La aventura interior

#24 | Sombra terrible del cilicio

Descubrí que mis amigos católicos creen en todo lo que la Iglesia pide cuando mi artículo sobre reliquias sagradas los escandalizó.

Nunca quise ofender a católicos; nunca creí, por otra parte, que esta pluma fuera capaz de tal desaire. Y sin embargo, hace dos miércoles el chat que mi padre tiene con sus amigos de la juventud sufrió un sobresalto: “¡Buenas! Acabo de leer el artículo de Victoria Liendo titulado «El santo prepucio », ¿alguno me lo explica?”. Por suerte mi padre cree en la libertad desde antes de que yo naciera y con el mismo compromiso que Alberdi. No quiero que lo odien, pero tiene, además, un gran sentido del humor. A veces me olvido de que todos somos tan católicos, que nuestros amigos, los de papá, los míos propios, son tan católicos, que el catolicismo nunca estuvo muerto, nunca tuvo que resucitar, para eso esperan a Nuestro Señor Jesucristo, y creen en muchas más cosas de las que dice el Credo, poesía definitiva que es imposible decir sin que el alma levite hacia el final.

A mi amigo Alejandro Crotto, a quien me he referido alguna vez como el poeta católico, le parece evidente que hay grados de espiritualidad, que un santo conoce alturas que nosotros ignoramos, destellos que nos dejarían ciegos, como le pasa a Dante cuando ve a ese ángel en el Purgatorio y se encandila. “No te asombres si la familia del cielo te deslumbra todavía —le responde Virgilio—; es un mensajero que viene a invitar a un hombre a que suba”. Me debo la lectura del santo poema, ya que cometí el error de no haberlo leído antes de conocer a sus promotores. Escuchar a un hombre (que no sea Graciela Alfano o el mismo Crotto) recitar a Dante (o a Shakespeare) en idioma original es un fuerte incentivo para no leerlo jamás. Una resistencia que tiñe injustamente las obras ignoradas y ahora inaccesibles.

Alejandro Crotto y Victoria Liendo en el Círculo Militar, noviembre 2007.

Pasa por casa consternado porque hace un año que no nos vemos.

—¿Vos podés creer, Alejandro, que hay gente que se ofendió con mi último texto?
—Perfectamente, yo soy uno de ellos.
—¿Por qué? —estoy azorada.
—Te juro que terminé de leerlo –y mirá que te conozco y te quiero– y pensé: “Qué boluda”.
—Estoy en shock.
—¿Cómo vas a insinuar semejantes asquerosidades acerca de la alianza mística de Santa Catalina?
—Ah, ¿vos también creés en ese anillo?
—Creo en todo. Suspendo mi inteligencia para creer en todo lo que la Iglesia me pide.
—¿Que la Virgen es virgen? ¿Que existe el Infierno?
—Por supuesto que existe el infierno.
—¿Con llamas y cadenas?
—Si me estás preguntando si en el Infierno hay dolor, la respuesta es sí.
—Vos sabés que después de publicar la nota me di cuenta de que la imagen en la estampita de Santa Catalina de Siena no era una vulva levitando, sino la manera en que en la Edad Media dibujaban la llaga de Jesús —me abstengo de decir “el tajo de Jesús”. Él dice “Nuestro Señor Jesucristo” en toda interacción y sin ironía.
—¡La alianza mística de Santa Catalina! —recuerda, desencajado—. ¡Un horror!

Le recuerdo que yo no lo inventé, que en algún lado (al parecer en un momento las reliquias sagradas estaban muy de moda y todos querían un pedacito de Dios) alguien había dicho que el anillo de compromiso era el Santo Prepucio. Mi amigo me obliga a buscar la referencia, y tiene razón: Beato Raimundo da Capua —confesor de Santa Catalina, quien a los siete años hizo voto de castidad y de grande llevó cilicio y firmó sus cartas (hay casi cuatrocientas) como “tu madre indigna”— nunca se refirió al prepucio. Fue la sienesa que en una carta a Sor Bartolomea della Seta escribió: “Él te ha desposado a ti y a toda criatura, no con un anillo de plata, sino con el anillo de su carne”.

—Además no entendiste nada, porque ella ve la alianza con sus ojos espirituales —me reprende Crotto—. Los santos tienen otros ojos, ya lo explicó Virgilio.

Los funerales de Jorge Chávez el 1º de octubre de 1910, el primer piloto en cruzar los Alpes.

No todas las familias patricias católicas se parecen. Algunas abrazan el ateísmo por considerarlo cosmopolita. Más rebeldes y à la page que la rancia Iglesia española, son liberales de Francia, de Inglaterra, quizá de Italia. Si buscamos curas en las memorias de María Rosa Oliver, sólo van a aparecer en los chistes que su padre, cuya familia es ibérica y tradicional, les hace a sus hermanas devotas. Llegar al departamento de su abuela paterna en la calle Victoria (actual Hipólito Yrigoyen) era “llegar a España”, un lugar exótico, oscuro, que frecuentaba poco. En su infancia de viajes y privilegios (antes y después de la polio, que asimiló con gracia), las estampitas que marcaban el pulso de su imaginación fervorosa eran otras, y podían aparecer de golpe, aleatorias, en cualquier diario extranjero que su padre trajera a la mesa, como el peruano Jorge Chávez, primero en atravesar los Alpes en avión. Su imagen empapela la prensa europea, y la niña de 12 años se enamora.

Por primera vez lo escrito en un diario me interesaba más que lo escrito en un libro, y una persona de carne y hueso se convertía para mí en un personaje de cuento o de leyenda. Yo podría haber visto a ese personaje, haber hablado con él. Y él bien podría haber sido uno de los muchos que en la terraza del hotel charlaban en un español con acentos antes por mí nunca oídos.

María Rosa Oliver, Mundo, mi casa, 1965.

Por primera vez puede mirar su vida con el mismo entusiasmo con el que empezaba una novela favorita. Jorge Chávez encarna la ilusión de ser una mujer en la fantasía de una niña. De gustar, de ser vista, de lucir vestidos. Pero el peruano que tanto la ilusiona al poco tiempo muere. ¿Y qué hace la niña, que se protege de la noticia como de un golpe? Empieza a hablar de él, lo convierte en un personaje fijo de cada noche, cuando en lugar de rezar se cuenta a sí misma una historia.

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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