Me gustan las historias de la literatura. No me refiero a las tramas en las ficciones, no estoy hablando de los relatos que fue dejando la escritura: dos enamorados muertos en Verona, un loco que de tanto leer perdió el juicio y se buscó un caballo, un escudero y una Dulcinea por quien valiera la pena luchar, los amores y calores de la aburrida mujer de un aburrido boticario francés, la obsesión de un profesor cuarentón por esa niña cuyo nombre se convirtió en epítome, un lugar en el que confluyen todos los lugares y los objetos del mundo. Me gustan todas esas historias que forman parte inescindible de lo que somos y cómo somos, aunque no las hayamos leído, pero estoy hablando acá de otra cosa y es de mi gusto por las historias que el mundo de la literatura nos va dejando de manera oblicua. Desprendimientos. Son las historias que vamos construyendo con los escritores como personajes: relatos de relatos.
También me gustan las listas, así que acá va una con mis personajes literarios preferidos:
• Homero
• Borges
• Todo el universo de las hermanas Ocampo (que se merece una película o serie de altísimo presupuesto)
• Chéjov
• Conrad
• Mansilla
• Virginia Woolf
• Salinger
• Hemingway
Cuando Salinger conoció a Hemingway
El joven estadounidense aspirante a escritor Jerome David Salinger está en Francia. Desembarcó cerca de la playa de Utah con la primera oleada de soldados que se habían estado preparando en Inglaterra para aquel decisivo 6 de junio de 1944, el día D que marcaría el comienzo del fin de la guerra.
Forma parte de un equipo de contraespionaje que tiene una misión: entrevistar nazis y averiguar lo que planean; debe anticiparse para alertar a sus superiores ante el movimiento de tropas. La parte de los nazis es la más divertida, lo otro es revisar transcripciones telefónicas, traducir mensajes en alemán, inspeccionar fotos aéreas. Habla francés y alemán, es un imprescindible. Poca acción y mucho cerebro —gran parte de su trabajo es imaginar lo que está haciendo y pensando el enemigo—, una fórmula que continúa cuando termina su jornada de interrogatorios, porque entonces se concentra en teclear como un loco en su máquina de escribir y ese es el mayor movimiento que hace su metro noventa de músculos.
Está escribiendo El cazador oculto.

Salinger durante la Segunda Guerra Mundial con el manuscrito de su novela.
Con agosto y el calor, llega la liberación de París. Lo que se siente en las calles se parece mucho a la felicidad y Salinger anota algo de lo que ve en un cuaderno de espiral: los aliados sobre los jeeps, el desfile por los Campos Elíseos, los parisinos acercándoles sus bebés para que los besaran, “podrías ponerte de pie sobre la capota y echar una meada y a nadie le habría molestado“.
Se dice que Hemingway está en la ciudad.
Se aloja en el Ritz y la gente va a verlo, como a un prócer. Para entonces, era el escritor estadounidense vivo más célebre, había publicado lo mejor de su obra y tenía enorme influencia sobre cada narrador americano. Se enorgullecía de escribir de acuerdo a lo que llamaba la teoría del iceberg, que explicó por primera vez en Muerte en la tarde, de 1932.
Si un escritor de prosa sabe lo suficiente sobre lo que escribe, puede omitir cosas que conoce, y el lector, si escribe con la suficiente sinceridad, tendrá una sensación de esas cosas tan intensa como si las hubiera expresado. La dignidad del movimiento de un iceberg se debe a que sólo una octava parte de él sobresale del agua.
Todos querían entonces ser capaces, como él, de saber tanto sobre sus personajes como para no decirlo, de dejar en los lectores esa sensación de vacío y vértigo cuando terminan de leer una historia en la que el escritor ha sabido mantener la boca cerrada. Pero no lo quieren conocer por sus habilidades literarias, sino por el personaje de sí mismo que se ha ocupado en construir. Estuvo en la Primera Guerra Mundial, se codeó en París con los grandes escritores del mundo, cubrió la Guerra Greco-Turca, probó las corridas de toros en España, fue de safari por África, navegó por el Caribe, fue corresponsal en la Guerra Civil Española, en Cuba equipó su barco para emboscar submarinos alemanes y estando en Inglaterra se las arregló para subirse a uno de los anfibios que iba a desembarcar en Normandía.
