¡Hola! Espero que estés bien. Tenía material para otro newsletter sobre la angustia de cumplir 50 (el otro día compré mis primeras pastillas contra el colesterol), pero creo que hoy me voy a disfrazar de señor serio y hacer un poco de crítica cultural estándar, como la que hacen los adultos.
Hace unos años, durante el momento de mayor popularidad de Black Mirror, una cosa que se valoraba mucho sobre la serie era su capacidad para hacer crítica social a pesar de estar planteando escenarios en el futuro. En general esa crítica era sobre la tecnología y sobre su influencia, casi siempre negativa, en nuestras vidas. Los episodios de la serie, que casi siempre tenían un final infeliz, mostraban, un poco como advertencia, otro poco como pronóstico, cómo la tecnología podía irse de nuestro control y, a pesar de su promesa benigna inicial, arruinar nuestras vidas y, peor, nuestra esencia como seres humanos.
Como muchas ficciones distópicas, lo que Black Mirror decía ver en el futuro en realidad lo veía en el presente: su objetivo era menos alertar sobre el rumbo de la tecnología sino mostrar o criticar algo que ya estaba pasando, con las redes sociales, las apps de citas, la inteligencia artificial, los smartphones y muchos otros temas. La serie tuvo éxito y prestigio, la prensa seria de todo el mundo la elogió como se elogian casi siempre (“complex social commentary”) a los productos que critican al capitalismo neoliberal y la vida zonza de los occidentales, a quienes ya no nos importan ni la religión ni la revolución y por eso nos obsesionamos con los gadgets.
A mí Black Mirror, que vi casi entera y me gustó, me impresionó también por otra cosa. No sólo por cómo reflejaba los problemas de nuestra vida en sociedad sino por cómo reflejaba los miedos de nuestra vida en sociedad. Sus episodios se presentaban en la superficie como confiados y seguros, pero por debajo yo los notaba ansiosos, casi paranoicos, incapaces de procesar lo que estaba pasando. De una manera parecida había visto también, mucho antes, La dimensión desconocida, inspiración explícita de Black Mirror, donde quedaba todavía más claro que la serie reflejaba menos la realidad de los ‘60 que los miedos de los ‘60. Era relevante para una ficción distópica de aquellos años imaginar un futuro pos-guerra nuclear o invadidos por extraterrestres o controlados por robots, porque ésos eran los miedos de la Guerra Fría, la carrera espacial, las primeras computadoras. Por eso creo que así como uno jamás vería ahora La dimensión desconocida para entender cómo se vivía en 1962 en Occidente (pero sí para ver a qué se le tenía miedo en 1962 en Occidente), en 15 o 20 años miraremos Black Mirror no para entender cómo vivíamos en la década de los 2010s sino a qué le teníamos miedo en la década de los 2010s. Y probablemente nos reiremos mucho de a qué le teníamos miedo.
El reino de Dios está lejos
Estuve pensando en estas ideas anoche mientras miraba la segunda temporada de El reino, la serie de Netflix sobre un pastor evangélico (Diego Peretti) que llega a presidente de la Nación. Aunque no es de ciencia ficción, la serie sí imagina una Argentina en el futuro cercano dominada por poderes oscuros (económicos, mediáticos, judiciales), manipulaciones sociales tecnológicas y un presidente integrista religioso que quiere, entre otras muchas cosas, volver a prohibir el aborto, cerrar las universidades del conurbano, meter presos a gays y lesbianas.
Me hizo acordar a Black Mirror y a La dimensión desconocida porque, más allá de sus méritos artísticos (que son pocos, ya hablaré de eso), es menos jugosa como radiografía política que como una radiografía de los miedos progresistas de esta época, más específicamente los miedos de un grupo social que se había cansado del kirchnerismo, se sintió revivir haciendo antimacrismo, apostó todo a Alberto y ahora está absolutamente perdido. Si la vemos dentro de unos años aprenderemos poco sobre la Argentina actual, pero aprenderemos algo más sobre a qué le tenía miedo la intelligentzia cultural de estos años.
Escrita por Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro, dos emblemas de la intelectualidad progresista reciente, El reino es pura paranoia y soledad: la Argentina va rumbo a ser dominada por un populista de derecha apoyado (o dominado) por poderes hegemónicos idénticos a los denunciados el martes por Cristina Kirchner y no hay nada que la gente buena pueda hacer para evitarlo. ¿Nada? Bueno, no. Por un lado, se pueden hacer series de gran presupuesto y elenco estelar para alertar a los clientes de Netflix de que en nuestro país se vienen tiempos oscuros. Por otro, queda en la serie un pequeño grupo de personajes de bondad absoluta, aislados pero militantes, que se dicen entre ellos cosas como: “Vamos a resistir con todas nuestras fuerzas. ¿Qué van a hacer? ¿Matarnos a todos?” Es como si hablaran los propios guionistas ante el panorama electoral de este año.
