La tarde más larga de la historia de la Argentina fue la del sábado 17 de diciembre, la jornada previa a la final de la Copa del Mundo. Una vez terminado el precioso partido por el tercer puesto entre Marruecos y Croacia, no quedaba más que hacer salvo mirar las agujas del reloj, esperando que llegara el momento que intuíamos iba a ser especial pero que no imaginábamos que tendría las características tan excitantes que finalmente tuvo. Normalmente calmo ese tipo de ansiedades mirando fútbol, cosa que naturalmente no estaba a mi alcance en ese momento. Así que me refugié en otro narcotizante audiovisual que me da muy buen resultado: los true crime que afloran en las plataformas de streaming.
Los documentales de crímenes reales se han convertido en un género en sí mismo. Me resultan atrapantes porque casi siempre muestran el crimen más aberrante posible: que una persona le quite la vida a otra, habitualmente a alguien de su entorno. Las circunstancias legales que luego rodean al hecho son una de las construcciones más fascinantes de la civilización: las pruebas, la “duda razonable”, el juicio por jurados, el trabajo del fiscal buscando datos, los abogados defensores impugnando procedimientos, el fallo, el castigo. Es un rompecabezas extraordinario en donde se juega la vida de la gente que puede o no ser culpable del crimen narrado.
Sin embargo, el que me calmó la ansiedad ese sábado de diciembre contaba un crimen absurdo, tan ilógico e inesperado que de hecho resulta difícil de tipificar. El documental exhibido en Netflix se llama No atiendas esa llamada y cuenta una historia tan extraña que el espectador antes de continuar avanzando se siente tentado a chequear su veracidad en Internet.
Una noche de 2004, un local de McDonald’s de la localidad de Mt. Washington, Kentucky (población: 10 mil habitantes) recibe un llamado. Alguien que dice ser policía denuncia que a una persona le robaron la billetera en el local y que saben quién fue la empleada que realizó el hurto. Llaman a la acusada y le dan dos opciones: o la va a buscar la policía para realizarle un cacheo o lo hacen a distancia, siguiendo sus instrucciones. Si la cosa parece bizarra a esta altura, en realidad el episodio no hace más que comenzar. La revisación es un strip search, es decir, que el sospechoso se quite toda la ropa. Las instrucciones iban in crescendo e incluían algunas acciones que podrían considerarse claramente como abuso sexual, como frotarles el cuerpo desnudo o acariciarle los pechos.
Increíblemente, tanto la persona que recibía las instrucciones como la sospechosa/víctima que sufría ese abuso disparatado seguían las órdenes, que eran dadas por una voz firme, segura y calma, que denotaba conocimiento de la situación y manejo psicológico. No fue hasta que irrumpió una tercera persona de la empresa, que ignoraba lo sucedido, que se interrumpió el hecho que había transcurrido durante horas.
No voy a espoilear mucho de la serie, que cuenta con ramificaciones a lo largo de tres entretenidos capítulos que vale la pena ver, pero el interés y extrañeza no hace más que aumentar. El detective encargado del caso descubre googleando que ese episodio no es aislado sino que se repite decenas y decenas de veces en locales de las mismas características a lo ancho de todo Estados Unidos. La operatoria es calcada: ciudad o pueblo pequeño de la América profunda, llamada denunciando un robo, opciones de cacheo, instrucciones firmes que se prolongan durante horas y que incluyen actos físicos abusivos. Lo más increíble es que lo que se repite también es la obediencia sumisa de las víctimas y los victimarios.
Algunas de esas víctimas, entrevistadas años después de los hechos, afirman que habían sido educadas para obedecer a las autoridades: maestros, pastores, líderes comunales, policías, autoridades políticas. Agregan que, dada esa cultura formativa, la sensación de autoridad que emanaba de la voz era difícil de resistir. En ese momento, el espectador informado se dice a sí mismo: “¡Esto es el experimento Milgram!”. Y en ese preciso instante, la serie muestra a un psicólogo explicando qué fue lo que demostró un tal Milgram en 1961 y cómo eso se relaciona con las llamadas.
Stanley Milgram fue un psicólogo de Yale que decidió realizar un experimento para demostrar la obediencia a la autoridad. El experimento contaba con tres tipos de participantes: el investigador, el participante y el sujeto. Se suponía que lo que se estaba estudiando era el efecto de descargas eléctricas en el aprendizaje. El investigador le indicaba al participante que le administrara choques eléctricos al sujeto cuando este equivocaba una determinada respuesta. La intensidad de esas descargas iba en aumento y causaban dolor en el sujeto, que constantemente pedía que la prueba finalizara. A pesar de eso, un porcentaje mayoritario de los participantes seguía obedeciendo la orden del investigador y no dudaba en seguir descargando.
