Un libro nunca es moral o inmoral.
Está bien o mal escrito. Eso es todo.
–Oscar Wilde
En el newsletter anterior hablé de la dicotomía entre obligación y placer de la lectura en nuestro paso por la escuela, pero no sólo de educación vive el hombre. A partir de los comentarios de algunos lectores, me quedé pensando en toda la variedad de respuestas que puede haber ante la pregunta: ¿por qué leemos? No sería exagerado decir que la cantidad de razones, si no es infinita, es incontable. Cada lector tiene las suyas (las lecturas y las razones) y yo tengo las mías pero, como trabajo con la lectura, vuelvo todo el tiempo a preguntarme sobre estas cosas.
La acción de descifrar sentidos en una secuencia de signos –fija, lineal, ordenada– es algo que tenemos naturalizado pero no tiene nada de natural. Nos llevó mucho tiempo como especie llegar a esto: la capacidad de resucitar en una página o pantalla un mensaje del pasado (no importa si es un pasado cercano, casi inmediato, aun así fue escrito en otro tiempo).
Destacados
Hace un par de semanas me pasaron el PDF de La llamada, de Leila Guerriero, el perfil sobre la militante montonera Silvia Labayrú que, a poco de salir a la venta, se convirtió en “el libro del momento”: la respuesta instintiva fue empezar a leerlo. Un modo de formar parte de la conversación, me dije, pero a poco de andar empecé a preguntarme por qué seguir. La lectura no fluía.
Nada de esa experiencia se parecía a lo que había sentido cuando leí, por ejemplo, los perfiles de Plano americano o alguna de las crónicas de la misma autora. El “trabajo” de la escritura estaba demasiado presente, un obstáculo a salvar o, mejor, una molestia insistente. Como andar en bicicleta sobre ripio.
Desde que salió, se ha dicho con insistencia que el de Guerriero “es un libro necesario” (así como hace un par de años se dijo de Argentina, 1985: “es una película necesaria”). Y la verdad es que no. Ni siquiera me refiero a sus méritos, simplemente no creo en eso de que las películas o los libros sean necesarios a priori. ¿Cómo podrían serlo? ¿Necesarios para qué? ¿Quién los demanda? ¿Qué es lo imperioso?
Los que dicen que un libro es necesario reducen la escritura a un acto burocrático: algo “debía ser dicho” y hacía falta un autor para rellenar el casillero. Tal vez no se dan cuenta pero, antes que un elogio, es un ancla para ambos (el libro y el autor).
Qué importan los escritores y sus intenciones: la literatura adquiere sentido en la lectura y, como esa es una experiencia individual y siempre cambiante, no se me ocurre ninguna voltereta lógica para llegar a la necesariedad. A menos, claro, que ya no se esté hablando de literatura sino de otra cosa: política, ideología, opinión pública.
Como escribió Oscar Wilde, la literatura –como todo arte– es “completamente inútil”.
Las comunidades no leen, las generaciones no leen, los países no leen; lo hacen las personas. ¿Qué es lo imprescindible e impostergable para cada lector? Cada uno que se embarca en la lectura tendrá sus motivos, conscientes o no, pero imposibles de simplificar como manada: conocer, reseñar, evadirse, estudiar, entretenerse, posar, matar el tiempo, etcétera, etcétera, etcétera.
Personalmente, prefiero pensar en la lectura como actividad en sí misma, sin intenciones y sin utilidad. Y así es como me gusta pensar también a su contraparte necesaria: la escritura.
La única disculpa de haber hecho una cosa útil
es admirarla intensamente.
–Oscar Wilde
Elementos guardados
Días después de terminada La llamada volví a pensar en el libro de Guerriero cuando leí la Relación de ideas que Gustavo Noriega le dedicó el 28 de marzo: comprobé que su reseña hubiera sido suficiente para mí sin necesidad de leer el libro. No se me pasa por alto el uso de la palabra necesidad, soy consciente de la contradicción pero, créanme, es sólo aparente.
Noriega hizo una buena síntesis: la pintura del personaje central, las notas sobre el contexto, los apuntes sobre la voz narrativa. Ahí estaba el corazón de La llamada y, en ese resumen, todo lo que el libro tenía para ofrecerme. Me acordé entonces de Por qué leer a los clásicos, donde Italo Calvino, antes de responder, se dedica a proponer su propia tesis de lo que para él constituye un clásico en 14 puntos. El más conocido dice que clásicos son esos libros de los cuales se suele decir “estoy releyendo” y nunca “estoy leyendo”, pero el que más me gusta es este: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
Lo que tienen para ofrecer Madame Bovary o A sangre fría (por poner un ejemplo de ficción y otro de no ficción) no está en los hechos que se cuentan ni en los personajes retratados ni en el contexto ni en el mensaje ni algún tipo de utilidad sino en la escritura. Gustave Flaubert era capaz de pasar semanas enteras buscando la palabra justa y el adjetivo preciso pero su gran talento fue hacer que ese trabajo no se note en la lectura. Cuando la literatura fluye, el trabajo del escritor no se nota, mucho menos se subraya. No hay reseña, crítica o comentario que pueda abarcar o condensar a libros así y eso es lo que los vuelve inolvidables. Clásicos. Necesarios para mí.