De eso habla una y otra vez frente al coro de fanáticos en el Ritz.
Es expansivo, sonoro, jetón. No es el escritor favorito de Salinger, que prefiere a Fitzgerald, pero hace cuatro años que Fitzgerald está muerto y Salinger no sabe si tendrá otra posibilidad de conocer a uno de los más influyentes escritores de su tiempo. Se presenta en el hotel y pregunta al recepcionista por el señor Hemingway. Claro que está y se lo escucha desde lejos, desparramado en un sillón con una copa de Burdeos y un puro, en el centro de una ronda de soldados que lo escuchan con devoción. Cuenta cómo ha liberado el palacio de París.
Cuando el sargento Salinger —25 años, con su uniforme del Cuerpo de Contrainteligencia— se acerca a Hemingway —45 años, oficial de la División de Infantería estadounidense, el uniforme sucio— queda impresionado por el contraste entre lo que ve y lo que había imaginado. Aunque el hombre no tiene pudor, sus fanfarronadas son sobre la guerra, los hombres, las armas y nada más, no parece afectado por su propia eminencia literaria.
Salinger se presenta, le dice que escribe relatos y que le gustaría su opinión. Lleva consigo un ejemplar del Saturday Evening Post con un relato suyo: «Last Day of the Last Furlough» (Último día de la última licencia), en el que aparece por primera vez Holden, que será su protagonista en El cazador oculto, y Hemingway, sin dejar de pedir una copa tras otra, lo lee. Dice que le gusta, lo aplaude. Piden más alcohol y siguen hablando.
—Esperaba que la guerra me inspirara un libro, pero ahora ya no quiero hablar de eso —dice Salinger, visiblemente afectado por la experiencia en el frente de combate. Le gustaría hablar de literatura, pero Hemingway vuelve una y otra vez a la guerra, que le interesa mucho más que los libros. Salinger le habla entonces del jarrón de flores. Había leído Por quién doblan las campanas y quedó impresionado por esa imagen de un cráneo hecho pedazos que se veía como un jarrón de flores. Hemingway se ríe.
—Ah, yes, la ocurrencia del jarrón de flores. Era un cadáver que ya tenía unos días, en España.
Salinger le dice que le gusta cómo en sus novelas se mezclan el amor y la guerra.
—No te emociones, eso ya lo inventó Homero.
El último capítulo
El último capítulo que me gusta de esta historia es la escena siguiente, que muchos se ocupan de aclarar que es puro invento, pero ahí radica gran parte de su magia.
Unas semanas o unos meses después de aquel encuentro en el Ritz, Hemingway visita el regimiento de Salinger. De nuevo Salinger intenta hablar de literatura y Hemingway vuelve a insistir en la salvaje contundencia de las cosas terrenales. ¿Qué arma es más efectiva? La Luger alemana es muchísimo mejor que la Colt 45 americana y, para demostrarlo, le arranca de un tiro la cabeza a un pollo que pasaba por ahí.
Después de la guerra
Hay dos imágenes tras el fin de la guerra.
Por un lado, Hemingway; el escritor inmortal, capaz de sobrevivir a las guerras y los malos tiempos, el que insuflaba su estilo a todo lo que lo rodeaba e iba en busca de la acción continua, terminó, unos años después, volándose la cabeza de un escopetazo.
Por el otro, Salinger; el joven aspirante a escritor, el que quedó trastornado por la experiencia bélica y se hizo internar a sí mismo en un hospital psiquiátrico alemán antes de juntar los pedazos para volver a casa, terminó muriendo, lejos del mundo, “de muerte natural“ a los 91 años.
Tal vez eso quiera decirnos algo, pero lo dudo porque los hechos no dicen nada, sólo las historias. Y a esta prefiero terminarla en algún lugar de Francia con esa imagen del pollo.
Nos leemos en quince días.
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