Lo original (y éticamente debatible) de todo ese proceso era que en realidad el participante estaba siendo engañado. Tanto el investigador que daba las instrucciones como el sujeto que “recibía” las descargas, eran actores que simulaban su papel. Los participantes creían estar provocando descargas eléctricas y eran engañados por la actuación del sujeto respecto del dolor que estaban sufriendo. Aun así, los participantes seguían obedeciendo las instrucciones del “experimentador”. Según el instructivo y completo artículo de Wikipedia: “En el experimento original, el 65% de los participantes (26 de 40) aplicaron la descarga de 450 voltios, aunque muchos se sentían incómodos al hacerlo. Todos pararon en cierto punto y cuestionaron el experimento, algunos incluso dijeron que devolverían el dinero que les habían pagado. Ningún participante se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios”.
Stanley Milgram, en The Perils of Obedience (Los peligros de la obediencia, 1974), hablando sobre su famoso experimento, escribió:
Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo la mayoría de la gente se comporta en situaciones concretas. Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los participantes de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los participantes, la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.
Así, queda claro que la serie repetida de engaños telefónicos se basaban en una idea sostenida por el experimento Milgram: que si alguien ejerciendo algún tipo de autoridad da una orden aparentemente ilógica, o peor aún, inhumana, va a lograr un grado de obediencia desusado, haciendo que la gente cometa actos que normalmente no cometería. No se trata de liberar alguna perversión oculta: los participantes del experimento no disfrutaban con él sino que más bien sufrían con la operatoria, pero no podían dejar de obedecer. La persona que recibía el llamado en los locales de comida rápida, basada en una educación que hacía hincapié en el respeto a la autoridad, se encontraba, casi a su pesar, abusando de otra, que también obedecía las instrucciones absurdas dichas por una voz de autoridad.
Cuando uno escucha hablar del experimento Milgram de manera directa o a través de estos ejemplos contemporáneos como los engaños telefónicos en Estados Unidos, tiene la tendencia a asombrarse, inquietarse y alejar las sombras sobre su espíritu pensando que a uno no le va a pasar. Sin embargo, no se trata de calificaciones morales: somos seres humanos y, de alguna manera, el influjo de la autoridad recae sobre nosotros como un mandato difícil de desobedecer. De hecho, todos hemos sido víctimas de esta estafa ética a niveles planetarios: ¿qué otra cosa que un experimento Milgram a gran escala fue el manejo de la pandemia?
Alentados por un miedo a lo nuevo y desconocido, fuimos presa de voces de autoridad en la forma de políticos, científicos y periodistas, que nos llevaron a tomar actitudes ridículas y que contrariaban nuestro sentido común imperante hasta el mismo momento en que se supo de un nuevo virus. Así, pensamos que lo saludable no era estar al aire libre haciendo deportes sino encerrados entre cuatro paredes. Aceptamos que se nos permitiera pasear perros a determinados horarios pero no niños. Dejamos que las autoridades clasificaran a la población en “esencial” y “no esencial”, una nomenclatura nazi que avergonzaría a los creadores del apartheid sudafricano. Perseguimos a ancianas que querían tomar sol, a remeros que querían practicar su deporte, a veraneantes que volvían de su descanso anual con la osadía de ostentar en el techo del auto un símbolo del placer y el ocio como una tabla de surf. Dejamos que los niños suspendan su educación presencial por casi dos años, aun sabiendo que el precio a pagar era difícil de cuantificar y que el riesgo que corrían era menor que el de las enfermedades respiratorias habituales. Nos encerramos los sanos, hicimos que los enfermos agonicen en soledad y no dejamos que la gente despida a sus seres queridos con una ceremonia presencial. Hicimos todo eso porque una persona con diploma de especialista nos aseguraba que era lo mejor, y nos lo explicaba con una voz firme, segura y calma, que denotaba conocimiento de la situación y manejo psicológico. ¿Con qué derecho podríamos reírnos de los empleados de un McDonald’s perdido en la inmensidad del estado de Kentucky?
¿Qué derecho tiene cualquier ser humano de mirar con sorna a los participantes de distintos experimentos Milgram cuando todos hemos sido protagonistas del más grande de todos?
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