Partes del aire

#26 | Eternos adolescentes porteños

Un viaje a Madrid y a Río de Janeiro, y una película de Suar, me hicieron pensar que mi generación está lista para entrar en la adultez.

¡Hola! Espero que estés bien.

El otro día, bastante de casualidad, vi 30 noches con mi ex, una comedia dramática de (y con) Adrián Suar que se estrenó el año pasado y ahora está en Star+. La película me pareció floja: no triunfa ni como comedia ni como drama, su tratamiento de la salud mental es superficial y anacrónico y abandona rápido la misma premisa sobre la que está construida (las famosas 30 noches del título). Aun así, me quedé viéndola (estaba en un avión) y me hizo pensar en varias cosas: en lo lindo que sale el barrio de Retiro, en los personajes de Suar, que son siempre parecidos y reflejan una manera casi canónica de ser varón en la Buenos Aires contemporánea; y en el propio viaje del que estaba volviendo, que me había reconectado con un pasado lejano y me había mostrado muy claramente el paso del tiempo en mi propia vida.

Hablemos primero un poco de Suar, que, como me dijo ayer un amigo, se convirtió en una especie de capitán del Titanic de la televisión abierta: la pilotea como puede, pero se va hundiendo con ella. Pol-ka, su productora, que durante 20 años le tomó el pulso a la clase media argentina, perdió la magia y no entró bien a la era del streaming. Suar está mejor que Tinelli y Rial, otros señores de la televisión de este siglo cuyo declive es evidente (y, en ambos casos, patético), pero, como ellos, sigue abrazado a un mundo cada vez más chico y menos relevante, creyendo que todavía tiene tiempo para un volantazo antes del iceberg.

Por eso quizás hace estas películas, que también son productos de otra época pero le permiten mostrar cierta gracia como comediante. En la última, también su debut como director, interpreta otra vez a un porteño de clase media-alta y profesión difusa cuyo principal objetivo es resistir las responsabilidades de la adultez. Ahora es porque una psiquiatra le pide recibir en su casa durante un mes a su ex mujer, recién dada de alta de una internación y a quien no ve desde hace tres años. El conflicto entre el solterón maniático que no quiere desordenar su vida y la “loca” [sic] que se la desordena es el corazón de la película, pero se lo aprovecha poco y se lo liquida al final sin mayores explicaciones.

Lo que me impresionó es ver que este Suar es parecido al de El fútbol o yo, en el que otro cuarentón con casa en country se negaba a abandonar su pasión adolescente y la primera que protestaba, como en todas sus películas, era su mujer; también es parecido al de Un novio para mi mujer, que prefiere armar un circo delirante y penoso antes de decirle a su mujer que se quiere separar; en Igualita a mí, el argumento es literalmente el de un Isidoro Cañones que ve su adolescencia eterna interrumpida por la aparición de una hija que encima lo va a hacer abuelo; en Me casé con un boludo su personaje es un fenómeno cuando es soltero pero un boludo cuando se casa; en Corazón loco intenta mantener todo lo posible la fantasía de tener dos mujeres al mismo tiempo; y en Dos más dos sus amigos y su pareja tienen deseos sexuales adultos y complejos mientras él se resiste a ser incomodado y sacado de su tranquilidad. Siempre, con pocas variaciones, vemos a un Suar cada vez mayor que busca ser lo menos adulto posible, especialmente en relación con las mujeres: intenta, básicamente, que las mujeres no le hinchen demasiado las pelotas, que no lo enquilomben con sus problemas de salud mental, que lo dejen mirar los partidos de la Champions, que lo dejen seguir yendo al boliche o ser bígamo para siempre. Y su cuerpo, su cara y su carisma le permiten, a pesar de sus 54 años, seguir haciéndolo con cierta credibilidad.

Una adulta (Julieta Díaz) en la habitación.

¿Refleja este varón, que se repite a lo largo de media docena de películas, las fantasías y las taras de otros varones porteños de la generación de Suar? Esto no es una tesis doctoral, pero imposible no pensar, por encontrar parecidos, en los ex conductores de la Metro, que se convirtieron en una insignia generacional de la época. Hace unas semanas Andy Kusnetzoff, quizás el líder de esa manada, le hizo una entrevista a Leo Messi que fue muy criticada (a mí me pareció bastante buena), pero en la que el entrevistador, de 52 años, parecía el adolescente de la charla, y el entrevistado, de 35, el adulto. El entrevistador era abiertamente un fan lleno de emociones que no podía controlar y el entrevistado era un sabio que hacía autocrítica y podía poner distancia entre lo que pensaba y lo que sentía.

