Lo de hoy está armado a partir de un par de coletazos de lo que pasó en estas semanas. El primero recupera algunas cosas en las que me quedé pensando a propósito de Vargas Llosa y el segundo tiene que ver con las respuestas y comentarios a la entrega anterior de este newsletter, «Los libritos se quedan ».
Vargas Llosa en la bibliografía
Este año cumplo 30 como profesora en la Universidad, en la carrera de Comunicación Social (sí, en Rosario el nombre es este, con el adjetivo sesentoso por detrás, pero sin la pátina científica de la UBA) y en ese tiempo pasé por instancias muy diferentes en el oficio de la enseñanza. Hay una que me da muchas satisfacciones y es el Taller de Lectura y Escritura, una materia electiva por la que los alumnos pueden optar en el ciclo superior, cuando están cursando cuarto o quinto año, y que empecé a dar en 2018. La armé con esa soltura que sólo se puede tener de grande, o de vieja, que es otro modo de nombrar lo mismo, cuando podés ver que algo falta y que ese algo les vendría bien a unos chicos que están saliendo de la adolescencia, que eligieron una carrera incierta, que se preguntan por la salida laboral, que vienen escuchando hablar desde hace años de los medios hegemónicos, que escriben en pirámide invertida, que leyeron a Saussure, a Marx, a Adorno y Horkheimer, a Foucault, a Deleuze.
Me pregunté qué pasaría si en Comunicación nos tomamos un rato largo para hablar de literatura, que es mucho más que un “tema”, si nos preguntamos cómo están hechos los textos y los leemos y los desarmamos como si fueran un artefacto, si ensayamos modos de decir, si probamos la potencia creadora del plagio, si nos sacamos de encima la presión por la originalidad y caminamos mansos hacia el oficio.
También la armé, es claro, para sacarme el gusto.
Cómo se van a perder la oportunidad de conversar sobre los narradores poco confiables de Borges, de explorar el alcance de una escritura aparentemente despojada de juicios y valores como la de Ágota Kristóf, de ensayar la teoría del iceberg, de trabajar la temporalidad como lo hace Pedro Mairal en su cuento «Hoy temprano», de escribir con restricciones como Perec, de leer más allá de Rodolfo Walsh y preguntarse qué había del nuevo periodismo ya en Homero.
Hay dos ideas muy asentadas sobre las que hay que andar, para desmontarlas. Una es la soberanía del yo, como si no supiéramos que todo lo que escribimos lo escribimos con la tradición literaria soplándonos la nuca. Y otra es la ilusión de correspondencia entre las palabras y las cosas.
Más allá de todas las teorías y filosofías del lenguaje que puedan estudiar, no hay nada mejor que la literatura para hacerlo carne: saber que elegir unas palabras y no otras marca la diferencia entre un texto olvidable y uno siquiera atendible.
Para eso me gusta empezar con Vargas Llosa.
La verdad de las mentiras se publicó en 1990 y reunió los 25 prólogos que el autor había escrito para la Biblioteca de Plata, una colección de narrativa del siglo XX, que dirigió para el Círculo de Lectores y se reeditó 12 años después con diez autores más, conformando una especie de canon Vargas Llosa. La introducción a este libro es un gran texto y empieza con el autor contando que, desde que escribió su primer cuento, le han preguntado si lo que escribía “era verdad”.
Hay lectores que tienen una fijación con eso. Que lo que se cuenta haya sucedido y, si es posible, que le haya sucedido al autor, agrega para ellos una pátina de VERDAD que ennoblece a los textos. Pero, ¿cómo podría ser verdadera una prosa o dejar de serlo?
La literatura siempre miente y eso es así aunque, para usar la fórmula más extendida, esté basada en hechos reales. Miente porque está hecha con palabras.
“No es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas”.
Cuando llegamos a este punto en el taller, les pido a mis alumnos que volvamos atrás. Releemos: “que esté hecha de palabras”. En la literatura, los criterios de verdad y mentira son estrictamente literarios, nunca referenciales. Seguimos:
“Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe”.
Parece una obviedad pero no lo es y actuamos como si el lenguaje no le hiciera nada a los hechos. Escribí algo de esto (y lo escribí cortito porque así era la consigna, todo profesor es talibán de las consignas) el domingo para Seúl : las novelas de Vargas Llosa parten de hechos reales y su estilo consiste en la invisibilidad. El arte de su escritura es que, una vez leída bajo su forma, esa historia no puede ser percibida de otra manera que como él la contó.
Empezar las clases en la facultad sobre la verdad y la mentira, sobre los hechos y sus versiones de la mano “del cuestionado Vargas Llosa” se ha convertido, así, en una de mis dichas docentes.