El más bueno de los personajes es Tadeo (Peter Lanzani), transformado en esta temporada en un arquetipo que los críticos de izquierda anglosajones llamarían un white saviour, una persona blanca de clase media que libera o rescata personas no blancas pasivas y se transforma en un héroe de la pantalla. Una especie de Juan Grabois igual de solemne pero sin agresividad ni marco teórico, Tadeo arranca la temporada en la Puna, rodeado de tres o cuatro fieles, adorado por los habitantes mudos del altiplano, y termina, después de una larga travesía, en Buenos Aires, donde [¡spoiler!] se martiriza por y para denunciar a los poderosos, como aquellos adolescentes católicos porteños que iban a Santiago del Estero en los ‘60 y volvían con ganas de hacer la revolución. Las vibraciones peronistas se transforman en explícitas con el último plano de la temporada, una pintada que dice TADEO VIVE en las paredes del Palacio de Justicia mientras los tanques de la nueva dictadura circulan por las calles de Tribunales.
Habrá alguno que me dirá: “Eh, no seas amargo, no analices la serie en clave política, relajate y disfruta”. Y me sentiría aludido. Pero es la propia serie la que está todo el tiempo bajando línea y presentándose a sí misma como un documento político. Los propios Piñeiro y Piñeyro, cuando les preguntaron por sus motivaciones para escribir El reino, casi no hablaron de otra cosa que de razones políticas y su voluntad por hacer un llamado de atención ante el avance de las derechas extremas. Si ellos lo hacen, si la propia serie dice en cada escena “estamos acá para hacer política”, ¿por qué no lo voy a hacer yo? Con lo divertido que es. Y encima en un newsletter, un género que, como me dijo hace poco Esteban Schmidt, “prescinde de la redondez”.
Un hernanii sobre cinco
Más allá de su contenido político, que, como ya dije, refleja más la paranoia progresista que la situación política argentina, ¿la serie está buena? ¿Es narrativamente potente, genera intriga, construye personaje con deseos y objetivos por los que uno hincha a favor o en contra? None of the above. Es narrativamente débil, no genera intriga (a pesar de que está en juego la democracia misma) y los personajes son casi todos maquetas cínicas o desagradables que toman decisiones incomprensibles (a falta de uno, hay dos que resuelven sus frustraciones haciéndose bisexuales en los últimos diez minutos de la temporada). Los que son malos políticamente son horribles en su vida privada: al presidente de la Nación le gusta tener sexo con niños (aunque jamás es un tema de sus largas peroratas confesionales) y a su asesor estrella (Joaquín Furriel), gerente de los poderes concentrados, malo-malísimo, es un [¡spoiler!] violador y asesino de mujeres. Un hijo sano del patriarcado, como decían las chicas en 2018.
Podría seguir, pero voy a parar. Las contradicciones son infinitas; los non sequiturs, constantes. En un momento el presidente Peretti arma a su alrededor una especie de Triple A caricaturesca (con brazaletes punzó incluidos) cuyos líderes dicen todo el tiempo “invertidos”, “patria”, “comunismo ateo”, “cruzada santa”, como para que no queden dudas. Hay unos asesinatos que salen en vivo por televisión y el Presidente está después hurgando por la Casa Rosada (tuvieron mucho acceso: reconocí salones, escaleras, pasillos) buscando tipos que llevan varios minutos muertos. Es el último argentino en enterarse de que ya no es presidente.
Me despido con un párrafo de la crítica de Santiago García a la primera temporada de El reino, que volvió a compartir ayer en Twitter antes de anunciar que se negaba a ver la segunda. Dice lo mismo que yo pero mejor y en menos caracteres:
El guion tiene un sinfín de problemas, desde la lógica y la coherencia de los eventos a los diálogos más infantiles y tontos que alguien pueda imaginar. Una bajada de línea tras otra, varias chicanas muy mediocres y una notable cobardía para describir los males de la Argentina sin acercarse ni por asomo a los males del país… Los realizadores son absolutamente incapaces de mirar lo que pasa acá y prefieren armar una ensalada progresista esquivando la verdad sobre nuestro país en los últimos veinte años. Es difícil concebir un guion con una mayor deshonestidad intelectual. Si la idea es hacer negocios, se entiende, si la idea es reflexionar sobre la realidad, son unos hipócritas.
Black Mirror también bajaba línea, pero se permitía jugar y encontrar humanidad y belleza incluso en momento terroríficos. No era de principio a fin una denuncia contra Steve Jobs y Mark Zuckerberg. El reino no sólo no logra este equilibrio, sino que apenas lo intenta. Lo único que tiene para decir es que se viene la nueva derecha, ayudada por los poderosos de siempre, y que los buenos tendrán que unirse a la resistencia con el rosario en una mano y el fusil en la otra. Para decir eso podrían haber escrito una nota en Anfibia. Quedará, si queda, como un documento sobre la perplejidad y la desorientación de la cultura post-kirchnerista. Con suerte, algún alumno de doctorado de Michigan o Arizona le escriba una tesis.
Gracias por leer. Te escribo otra vez dentro de dos jueves, quizás cuento mejor lo del colesterol. ¡Nos vemos!
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