué con expectativas altas, pero no pude avanzar; algo en la escritura —demasiado calculada, tal vez— me lo impidió. Escuché a Gainza en una entrevista comparar ambos libros y renegar un poco del primero por atropellado o por inmaduro, como si hubiera sido escrito sin la responsabilidad de ser “una autora de libros”. Personalmente, prefiero aquella escritura de El nervio óptico y no esta, en que la narración parece al servicio de la firma autoral.

Cartas a los padres , de Theodor Adorno. Son las cartas que el autor les escribió a sus padres entre 1939 y 1951, cuando se vio obligado a dejar Alemania por judío y se instaló en Estados Unidos. El libro está buenísimo y me permitió acceder a una faceta nueva de un autor que conocí en la facultad y sólo había leído de manera institucionalizada. Aparecen en sus cartas las dudas sobre sus escritos de música, las preocupaciones por la vejez de sus padres (primero radicados en Cuba y después en California), sus estudios sobre antisemitismo y las cosas domésticas de un hombre con mujer, perro y temores. Lo tengo al lado de la cama, lleno de anotaciones (“voy a escribir sobre esto”, me digo), pero hace meses que no lo agarro, y el señalador indica que recién voy por octubre del ’44.

La marca del editor y Cómo ordenar una biblioteca , de Roberto Calasso. Estos dos también los tengo a tiro para la noche, leo un poco de cada uno, los alterno, pero no pasé de la mitad con ninguno. Están bien, pero nunca terminaron de engancharme. Creo que el problema es el espacio: definitivamente hay libros para la cama y otros para el escritorio de trabajo. No tengo lecturas de sillón pero, de existir, esas también deberían ser otras: más cuentos que novelas, algo de poesía, cómics, la Gente o la Para Ti . Volviendo a Calasso, lo que sí me pasó es que, a partir de algo que leí en alguno de los dos, terminé googleando sobre su libro Las bodas de Cadmo y Harmonía , lo descargué y ya lo terminé. Empieza con la historia de Cadmo, el fenicio que fue a rescatar a su hermana Europa, raptada por Zeus, y, sin proponérselo, les ofreció a los griegos el arma más valiosa con la que se harían célebres. Así nacieron alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así abandoné los libros de Calasso sobre libros y me quedé con los mitos griegos.

La única historia , de Julian Barnes. Hace mucho que no leo ficción (quiero decir un libro entero, que no haya leído antes) y este ya lo empecé tres veces, porque lo dejo y después no me acuerdo ni quién era el protagonista ni de qué va la historia.

Las olas, de Virginia Woolf. Durante mis veintis leí mucho a mi amiga Virginia y lo disfruté. Me acuerdo de que el primero que leí fue Orlando , en esa traducción de Borges, tan personal que hace de ese libro una obra a cuatro manos entre la autora y el traductor. Pero eso lo aprendí después, porque en ese momento no prestaba atención a las traducciones ni a nada que rodeara a lo que para mí era la literatura: sólo lo que encerraba un libro entre la primera hoja y la última. Es interesante revisar los modos diferentes de leer que tenemos a lo largo de la vida. Los cambios nos parecen naturales porque son chiquitos, paulatinos e imperceptibles, como ir mirándose todos los días al espejo y descubrir de golpe todas las arrugas y la nariz más grande, el gesto endurecido. Si ahora me pongo a pensarlo, entre los 6 y los 20 años leí más o menos igual, quiero decir que leía lo que se me cruzaba por delante, sin jerarquizaciones ni prejuicios porque no tenía herramientas para armarlos. Sé que prefería las novelas a los cuentos y que después fui prefiriendo algunas novelas por sobre otras, que empecé a conocer a los autores y algunos nombres en las portadas comenzaron a actuar como garantía. Durante esa época leí mucho a Virginia Woolf y después paré de leer lo que ella escribió y me puse a leer lo que escribieron sobre ella. También los diarios y las cartas y los ensayos. El caso es que Las olas me había quedado colgado y así sigue. Cada tanto lo agarro, leo las primeras páginas, las disfruto, repaso lo que fui subrayando y anotando en los márgenes y después lo dejo. Nunca avanzo más allá de mis anotaciones en lápiz.

La palabra heredada. Mis inicios como escritora , de Eudora Welty. Resultó un día que, revisando los cuadernos en los que voy anotando cosas que leo por ahí, tenía apuntadas varias frases de este libro que nunca había leído. Entonces fui y lo compré y lo empecé a leer, sólo para descubrir que así, como libro entero y de corrido, no me gustaba tanto como esas frases aisladas con las que me había ido encontrando durante años. ¿Cabe la posibilidad de que mi Eudora Welty fragmentada sea mejor que la Eudora Welty continua y total de sus memorias? Ojo que está lleno de momentos y escenas que me gustan, pero las prefiero así, salteaditas y no hilvanadas en un libro.

El hombre de las tres letras , de Pascal Quignard. Lo que me pasó con este libro merece ser contado. Paseaba por una librería de Córdoba hace unos meses y había muchas opciones que me interesaban. Voy a comprar este de Quignard, me dije, porque me gusta lo que escribe y leí por ahí —no me acuerdo dónde, pensé— que este está bueno y habla del mundo de los libros. Me pusieron el sellito en la página de guarda, me dieron el ticket y me fui conforme con mi elección. Cuando volví a mi casa me puse a leerlo, comencé a disfrutarlo, pero pronto me di cuenta de que eso ya lo había leído; miré la biblioteca en el sector de libros afines y ahí lo encontré, leído y marcado, con mis anotaciones y referencias en la página de guarda. Inconcluso. Y así siguen los dos.

De donde soy, de Joan Didion. A Didion la descubrí tarde, con El año del pensamiento mágico, y me gustó tanto que empecé a ir para atrás y a leer otras cosas. De donde soy actúa al modo de memorias, pero no parte de ella sino de sus antepasados que llegaron a California en el siglo XVIII. Todo me gusta en este libro: los datos, los detalles de ese far west domado a fuerza de civilización, los fragmentos de cartas, la descripción de fotos familiares, la voz narradora siempre desplazada del centro. Y sin embargo, no lo termino de leer. El señalador de “Dylan, discos y libros” de la galería La Favorita de Rosario (no recuerdo haberlo comprado ahí) empantanado en la página 71 indica que no llegué ni a la mitad. Ni siquiera esperé hasta un final de capítulo o un doble espaciado. Hay veces que no me entiendo.

El corazón del daño , de María Negroni. Este sí sé por qué lo dejé: porque no me gusta. El problema es que soy consciente de que hago cosas como las que conté antes y entonces no confío demasiado en mí misma, pero con este tipo de autoficciones debería hacerlo. Sé que no me va a gustar un libro que se promociona en la contratapa como “Recopilación privada; ajuste de cuentas con una madre desesperada y desesperante; desmontaje de una vida que va de la simbiosis al enfrentamiento, de la huida de la casa familiar a la clandestinidad revolucionaria”. Y sin embargo, voy y lo compro. Ahora que lo reviso para escribir esto, veo que no hay marcas ni subrayados ni comentarios ni manera de saber hasta dónde llegué. De la autora, me quedo con esos artefactos literarios que hizo como Objeto SatieArchivo Dickinson o Pequeño mundo ilustrado.

Strangers on a Train , de Patricia Highsmith. Y finalmente (tengo muchos más en la lista, estos son sólo los últimos) este libro que es abandonado cada día con monolingüe resignación y con la promesa de ser retomado en breve, cuando la lectura sea capaz de fluir con gracia, honrando la prosa de Highsmith como se debe.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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