Otra manera de ver a Suar, a los tipos de la Metro y a tantos porteños que rondan los 50 (mi generación), todavía vestidos con remeras, bermudas y zapatillas, es que el crecimiento del feminismo los deja perplejos y algo despistados: por un lado, se muestran solidarios con la causa y son capaces de tener parejas sanas y estables; por el otro, les cuesta mucho soltar las fantasías de escaparse y vivir en el mundo más simple de la amistad entre varones, que exige poco y jamás (o casi) una conversación profunda sobre ningún tema. Sus padres (nuestros padres) habían sido los jefes absolutos del hogar, imperiales frente a su mujer y a los hijos. Ahora ellos (nosotros) les entregamos la llave del hogar a nuestras mujeres, las únicas adultas de la casa, y, como consuelo, elegimos vivir cumpliendo con las responsabilidades que nos tocan pero manteniendo abiertas las fantasías de escape, a pesar de que sepamos que nunca vamos a usarlas.

Esto es absolutamente compatible con amar y respetar a nuestras mujeres y nuestros hijos, pero nunca se podría decir de nosotros que tenemos una “mid-life crisis”, porque todavía sentimos que recién estamos empezando, que fuimos jóvenes hasta hace cinco minutos. No es que regresamos a la adolescencia después de 30 años de adultez reprimida, como pasaba en las películas de los ‘80, donde un oficinista se separaba y se compraba una Harley Davidson: es que nunca fuimos adultos en el sentido en el que nuestros padres lo fueron. En 1998 o 1999 la mujer de un amigo, uno de los primeros que se casó, me dijo: “Vos creés que te vestís bien, pero te vestís como un linyera”. Tenía razón entonces (el lujo era vulgaridad) y, lo peor, podría seguir teniendo razón ahora.

Todo esto lo pensaba el otro día también en un cumpleaños infantil, donde niños sobre-azucarados subían y bajaban por puentes y túneles en un localcito de Cabrera al 3000 y los papis y mamis, algo protegidos del mundanal ruido, comíamos sanguchitos, mirábamos nuestros teléfonos y ocasionalmente conversábamos los unos con los otros. Ninguno de los papis me pareció un tipo serio salvo uno, que no era un papi sino, me enteré después, un abuelo: todos los demás, vestidos unánimemente con remera y bermudas, negociábamos como podíamos el paso del tiempo, mezclando canas con tatuajes y remeras de Joy Division con panzas indefendibles.

De viaje

Con estos párrafos parece que quisiera ponerme como ejemplo de algo, pero lo cierto es que acabo de llegar de un viaje que es una caricatura de ese casi cincuentón privilegiado y adolescente que es incapaz de dejar atrás sus años de (moderada) gloria. Primero me fui unos días a Madrid a las celebraciones por los 25 años de un máster que hice en 1998 en el diario El País. Y seguidamente, sin pasar por Buenos Aires, me fui otros pocos días a Rio de Janeiro con una docena de amigos con quienes nos conocemos desde jardín de infantes para empezar a festejar nuestro primer medio siglo de vida. ¿Hay algo más adolescente que eso? Y sin embargo el viaje fue revelador, por varios motivos.

En Madrid me reencontré con gente a la que le había perdido el rastro hacía muchos años. Hubo un momento, mientras tomábamos gin tonics en el salón con catering que alquilamos un sábado, en el que íbamos preguntándonos unos a otros qué había sido de nuestras vidas y cada uno tenía que hacer esa cosa tan extraña de resumir la vida propia en dos o tres minutos. Siempre me fascinó escuchar cómo la gente cuenta su vida y aquellas noches lo pude hacer más de 30 veces: la mayoría mezclaba, en partes casi iguales, lo profesional y lo personal-familiar y trataba de cerrar con algo de humor o resignación o alguna nota destacada, a veces negativa. Algunos giros eran inesperados: Néstor, por ejemplo, con quien había vivido un año cerca de Plaza de España y lo dejé en 2001 al mando de una exitosa productora audiovisual, ahora es profesor de piano en su casa de los suburbios de Madrid. Uno de sus alumnos favoritos es un argentino de 73 años que un día lo llamó y le dijo que quería aprender a tocar el piano antes de morirse. La mayoría de los relatos, en cualquier caso, mostraban cierta sabiduría, una conformidad entre resignada y asumida sobre la suerte que les había tocado, especialmente entre quienes no habían tenido mucha y habían tenido que pechear enfermedades o divorcios complicados.

En Río, sentados en nuestras cadeiras alquiladas en el Posto 10 de Ipanema, conversamos una tarde sobre cuánta guita valía la pena tener, si estábamos conformes o si estábamos dispuestos a un penúltimo empuje de ambición profesional o monetaria, ¿pero para qué? ¿Qué nos podía faltar en nuestras vidas, aun en esta Argentina desquiciada y vueltera, en la que no podemos ahorrar para nuestra vejez o nuestros hijos, si nos permitía irnos de viaje con los amigos de siempre a revivir anécdotas por millonésima vez, hacer los mismos chistes malos y creer, al menos por un rato, que el tiempo no había pasado? Nos dimos cuenta de que no teníamos mucho de qué quejarnos, y aunque nuestro viaje fuera el colmo de los chabones con adolescentes fantasías escapatorias, estábamos listos, finalmente, para entrar en la adultez.

Qué largo se me hizo esto, la idea inicial era mucho menos terapéutica de lo que finalmente salió. Gracias por leer. Nos vemos en dos semanas.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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