Matt Hancock es un político británico conservador que se desempeñó como Secretario de Salud entre junio de 2018 y julio de 2021, lo que implica que estuvo a cargo de la salud pública de las islas durante el primer año y medio de la pandemia. Suyas fueron las oscilaciones en la materia de la política del gobierno de Boris Johnson y suya fue también la evidencia de que era imposible cumplir con las restricciones que como funcionario les imponía a sus conciudadanos. En julio de 2021, pese a que preconizaba la “distancia social” para todos los habitantes del país, se lo vio fotografiado en su oficina besándose clandestinamente con su secretaria. Al poco tiempo debió renunciar.
Como en el caso del cumpleaños de la mujer del presidente Alberto Fernández, lo que se demostró no fue sólo que muchos de los funcionarios eran hipócritas –dato conocido o imaginado– sino algo más importante y que no se analizó en su debido momento: que las órdenes de aislamiento eran imposibles de cumplir. No hay nada intrínsecamente malo en festejar cumpleaños ni en besarse con una persona fuera de su casa: son decisiones personales. Aunque el mundo se venga abajo, la gente va a reunirse para alguna celebración o tratará de tener contacto erótico con quienes lo deseen. Lo absurdo fue haber llegado al punto en que esas acciones privadas se convirtieran en delito. Ellos lo determinaron así y ellos incumplieron su propia ley.
Luego de la gestión, Hancock volvió a su banca de representante y formó parte de un reality (I’m a Celebrity… Get Me Out of Here!). Mientras tanto, decidió escribir un libro sobre su experiencia pandémica y para ello contrató a una periodista, Isabel Oakshott. Como parte de la preparación del libro, Hancock le entregó a la periodista toda la documentación posible incluyendo todas sus charlas de WhatsApp relacionadas con el manejo de la pandemia. Luego de la publicación del libro de Hancock (que fue un fracaso), Oakshott, viendo que los más de cien mil mensajes revelaban más de lo imaginable sobre las decisiones políticas tomadas, se los entregó al Daily Telegraph, quienes las publicaron en una serie de notas agrupadas bajo el nombre de Lockdown Files (“Archivos de la cuarentena”).
Frente a este suceso se abren dos líneas de conversación: sobre el mensajero y sobre el mensaje. La acción de la periodista Isabel Oakshott –la mensajera– es muy cuestionable éticamente: claramente traicionó la confianza de su empleador. Ella argumenta que siempre fue una “escéptica de la cuarentena” y que la revelación de los archivos era de interés público. En esta entrevista, además, afirma que el periodismo no había hecho su trabajo durante la pandemia, afirmación con la que no podemos estar más de acuerdo, especialmente analizando la experiencia en Argentina. Si el periodismo nunca buscó la verdad y las comisiones de investigaciones armadas ad hoc pueden demorar eternamente los resultados, dice Oakshott, lo que corresponde es exponer estos archivos privados.
Por el otro lado, el interés público del caso es innegable. Las conversaciones revelan el desconcierto, la falta de una orientación clara, las dificultades de encontrar en la ciencia una guía a seguir y, sobre todo, la búsqueda del mecanismo de insuflar miedo en la sociedad de manera de conseguir una obediencia inédita. Los Lockdown Files vienen a ejemplificar de manera clara y contundente lo que Alejandro Bonvecchi explicaba en la última edición de Seúl:
En eso consistió la tragedia de la toma de decisiones de política pública durante la pandemia: en que todos los participantes del proceso decisorio hicieron lo que hacen siempre, actuaron sobre la base de los mismos incentivos buscando maximizar lo que consideraban como sus beneficios tomando en cuenta únicamente su situación. Las élites estaban preparadas para tomar un evento catastrófico y convertir su –en principio– incierta probabilidad en certeza, y sobre esa base desplegar todo el poder del Estado para regular la vida social, reclutando para ello a la mayoría de los individuos que, bajo el influjo del terror diariamente confirmado, operaron como efectivos agentes para disciplinar a sus semejantes aún en las más insignificantes de sus acciones.
Un ejemplo particular de esa búsqueda del provecho propio lo da una de las charlas por WhatsApp de Hancock, que se resiste a reducir el tiempo de aislamiento de los contagiados porque eso sería “reconocer que lo que hicimos hasta ahora no servía”.
