¡Qué semanita, eh! Todo arrancó mal y siguió peor.
Lunes y martes: feriado de carnaval. Miércoles: 35, 38, 40, 47 grados (no importa la cifra, más allá de 25 está todo mal), más cortes de electricidad; no se puede estar adentro ni afuera. Jueves y viernes, igual. Ni siquiera el calendario sirve de consuelo porque el otoño, aparentemente cercano, no existe más. Mi semana productiva empezó el sábado, con la fresca.
El calor lo arruina todo. Por eso uno de mis personajes literarios favoritos es Meursault, que mató a un tipo porque tenía calor. No puedo imaginar un motivo más justificado.
El protagonista de El extranjero (publicada en 1942 por Albert Camus) está un día en la playa y ve a lo lejos un árabe con el que había tenido un altercado menor un rato antes. El narrador describe el clima con detalle. Hasta entonces la escritura fue sobria y desapegada; lo sigue siendo, pero hay algo en ese énfasis que genera sensación de inminencia. El calor se vuelve un motivo narrativo. Durante páginas y páginas, Camus nos prepara: el calor pesa, el resplandor ciega, el sol es una espada de luz, la sombra es inalcanzable, las gotas de sudor se amontonan en la cara, desde el mar no llega el alivio sino un soplo ardiente.
Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. El sudor acumulado en mis cejas corrió de pronto sobre los párpados y los cubrió con un velo tibio y espeso. Cegaba mis ojos ese telón de lágrimas y de sal. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para vomitar fuego. Todo mi ser se tensó y mi mano se crispó sobre el revólver.
Lo que siguió fueron cinco disparos.
Mientras escribía la novela El extranjero, Camus estaba escribiendo también el ensayo El mito de Sísifo que empieza así:
No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.
Me gusta esa doble vía de ingreso al absurdo de vivir y cómo en la ficción lo resuelve a los tiros. No hacia sí mismo sino hacia otro. Con semejantes temperaturas, las opciones son matar o morir. El calor es una de las formas del absurdo.
Hay un pasaje en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, donde el marinero Marlow pregunta por qué se había ahorcado un hombre, y esta fue la contestación: “¿Quién sabe? Demasiado sol para él”.
Ya lo dijo el sociólogo Émile Durkheim en su estudio El suicidio, de 1897:
Parece resultar, de algunas observaciones, que los calores demasiado violentos excitan al hombre a matarse. En los trópicos no es raro ver a los hombres precipitarse bruscamente en el mar, cuando el sol lanza verticalmente sus rayos.
El asesino de Camus y el suicida de Conrad son dos límites con los que nos enfrentamos los lectores y que nos llevan a preguntarnos, secretamente o no tanto, con cuál nos identificamos. Hacia dónde nos vemos tentados de apuntar un arma hipotética cuando el sol cae sobre nosotros y el aire se vuelve irrespirable. Sé que detrás de cada lector que no juzga a Meursault hay alguien que no soporta el calor, también un misántropo.
El calor en la literatura es un tópico: a veces tema, a veces contexto, a veces escenario, a veces símbolo. Voy a hacer un repaso por algunos de los que me acuerdo.
Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, donde un excónsul británico intenta atravesar, a fuerza de tequila y mezcal, su propio descenso a los infiernos en un Día de los Muertos mexicano. Los relatos de William Faulkner que están ambientados en el condado de Yoknapatawpha; aunque es ficticio, recoge el ambiente sudoroso del sur norteamericano que puede hasta hacer pegar las páginas unas a otras mientras uno lee. Hay una película de 1958, Noche larga y febril (The Long, Hot Summer), en la que este universo aparece de la mano de un jovencísimo Paul Newman, en cuero y transpirado. El calor es usado a veces para erotizar situaciones. Algo de eso se siente en El amante y El amante de la China del Norte de Marguerite Duras: el calor pegajoso en una habitación en medio de la ciudad, húmeda y lluviosa.
Hay una historia de Horacio Quiroga, «La insolación», en la que unos perros son testigos del momento en que su dueño se cruza con La Muerte, que lo andaba buscando desde hacía un tiempo.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
También se llama La insolación una novela de la española Carmen Laforet que empieza con esta frase: “Era como viajar hacia el centro mismo del sol”, y hay otra con el mismo nombre, publicada en 1889 por la también española Emilia Pardo Bazán. Pero acá la insolación es más interior que climática; son los calores del amor y la seducción los que aquejan a la protagonista, una viuda joven que, hasta el comienzo de la historia, había vivido sin conocer “esas divinas locuras que abrasan el alma”.
En 2013, Maggie O’Farrell escribió Instrucciones para una ola de calor, ambientada en Londres, durante la ola que aquejó a las islas británicas en 1976, con temperaturas sin precedentes, muertes, falta de agua y hasta la aplicación de una Ley de Sequía que sólo permitía usar agua para: a) beber, b) aseo personal y lavado de ropa, c) inodoros. La primera frase del libro es gráfica: “Calor, calor”.
En la novela La extraña (1934), del húngaro Sándor Márai, el primer capítulo se titula «38º C» y dice:
A esa hora el calor era tan punzante y pegajoso que todo cuerpo parecía un lastre cubierto de impurezas. Se tenía la impresión de que abajo, en las vísceras de la tierra, los fogoneros hubieran abierto por un instante la caldera del barco para que ascendiera una masa de aire incandescente. Su roce dejaba en la piel un ligero dolor, como una quemadura.
El que sufre el calor es Viktor Askenasi, un profesor del Instituto de Estudios Orientales de París, que quiso tomarse unas vacaciones y no hace más que soportar la canícula asfixiante de la costa dálmata. En un hotel que se llama Argentina.
En la segunda parte de Rayuela —no la de París sino la “del lado de acá”, infinitamente menos citada— también hace calor. No volví a leer la novela de Cortázar pero todavía me acuerdo de la atmósfera sofocante en esa escena en que el protagonista juega a enderezar clavos durante una tarde insoportable en Buenos Aires:
A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una baldosa (…) “Qué frío bárbaro hace”, se dijo Oliveira que creía en la eficacia de la autosugestión. El sudor le chorreaba desde el pelo a los ojos, era imposible sostener un clavo con la torcedura hacia arriba porque el menor golpe del martillo lo hacía resbalar en los dedos empapados (de frío) y el clavo volvía a pellizcarlo y a amoratarle (de frío) los dedos. Para peor el sol empezaba a dar de lleno en la pieza.
Y también está, claro, García Márquez. Pero esto es otra cosa.
Leí hace poco una historia que se cuenta sobre la época en que escribía El otoño del patriarca. Durante los años ‘70 vivía en España y gozaba de las mieles del boom latinoamericano, ese espectacular invento editorial que canalizó tan bien el imaginario europeo sobre una América hispanoparlante exótica, exuberante, homogénea.
Resulta que, después del éxito descomunal de Cien años de soledad, al hombre le costaba enfocarse y todo por el clima.
Mi nuevo libro es una mierda. No logro que haga calor en el libro. Pongo que hace calor y no hace.
Se le había roto el termostato del realismo mágico. La solución que encontró fue hacer un viaje al Caribe. Para escribir el calor, García Márquez debía sentirlo en la piel y eso, intuyo, se traslada sin intermediarios del autor al lector. A ver si me explico. No es lo mismo que un libro te haga sentir el calor —del entorno, de los protagonistas, de una escena— a que el libro te dé calor. Y ese es mi problema con el realismo mágico: no me gusta porque me da calor.
Nos leemos en quince días.
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