La aventura interior

#25 | Demasiado amor

Los argentinos viven atados al pasado y a vínculos familiares intensos. La familia argentina no cría hijos para soltarlos, sino para retenerlos cerca.

Los argentinos amamos con nostalgia, sin proyecto. Todo lo que nos importa está atrás. El presente existe para sobrevivirlo o derrocharlo. La palabra futuro no significa nada. En un país en el que se vive al día, sus habitantes naturales nos hemos acomodado espiritualmente a ese ritmo: el presente es ágil, es el tiempo de rebuscarse la vida. Gozamos en el recuerdo. Vivimos dos, tres, mil veces. Quizás para siempre. Esta característica nacional tiene su raíz, y una buena metáfora es precisamente el árbol genealógico. No sólo es intenso el lazo de amor que une a padres e hijos nacidos en esta tierra perdida: es desproporcionado. “Toda mi felicidad se funda en que vivas”, le escribe Guadalupe Moreno a su marido Mariano en 1811, sin saber que está muerto. Lo mismo podríamos decir muchos hijos argentinos.

Victoria Ocampo dedicó horas y horas de su vida a explicar “el terrible peso de la sangre”, como lo llamó. Leer La serpiente emplumada de D. H. Lawrence confirma su sospecha: “El indio de América –a ella la enorgullecía su gota guaraní– no conoce sino el alma y la sangre”. Declara que “la supremacía” de ambas sobre la inteligencia y el espíritu “constituye la característica de toda la América española”:

No creo que exista país de Europa en que los vínculos de la sangre y las pasiones del alma alcancen la intensidad que les es común en América del Sur.

Desafío a cualquiera a que me pruebe que en Europa –Italia y España inclusive– los vínculos de familia tienen el terrible peso de sangre que tienen entre nosotros.

Nuestro conocimiento, el de nosotros americanos, el único que puede ser definitivo, es vago aún. Estamos demasiado cerca de nosotros mismos; el árbol nos impide ver el bosque.

Victoria Ocampo, Supremacía del alma y de la sangre (1935).

Alejarnos de nuestra casa –crecer– es abandonar el lugar donde no hace falta explicar nada. Norbert Elias no lo entendería jamás. Sociólogo y alemán, estaba convencido de que una sociedad que evoluciona es una sociedad de gente desprendida que sabe crecer e irse, y acá no hay ningún distanciamiento de nuestros lazos primarios, nada de emancipaciones ni cortes. Faltos de madurez, excedidos de lealtad emocional, en Argentina la familia no cría hijos para soltarlos, sino para tenerlos cerca. Lo que pasa entre una madre y un hijo toma en estas latitudes una forma más carnal que funcional: no es una etapa, es una atmósfera, un hábitat, un falansterio (así concibió Charles Fourier la arquitectura social para una comunidad solidaria y autosuficiente, utópica).

La fantasía patricia argentina no está tan lejos de Fourier: construir un palacio para que la familia, que crece, nunca tenga que separarse. En las telenovelas, hijos y nueras viven con sus padres y hermanos bajo el mismo techo; lo mismo se le ocurrió a Manuel Ocampo en 1926. Padre de las dos escritoras, le encargó a Alejandro Bustillo el edificio con seis pisos (uno para cada una de sus hijas) que todavía ilumina la esquina de Posadas y Schiaffino. Si Gombrowicz veía en nosotros a un pueblo adolescente es porque acá la familia de origen no se suplanta por una nueva, se anexa. Los padres no se desidealizan; crecen en la imaginación de sus hijos hasta volverse míticos.

Hay un poema de Saer que dice: “La infancia es el solo país, como una lluvia primera de la que nunca, enteramente, nos secamos”.

Tierra del Fuego, ca. 1890. Indígena protegiendo a su familia. Fotografía de Henri Rousson, misión Rousson y Willems.

En la Biblioteca nacional de Francia hay un ejemplar publicado en 1913 por la editorial Plon-Nourrit que se llama En Argentine. De la Plata à la Cordillère des Andes y recoge las observaciones del viajero Jules Huret entre 1910 y 1911. Sobre la familia argentina hay un capítulo entero. Al francés le choca la autonomía precoz de los niños que tienen mensualidad, llave de la casa, entran y salen con amigos y van al circo cuando quieren: una libertad impropia para la infancia. Le parece incluso deformante cuando ve niños en fiestas con trajes de gala y niñas de diez años vestidas por modistas parisinas. Pero también se conmueve y hasta llora cuando ve el amor de una abuela en el puerto al recibir a sus nietos. Como es francés, le impacta a sobre manera la naturalidad con la que toda familia socorre a la prima caída en desgracia. Aquí un puñado de citas:

Tener ocho o diez hijos no se considera nada fuera de lo normal. “Es nuestra manera de ser buenos patriotas”, dicen los argentinos.

Ya adultos, en edad de valerse por sí mismos o de emanciparse, incluso casados, los hijos —tanto varones como mujeres— prolongan todo lo posible su permanencia en la atmósfera cálida y afectuosa que los padres han creado a su alrededor.

No habitan casas, sino falansterios.

La madre […] tiene para su prole tesoros de ternura que provocan en los hijos una reciprocidad de afecto ardiente y duradero.

Las mujeres casadas van a ver todos los días a sus madres, o viceversa.

Padres cariñosos y sin autoridad. — La educación por la libertad. — Resultados discutibles. — Los niños son los amos.

Mylodon darwinii Owen, 1840. Esta piel de Milodonte, que descubrió el paleontólogo decimonónico Richard Owen, se encuentra hoy en el Museo de Historia Natural de Londres.

No somos los únicos en conocer la infancia. En todas partes del mundo los niños se fascinan por los objetos que encuentran en sus casas y las historias de sus antepasados. Los viajes de Bruce Chatwin no empezaron sino en la casa de su abuela. Un pedazo de piel misterioso que persigue hasta los confines de la Tierra: la Patagonia. El milodonte es un género extinto de mamíferos gigantes que vivieron en Sudamérica durante el Pleistoceno. De unos tres metros de largo, caminaba en cuatro patas pero podía erguirse. Pero a Chatwin sus sueños de chico lo arrancan de su casa y lo llevan lejos. Pocos argentinos responden a esta lógica del desapego creador; la mayoría son capaces de aferrarse al hogar con uñas y dientes.

En Quebranto (2024), Juan Diego Incardona, sentado al lado de la cama de hospital, le canta a su madre para que no se muera. Le piden que salga del cuarto, que se vaya, pero cuando entran a buscarlo, el hijo adulto de 50 años se saca el cinturón y se ata a la baranda de la cama. “Atrás”, les grita y los médicos retroceden: “Comprendí que más que pena, me tenían miedo, que yo tendría cara de loco asesino, una fiera mostrando los dientes, capaz de matar a cualquiera, matar a todos”.

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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