La aventura interior

#28 | Nadie nos vio venir

No habremos sido potencia, pero fuimos tan ricos que hasta el francés más distinguido se sintió en jaque.

Todo lo que es nuevo engendra sospechas, pero si es plata es un escándalo. Que un país tan joven como el nuestro, criado en el caos de guerras intestinas a orillas del fin del mundo, pudiera irrumpir en pleno centro con el aplomo que tienen los millonarios desconcertó a medio Europa.

Puede usted imaginar, anhelado lector, lo que habrá sido para un parisino de 1880 toparse un criollo acaudalado por la rue de Rivoli. Vea la cara del francés frente al desparpajo de nuestro espléndido compatriota que avanza arrastrando su fortuna como si fuera eterna, como si pudiera ir perdiéndola detrás de cada paso sin nunca agotarla.

Los galos, espectadores forzosos de nuestro imponente desembarco, se conformaron con arrebatarnos la singularidad del sur y del río y agruparnos junto a brasileños, venezolanos y cubanos bajo el mote fantasioso de “rastacueros” (en francés rastaquouères ). La imagen –por si le resulta esquiva– evoca la silueta legendaria (¿irreal?) de quien camina levantando polvo con su larga cola de jirones de cuero: un personaje ridículo, de origen turbio, al que la riqueza de la curtiembre, como un estigma, vuelve visible, fácil de detectar.

No fuimos los únicos extranjeros que los franceses, muertos de envidia, vieron llegar con más holgadez (o más astucia) de la que hubiesen preferido tolerar. James de Rothschild, sin ir más lejos, no tenía veinte años cuando apareció en París en 1811 con sus valijas llenas de estrategias financieras y strudels de manzana horneados con amor. Para él, que venía del ghetto de Frankfurt, poder moverse con libertad por todas partes y alquilarse, como hizo, un departamento en la rue de la Paix, era inaudito.

Elegante y culto, no tardó en convertirse en el regio banquero de reyes y gobiernos. Cuando los desfachatados rastacueros empezaron a poblar Maxim’s, James ya había coronado su gloria con el fastuoso château des Ferrières . Al lado de un Rothschild, cualquier Anchorena era un mamarracho, un faux noble que copiaba mal aquello que intentaba poseer mientras el judío avanzaba sobre los salones aristócratas sin dejar de ser quien era.

Fotografía de prensa (28 de junio de 1925): el vicomte d’Harcourt (izquierda) y James Armand Edmond de Rothschild (centro), en el hipódromo de Vincennes (Longchamp).

De una abundancia insensata, venidos de un día para otro del fondo de la nada, un desierto lejano y verde lleno de horizonte y de vacas, los jóvenes argentinos eran tiernos exhibicionistas del lujo. Perdían el tiempo tirando rulitos de manteca al techo para paliar el ennui o lavándose los pies con champagne en los mejores hoteles y restaurantes de París. Eran tan ricos que podían permitirse una puesta en escena de la elegancia que de elegante no tenía nada; quizá lo que más irritara a los franceses (se me ocurre después de hojear Les Rastaquouères : études parisiennes , de 1883) fuera –mucho más la ropa, que el brillo, la ostentación y el despilfarro– el brutal afrancesamiento de los porteños mientras el menor de los Rothschild conservaba intacto su acento germánico.

La conocida expresión riche comme un Argentin se acuña en los mismos años en que James consolida la rama francesa del imperio familiar. Si bien ambos éramos vistos desde la paranoia xenófoba como perfectas amenazas, sólo nosotros éramos extravagantes y misteriosos. No despertábamos, como los Rothschild, admiración y rechazo sino fascinación e ironía. Ellos tenían palacios y arte; nosotros, tierras y carne. La plata súbita y el prestigio sin tradición debió de volver locos a los franceses, eso tenían en común un barón judío de Frankfurt convertido en banquero imperial y un millonario anónimo llegado del último rincón del planeta.

En Les Vingt et un jours d’un neurasthénique (1901), el escritor Octave Mirbeau, ferviente defensor de Dreyfus, denuncia con gracia el populismo aristocrático de los franceses rancios y decadentes que desprecian al extranjero. En una sobremesa, un marqués chauvinista volcado a la política se burla del atuendo del candidato socialista y dice: “¿Acaso los verdaderos amigos del pueblo se visten con levita como los extranjeros, como los rastacueros y los judíos?” Una amalgama difícil de obviar.

Sobre Octave Mirbeau, por otra parte, basta una anécdota para que usted, querido lector, también pueda sentirlo cercano aunque no lo conozca: es el que paga la deuda de su amigo Émile Zola, cuando lo acusan de difamar al Ejército con su artículo J’accuse, publicado en enero de 1898, y lo condenan a prisión.

Octave Mirbeau retratado por Dornac hacia 1900 en su estudio, como parte de la serie «Nos contemporains chez eux».

El rastacuero tiene su opuesto perfecto en Don Segundo, que se queda tierra adentro y es, como decía Macedonio Fernández, “el hombre de mundo” por excelencia, al que hacer nada le queda bien. Raucho, en cambio, personaje del joven heredero de campo que pierde su fortuna en Montecarlo, se vacía en un mar de estímulos espurios. Hay dos manuscritos en la Biblioteca nacional de Francia donde los rastacueros devienen delincuentes: un guion de Pathé Frères de 1911 y una sátira del poeta que adoraban Borges y Bioy, Paul-Jean Toulet, que se titula «L’École des rastaquouères».

Nada se castiga más que el arribismo, mezcla de dinero rápido y falta de refinamiento. Toulet es tan desgraciado que al personaje que llega de “Buenos-Ayres” le pone de nombre Da Silva. Abundan las descripciones de su estilo malogrado, pero ningún autor francés, por más despierto, habría osado imaginar la elegancia del gaucho santafesino.

No habremos sido potencia, pero fuimos tan ricos que hasta el francés más distinguido se sintió en jaque. Nos faltaba pasado y nos sobraba esnobismo, pero fuimos capaces de ser libres, de animarnos a pisar fuerte donde no nos conocía nadie. Fuimos los otros, los extranjeros, los sospechosos, los que nadie vio venir pero acá están.

Tipos argentinos en Santa Fe, 1886. Fotografía de Pedro Tappa (1840–1907).

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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