A medida que el recuerdo de la pandemia se va alejando en el tiempo y de que la sociedad no tiene ningún deseo de revisar el asunto, se hace más fácil revelar detalles de lo que sucedió y que en aquel momento se mantuvo en secreto. A los archivos revelados por el Daily Telegraph hay que sumarles las directivas dentro de Twitter para suprimir y castigar aquellos discursos relacionados con la pandemia y que no eran considerados oficiales. Los archivos fueron liberados por Elon Musk y analizados y expuestos por periodistas de la talla de Bari Weiss y Michael Shellenberger. No sólo se persiguió a autoridades de la ciencia, como el propio doctor Jay Bhattacharya, sino que los algoritmos fueron programados de tal manera que algunas afirmaciones y algunos tuiteros en particular tuvieran una visibilidad menor. Esta nota de Infobae resume el caso con datos realmente sorprendentes:
Según Weiss, en una de las tantas “listas negras” creadas se incluyeron a varias personalidades y activistas importantes, entre ellas: al profesor de medicina de Stanford, Jay Bhattacharya, quien argumentó que “los encierros del COVID-19 perjudicarían a los niños; al presentador estadounidense Dan Bongino y al activista conservador Charlie Kirk.
“La red social negó que haya hecho tales cosas”, agregó Weiss.
Indicó, además, que Twitter usó filtros de visibilidad para “suprimir lo que la gente ve a diferentes niveles”, se bloquearon las búsquedas de usuarios individuales, se limitó el alcance de determinados tuits y se suprimieron publicaciones de internautas para que no aparecieran ni en las tendencias ni en los hashtags de la plataforma.
También circuló en estos días la noticia de que oficinas importantes del gobierno norteamericano estaban considerando más seriamente la hipótesis de que el virus del covid haya salido de un laboratorio y no haya provenido de un salto zoonótico en un mercado de animales. Esa hipótesis no podía ser enunciada con claridad en las redes sociales y fue considerada durante cierto tiempo como “conspiracionismo” y “terraplanismo”. No tengo la menor idea de su credibilidad, no tengo elementos para tomar partido ni tampoco me quedan claro cuáles son las consecuencias de este engaño pero queda claro que durante la pandemia las posibilidades de discutir todos los temas libremente fueron cercenadas de manera intencional por los gobiernos y los foros públicos (como las redes sociales) con el consentimiento y aplauso de buena parte de la sociedad.
Mientras tanto, en nuestro país, hace relativamente poco, un grupo de los científicos que contaban con el beneplácito del poder y cuyo discurso no sólo no era combatido sino por el contrario era santificado por el Gobierno y los medios, no tuvo mejor idea, en enero de 2023 cuando a todos los efectos prácticos la circulación del virus era negligible, que denunciar las “fake news” y amenazar que si no eran perseguidas, “se ponía en peligro el fin de la pandemia”. La carta tiene más de dos meses, no se tomó ninguna medida en la Argentina restringiendo la libertad de expresión y lo cierto es que la circulación del virus no volvió a aparecer en el radar sanitario. Tampoco, hay que decirlo, tuvo la menor repercusión. Fue otra instancia de la famosa conducta ejemplificada por el japonés en la isla que no se entera de que la guerra terminó.
Esa carta sigue los lineamientos de la campaña oficial durante la pandemia: inocular miedo en la sociedad y tratar de controlar el libre debate. Entre los nombres firmantes (todos consignando su grado académico) aparecen buena parte de los “expertos” que veíamos diariamente en los medios durante los dos años de pandemia: Dra. Marta C. Cohen, Dr. Eduardo L. López, Dr. Marcelo Leguizamón, Dra. Diana Salmun, Dra. Laura Bover, Dra. Adriana Bukstein, Dra. Graciela Remondino, Dr. Mario Leventer, Dr. Mario Saucedo, Dra. Mónica Vázquez Larson (abogada), Dra. Sandra Schnorr, Dr. Rodrigo Quiroga, Dr. Víctor Romanowski.
Así es como en el resto del mundo se van mostrando las cartas y vamos sabiendo el grado de ocultamiento que ejecutaron los gobiernos, aquí nuestros especialistas siguen apostando a su coyuntural prestigio. Intuyo que unos Archivos de la cuarentena argentinos revelarían por parte de los “expertos” una dosis extraordinaria de confusión e improvisación. Sin embargo, nunca los sabremos. ¿Será necesario alguien con la falta de escrúpulos de Isabel Oakshott?
Saludo final.
Con esta edición de Relación de Ideas nos despedimos de la revista Seúl. A partir de la semana que viene, este newsletter será parte de un proyecto personal más grande del cual haremos saber prontamente en nuestras redes sociales. Seguiremos formando parte de Seúl, colaborando en las ediciones dominicales.
Este newsletter fue un extraordinario lugar de intercambio y encuentro con los lectores que yo jamás habría imaginado por mi cuenta. Fue una idea de Hernán Iglesias Illa, editor general de la revista, a quien nunca podré estar suficientemente agradecido. Quiero saludar también a los editores Diego Papic y Eugenio Palopoli, amigos y excelentes profesionales. Y por último a los lectores, que me hicieron sentir que las botellas al mar que tiraba quincenalmente tenían receptores muy bien predispuestos. Los invito a seguirme acá en Seúl, la revista que todos necesitábamos, y en mi boliche propio, del cual pronto tendrán detalles. Gracias… totales.
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