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#28 | Espectadores de la realidad

El monstruo invisible de la opinión pública.

El día de descanso es una de las grandes contribuciones judías
al bienestar y la alegría de la humanidad.
–Paul Johnson en La historia de los judíos (1987)

 

El hartazgo que me está produciendo el cine contemporáneo me lleva a tomarme un descanso bíblico de este newsletter, que volverá en el futuro bajo otro nombre y otra temática, pero quiero aprovechar esta despedida para recomendar dos miniseries documentales apasionantes que, aunque en principio no parezca, están relacionadas entre sí: me refiero a The U.S. and the Holocaust, de Ken Burns, Lynn Novick y Sarah Botstein, y Turning Point: 9/11 and the War on Terror, de Brian Knappenberger.

Ken Burns, por si alguien no lo sabe, es un documentalista que suele estrenar sus trabajos en la PBS (la TV Pública norteamericana, es decir nada que ver con la TV Pública), ambiciosos y totalizadores pero prolijamente convencionales, con un afán de objetividad que seguramente está cerca del máximo posible, siempre sobre temas nacionales: la guerra de Secesión (The Civil War, 1990, 9 episodios), el béisbol (Baseball, 1994, 9 episodios), el Lejano Oeste (The West, 1996, 8 episodios), el jazz (Jazz, 2001, 10 episodios), la ley seca (Prohibition, 2011, 3 episodios), la música country (Country Music, 2019, 8 episodios) y más.

Durante la pandemia vi los diez episodios de The Vietnam War (2017), más de 17 horas, con entrevistas a veteranos de ambos bandos y un material de archivo descollante. Burns y Novick organizan la información caótica, que parece infinita, de manera tal de lograr un crescendo dramático y navegar siempre entre lo público y lo privado, las altas esferas de la política con sus instituciones burocráticas y los seres humanos que, con sus defectos y virtudes , hacen lo que pueden, balanceándose entre las tempestades de la Historia.

The U.S. and the Holocaust (no asustarse, son solo tres capítulos) tiene el mismo formato, incluso está también la voz en off de Peter Coyote, de dicción perfecta y entonación desapasionada pero no fría, que relata con la ayuda del material de archivo y algunos entrevistados cómo se gestó el genocidio judío desde antes del ascenso de Adolf Hitler al poder en Alemania, y qué relación tuvieron los Estados Unidos con él: las leyes Jim Crow que inspiraron a Hitler, la política “aislacionista” que mantuvo al país neutral hasta el ataque a Pearl Harbor, el sesgo anti-inmigrante de la mayoría de la población y el antisemitismo de muchos líderes de opinión (Henry Ford y Charles Lindbergh, este último viejo conocido para los que leímos The Plot Against America, de Philip Roth).

La miniserie empieza derribando el mito de los Estados Unidos tolerantes, cosmopolitas y receptivos a los refugiados, pero no cae en la denuncia izquierdista de pintarlos como la suma de todos los males: al fin y al cabo, en comparación al resto de los países, se puede concluir que su forma de actuar fue moderadamente razonable ante una catástrofe política y humanitaria que hasta ese momento el mundo no había conocido.

En las siete horas de película hay muchas historias, como en el de la guerra de Vietnam, públicas y privadas. Y lo más interesante es ese cruce: individuos que intentan torcer la Historia, domar la burocracia. El más importante fue, claro, Franklin D. Roosevelt, el presidente entre 1933 y 1945, a quien se pinta como un tipo que, consciente del peligro progresivo que corría la comunidad judía en Alemania (y después en los territorios que Hitler empieza a anexar), trató de alertar al mundo y a su Congreso para que aumentaran las cuotas de inmigración permitidas, pero con el cuidado de que la opinión pública no creyera que los Estados Unidos estaban peleando en Europa solo para salvar al pueblo judío.

Este cruce entre el destino de la Humanidad y los destinos individuales de las personas, entre la Historia y las historias, es también uno de los aspectos más interesantes de Turning Point: 9/11 and the War on Terror (este sí se puede ver en Netflix, son cinco capítulos). En los primeros veinte minutos se nos muestra el atentado con detalle espeluznante y audios y videos que yo no sabía que existían (¡desde cuántos ángulos se vieron las distintas etapas del atentado, cuando todavía no existían los celulares con cámara digital!) y después la respuesta del gobierno de George W. Bush con sus luces y sus sombras (bueno, más sombras que luces).

Igual que el Holocausto, la humanidad se encontró acá con algo diferente, que hasta ese momento no existía. Un acto de guerra perpetrado no por un país, sino por una organización clandestina. ¿Corre la Convención de Ginebra? ¿Se puede invadir un país para capturar al enemigo? ¿Es válida la tortura si evita futuros atentados? Por supuesto que es muy fácil contestar “sí”, “no” y “no”, pero en Estados Unidos, en septiembre de 2001, no tanto.

Pero ahí estuvo la congresista Barbara Lee, la única que votó en contra de la AUMF (la Autorización del Uso de la Fuerza Militar), que le daba a Bush un cheque en blanco para librar las guerras que quisiera, contra quien quisiera, en su esfuerzo de derrotar al terrorismo. Knappenberger, igual que Burns, evitar caer en la demonización de la administración Bush, y aunque queda claro que no era ningún Roosevelt, se presenta la complejidad del caso y las decisiones que tomó como decisiones imposibles.

La guerra en Afganistán, que al final duró veinte años y terminó con la retirada americana y el regreso de los talibanes al poder, se parece mucho, demasiado, a la de Vietnam: un ejército que atraviesa medio planeta para luchar una guerra ajena, para liberar a un pueblo que los detesta, que pese a su superioridad técnica es derrotado por la tozudez del enemigo, y al que los distintos gobiernos no se animan a traer de vuelta a casa, extendiendo el conflicto durante años, con el consiguiente hartazgo de la opinión pública.

Otra vez la opinión pública. Suelo estar en contra de los argumentos del tipo “todos somos culpables”, porque tienden a diluir la culpabilidad concreta de las personas. Las raíces del Holocausto pueden encontrarse en los orígenes inmemoriales del antisemitismo, pero se plasmó sin dudas en la Conferencia de Wannsee y tiene culpables con nombre y apellido. El atentado a las Torres Gemelas puede tener un precursor en la Guerra Fría, en la ayuda norteamericana a los talibanes para que derroten a la Unión Soviética y en la radicalización islámica, pero los perpetradores fueron Osama bin Laden, Jalid Sheij Mohammed y los demás terroristas.

Pero sin que esto sea un truco exculpatorio, el papel que jugó ese monstruo invisible llamado “opinión pública” está delineado en ambos documentales con un detalle feroz y el espectador observa el devenir de los acontecimientos con la misma impotencia que muchos de los protagonistas, una impotencia muy parecida a la que sentimos como espectadores de la realidad.

Como dije al principio, me tomo unas vacaciones de este newsletter. Ha sido un placer compartir con vos estos devaneos, espero que alguno que otro haya dado en el blanco. Sé que a muchos les interesaron, incluso a algunos que no lo dirían públicamente.

Nos vemos en el futuro.

 

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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