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#27 | El tamiz del tiempo

Ver películas actuales es como pasar el mediomundo por el Riachuelo.

Igual que ustedes y que el mundo entero, me precipito hacia el periodismo.
–Witold Gombrowicz

Estoy cada día más convencido de que ver cine contemporáneo (digamos, de esta década del ’20) es una pérdida de tiempo. Este newsletter nació con un plan: derribar la idea de que ya no se hacen buenas películas. Para hacerlo, me propuse ver solo estrenos. Pero no solo los que aparecen en plataformas o salas, sino también aquellas películas que solo se consiguen pirateadas. Encontré algunas cosas interesantes: Red Rocket (hoy está en HBO Max), The Souvenir: Part II (también en HBO Max), X (Amazon), Everything Everywhere All At Once (Amazon), Viens je t’emmène (no se consigue todavía) o Tár (tampoco se consigue aún), todas ellas fueron mencionadas favorablemente en estas páginas antes de su disponibilidad legal. Disculpen el orgullo estúpido por la primicia. Soy periodista, después de todo.

El problema es que para encontrar estas cosas (ninguna de ellas una obra maestra tampoco, hay que decirlo) tengo que fumarme basuras insoportables o, peor que eso, películas totalmente intrascendentes que ni siquiera provocan indignación. Es como pasar el mediomundo por el Riachuelo.

Además yo soy muy obsesivo y necesito ver todas las películas hasta el final. ¿Con cuántos minutos de película uno ya sabe que lo que está viendo es insalvable? ¿Quince? Menos de treinta, seguro. Pero yo las tengo que ver hasta el final sufriendo, pausando para chequear tuiter, avanzando de a cinco minutos, de a dos como la flecha de Zenón.

Me deprimí el otro día después de ver Wildflower, una película que está lejos de ser pésima, pero la odié más que si lo fuera. Prolija, por momentos ocurrente y graciosa, pero tan estándar que parece hecha por un bot de inteligencia artificial. Es sobre una adolescente cuyos padres son discapacitados mentales y tiene que animarse a dejarlos solos para irse a estudiar a la universidad. La chica es Kiernan Shipka, la gran Sally Draper de Mad Men, que no está mal en su clásico papel de conchudita (algo parecido hizo como hija de Bette Davis en Feud, miniserie que recomiendo y podés ver por Star+), pero todo lo demás es de un sopor inaguantable.

En cambio, cuando me refugio en las películas del pasado parece que el cine fuera eso y no otra cosa. En estos quince días vi diez películas muy buenas, que comparadas con casi cualquiera de las que se hacen hoy, directamente deberían ser calificadas como extraordinarias. Mirá la seguidilla que metí: Possession de Andrzej Zulawski (no está en plataformas), The Silence of the Lambs de Jonathan Demme (Amazon), Burn After Reading de los Hnos. Coen (Amazon / HBO Max), The King of Comedy de Martin Scorsese (HBO Max / Star+), Gremlins 2: The New Batch de Joe Dante (no está en plataformas), Martin de George A. Romero (Qubit), Paths of Glory de Stanley Kubrick (Qubit), Rebel Without a Cause de Nicholas Ray (Qubit / HBO Max), Bring Me the Head of Alfredo Garcia de Sam Peckinpah (Qubit) y El castillo de la pureza de Arturo Ripstein (no está en plataformas). Papito.

Algunas ya las había visto, otras no (otras las había visto hace tanto que es como si no las hubiera visto), y aunque la de los Coen y Rebelde sin causa me parecieron flojonas (¿es un sacrilegio decir eso de la película de Ray?), el nivel promedio es superlativo. La de Zulawski es bestial (en sentido literal), una proto The Shape of Water pero bien; El silencio de los inocentes es la mejor de todas, una de las pocas veces que me rebotaron en el cine por menor de edad (la otra: El cuerpo del delito, pero ahí me hicieron un favor), la vi unos meses después en VHS y sorprendentemente la recordaba bastante, aunque no había entendido lo central: la frustración masculina al no poder poseer lo femenino, una especie de “envidia del pene” inversa, una película explosivamente feminista; El rey de la comedia puede ser una remake de Taxi Driver; Martin subvierte el mito vampírico y lo vuelve un drama psicológico; Alfredo Garcia sorprende en los primeros dos tercios como una road movie romántica para peckinpahearla toda en el último acto y hasta, literalmente, el último segundo; y qué voy a decir de El castillo de la pureza, bestial adaptación de un caso policial real en el que un padre de familia mantiene cautiva a su mujer y sus tres hijos adolescentes (que se llaman Porvenir, Utopía y Voluntad) durante 18 años.

Dejo para el final una sospecha optimista. Quizás no es que el cine de ahora sea peor. Quizás el tiempo ofrezca un tamiz, y cuando uno va a buscar alguna película vieja ya sabe más o menos para dónde rumbear. Seguramente en veinte años nadie se acuerde de Wildflower.

Hablo poco de música en este newsletter porque es de lo que menos sé. Hoy voy a hacer una excepción.

“Cruzo calles y avenidas/ y nunca me encuentro bien/ lo que tengo ya no lo quiero/ lo que quiero lo he vuelto a perder”. Así empieza, dulce y melancólico en la voz de terciopelo de Irantzu Valencia, el último disco de La Buena Vida. Se trata de Vidania, un disco que editó en 2006 esta banda pop del País Vasco, con 14 canciones perfectas, redondas, hermosas y tristes, que se extienden durante 51 minutos.

Conocí La Buena Vida gracias a Martín Crespo del sello Índice Virgen, que editó en la Argentina los dos últimos discos de la banda. En realidad él me regaló Álbum, el anteúltimo, pero no fue hasta que escuché Vidania que me enamoré definitivamente del sonido y la poesía de estos donostiarras sensibles y talentosos. Lamentablemente en 2011 murió en un accidente automovilístico el bajista Pedro San Martín y La Buena Vida entró en un impasse que parecer ser definitivo.

Las canciones de Vidania son historias suaves que cuentan tristezas, pérdidas, deseos incumplidos, desamores pero también amores, aunque aún en las canciones más plenamente románticas hay una pesadumbre como telón de fondo, como si el mood general fuera el de un domingo nublado compartido con la persona que uno ama.

“No ví la razón pero caí en una hondonada/ me suele ocurrir sin previa alarma” canta Irantzu en mi canción favorita del disco, “La mitad de nuestras vidas”. Ahí la cantante se despierta al amanecer y se pone triste sin razón mirando a su pareja que duerme al lado, con quién llevan juntos “casi la mitad de nuestras vidas”. Con palabras sencillas pero precisas, La Buena Vida cuenta más que una historia un estado de ánimo particular, medio inexplicable, en el que todos hemos caído durante una situación parecida.

“Parece que somos como fuegos artificiales/ vamos a brillar sólo un instante” concluye con dos versos que, empujados por esa melodía agradable, parecen preceder a la composición de la canción, parecen haber estado siempre ahí, en algún lugar del cosmos, dispuestos a que alguien los descubra. Estos vascos hermosos no parecen esforzarse en ser poetas o creadores sino apenas descubridores de algo que ya estaba ahí. Y en esta apariencia de sencillez está su mayor encanto.

Nos vemos en quince días.

 

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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