Por eso me cuesta leer libros actuales, porque no pasaron por el filtro del tiempo y, entre tanta oferta, no soy capaz de distinguir a simple vista cuáles de ellos no terminarán de decir lo que tienen por decir cuando los haya cerrado. No es más que una experiencia de lectura, no pretende ser universal ni mucho menos prescriptiva (tampoco lo es en Calvino, a pesar del título), porque cada uno lee lo que tiene ganas entre los demasiados libros que hay en el mundo y se publican cada día.
Todas las nuevas ideas
se encuentran en los viejos libros.
–G. K. Chesterton
Favoritos
El año pasado se reeditó, justamente, Los demasiados libros, del mexicano Gabriel Zaid, que parte de la constatación evidente de que se publica mucho más contenido de lo que cualquier lector podría ser capaz de abarcar. El adjetivo es pertinente. No son muchos, son demasiados: algo que en número, cantidad o intensidad, resulta excesivo.
Habla de una “grafomanía universal”, algo así como la manía de publicar sin más, aun partiendo desde la convicción de que “la mayor parte de los libros que se publican no interesan a 30.000 personas ni regalados”.
Ni regalados.
Hace unos días, un par de periodistas culturales, de esos que reciben envíos de las editoriales, hablaban de esto: ¿qué hacer con las pilas de volúmenes que les llegan?, ¿qué destino hay para esos libros que no quieren ni regalados? Contaron la costumbre de un conocido periodista (lamentablemente, me olvidé el nombre) que suele o solía (no me acuerdo si está vivo o muerto) desembarcar en las librerías de calle Corrientes con su valija de novedades para monetizar pero, para los demás, el problema es la escasez de espacio en sus estanterías. Como sabe cualquiera que tenga cierta tara con los libros, el fetichista puede tolerar no leer un libro pero nunca deshacerse de él. También están las almas nobles: los que dicen que donan a bibliotecas (si agregan el adjetivo “populares” después, más nobleza todavía). Sin embargo, podemos imaginar que los socios hipotéticos de esas bibliotecas también se guardarán el derecho de prescindir de los libros prescindibles.
No hay nada que hacerle, hay libros que no se leen. Ni regalados ni prestados. El de Zaid (que no pudo contenerse y escribió uno aunque ya haya demasiados) empieza con una afirmación que grafica el problema: “Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores, en proporción aritmética”.
Los demasiados libros es de 1972 así que, a la cuenta que hizo Zaid, hay que actualizarle medio siglo: “Si, en el momento de sentarse a leer, se suspendiera la publicación de libros, un lector necesitaría 300.000 años para leer los ya publicados”. Y eso sólo con lo ya escrito. Hacia adelante las proyecciones son estas: en 2052, sólo en Estados Unidos, habrá 148 millones de autores y 129 millones de lectores.
¿Por qué se sigue publicando tanto, por qué el mundo está atestado de libros que, en su mayoría, tienen el destino de la trituradora, el reciclaje de papel o, en el mejor de los casos, de las mesas de saldos? ¿Por qué yo, irresponsablemente, acabo de escribir uno? ¿Por qué una editorial lo publicó? No tengo idea, necesito respuestas.
Me gusta
Cuando en Atenas surgió el mercado del libro, donde podían conseguirse textos por uno o dos dracmas, el primero en horrorizarse fue Sócrates, quien, aunque fue el autor de cabecera de Menem, jamás escribió una línea. Confiaba mucho más en la conversación que en la palabra impresa.
Si uno les pregunta algo a los libros, dijo, no responden.
Miles de años después, confiamos en la palabra impresa porque es siempre igual y desconfiamos de la oralidad porque se puede decir una cosa y al otro día la contraria sin ponerse colorado. Pero no era eso lo que reivindicaba Sócrates. Ni la chicana, ni la diatriba, ni el oportunismo: lo que le gustaba era el diálogo socrático, que por algo lleva su nombre.
“Las palabras escritas parecen hablar con uno como si fueran inteligentes pero si se les pregunta algo para saber más, siguen repitiendo lo mismo”. (Tratándose de las palabras de un señor que no escribió nada, estas comillas deben ser tomadas con pinzas.) Su problema con los libros estaba en su inmutabilidad: dicen una cosa y no están dispuestos a cambiar de parecer después de un intercambio de ideas.
Me dispersé un poco. Volviendo a los libros y a los clásicos –que a esta altura ya sabemos que no son lo mismo–, me gustaría contarle a Sócrates que, con el tiempo, la literatura va a dejar de ser algo que se conversa en el ágora y se canta en las plazas para quedar sujeta a la palabra escrita en forma definitiva. Se van a crear verdaderas obras de arte, objetos únicos que nunca terminan de decir lo que tienen que decir.
Nos vemos en quince días.
Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla martes por medio).
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.