Mi otra actividad, la escritura, me depara gustos varios. Acá voy a compartir el más reciente.
Sobre los libritos de Spivacow
Lo más lindo del newsletter como formato (¿o será un género?) es la respuesta directa. Si al que lee lo leído le remite a algo propio, si le molesta, si quiere agregar algo, si le queda resonando una palabra o un tema, agarra y escribe. No nos hemos detenido suficiente a pensar en esta fórmula lingüística argentina (el verbo agarrar + y + el verbo que lleva la carga de la acción) que no entiendo bien si se usa para enfatizar o demorar a ese segundo verbo. Volviendo a lo que decía, hay gente que, después de leer el newsletter, agarra y contesta el mail; leo y contesto cada uno de los que llegan, siempre a sabiendas que alguno se me puede traspapelar, pero esta vez se me ocurrió también compartirlos por acá.
Porque sí.
Diego mostró dolor y arrepentimiento: “Mi viejo era un gran coleccionista de fascículos y yo todavía lloro la colección casi completa (me faltaban muy pocos números) de la revista Pelo que, en un ataque que al día de hoy no le encuentro explicación racional, vendí por unos pocos mangos en el Parque Rivadavia”.
Silvia agradeció que, con la mía, hubiera contado su propia historia de libros a los que no dejó ir.
Cecilia también hizo un recorrido de sus libros: “Los de Losada y esos, flacuchos, con las páginas ya amarillentas y algunas anche comidas por las cucas, tampoco se van! Están, también, en un extremo por allá arriba (en mi biblioteca de arriba, la de los empolvados, porque jamás llego a alivianarles la carga de tierra), los de la carrera de Letras, y estarían también los de Centro Editor si no fuera que tuve el placer de obsequiárselos a dos exalumnos. También las revistas, incluidas Hortensia y Satiricón… más la colección completa de Crisis (o nombre similar) que quemamos en el fondo de la casa paterna porque la prohibieron (muchos libros, en cambio, fueron confinados en algún recodo de la costa del Salado, donde un abnegado tío ofició de sepulturero)”.
“¡Tengo los mismos libritos por todos lados!”, escribió Adriana y me contó que cada vez que amaga con tirarlos, agarra y abre uno: Cuentos argentinos , empiezo un cuentito, me atrapa… se quedan todos. Otro día empiezo por los poemas de Baldomero Fernández Moreno, y no, esto ya no; empiezo a armar la pila para llevarlos a la biblioteca pública de mi barrio, pero hoy no hay tiempo, el sábado voy temprano. Pasan un par de semanas. Y vuelven a su lugar”.
Alfredo escribió una foto de sus bibliotecas, ya perdidas: “Tantos de esos libros extraño ahora, los fascículos sobre el sindicalismo, la historia nacional, la literatura (me quedaron tres gruesos tomos de la Historia de la literatura, junto con una colección casi completa de Pintores argentinos ). Era otra gente, por muy lejos, la que esperaba cada quincena para ir al quiosco para comprar un fascículo y el librito que lo acompañaba, herramienta educativa invaluable porque era imposible para un laburante comprar los tomos de las obras completas. Fue otra sociedad la que parió Humo(r), Sex Humo(r), Satiricón, Tía Vicenta, Hortensia”.
Patricia cuenta sus propios acumulables y también evoca tiempos idos: “Soy una de las tantas personas nacidas en la segunda mitad de los ’50 y que transcurrieron su infancia en los ’60. Soy hija de esa cultura de fascículos que salían semanalmente en los quioscos. Aprendí tanto de todos ellos. Tengo toda la colección de Capítulo y otras que sacó el Centro Editor. Van conmigo en las mudanzas. Hay otra colección, infantil, que conservamos con mi hermana y amamos con el alma: Fabulandia”.
Verónica hizo su confesión: “También yo acumulo mudanzas con esos libritos de cualquier manera en los estantes. Ahora se mojaron con la inundación. Quizá alguno se salve. Igual, con esta historia ya tienen un dignísimo cierre. Los despediré con un brindis a la memoria de Boris”.
A Elber le dio pena que mi señor esposo se hubiera visto obligado a desprenderse de sus colecciones de revistas: “Tengo tres tomos encuadernados, fui como el tío, con revistas Humo(r). ¿Se los puedo regalar a tu marido?” Claro, como no tiene más lugar en su casa igual que yo, se hace el generoso con espacio ajeno. (Acá debería ir un emoji o sticker o jajajases para indicar guiño, guiño.) ¡Gracias, Elber! Cuando vaya en mayo a Buenos Aires los paso a buscar.
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