PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#24 | El cadáver de Héctor

El ultraje a las víctimas israelíes evidencia una barbarie que la antigua Ilíada ya advertía: cuando la civilización olvida los límites morales ante sus enemigos.

Getting your Trinity Audio player ready...

Soy una más de los millones viendo el show montado para las cámaras. La barbarie puesta de frente a la civilización: esto no se trata de una guerra. Hombres encapuchados desfilan los cuerpos de los rehenes; la multitud festeja, vitorea, silba y sonríe, satisfecha. Las imágenes no parecen del siglo XXI y, sin embargo, lo son. Hace milenios que la sociedad occidental cimentó las bases de la vida civilizada y eso puede rastrearse, también, en su literatura.

Entonces me acordé del cadáver de Héctor.

El episodio se cuenta en la Ilíada, el libro más antiguo de la literatura europea (compuesto hacia el 750 a.C.). Se atribuye a Homero, pero ese nombre remite a muchos otros o, a lo sumo, a quien puso por escrito un conjunto de relatos que venían transmitiéndose de manera oral. La Ilíada es un poema épico. Narra un momento puntual del mito de la guerra de Troya que, con cierta base histórica, refleja la situación de la Edad de Bronce en Grecia (alrededor del 1500 a.C.). Esto es importante aclararlo: el libro retrata un momento anterior, primitivo, escasamente civilizado en comparación con lo que distinguió a la sociedad griega en su apogeo. Cuna de lo que somos como civilización.

El argumento

En 15.690 versos agrupados en 24 capítulos o cantos, la Ilíada relata la cólera de Aquiles. Son unos pocos días del décimo año de la guerra que un conjunto de pueblos griegos entablaron con la ciudad de Troya.

La cólera de Aquiles es el motivo narrativo que hace avanzar la historia. El tipo era el mejor de los griegos, casi imbatible, pero se negaba a pelear porque estaba enojado con su jefe Agamenón (le había robado su esclava). La cólera que aquejaba a Aquiles era una pasión entre otras, nada que no pudiera pasarle al resto de los hombres, ya sean griegos o troyanos. De un lado y del otro del enfrentamiento bélico entre pueblos equivalentes, hay hombres que hacen la guerra: no hay buenos y malos. Podríamos decir que en la Ilíada griegos y troyanos están en situación de guerra. Y, aunque estamos hablando de hechos muy lejanos en el tiempo (la antigua Edad de Bronce), la posterior civilización griega (la que escribió el relato) tenía muy en claro que las guerras tienen sus normas y no permiten cualquier cosa.

Como si fuéramos flamantes Miss Mundo, queda bien declarar que estamos en contra de las guerras. Muere gente, pero a veces son inevitables.

Entonces, hay guerras y, desde hace milenios, la humanidad sabe que tienen sus reglas. Y lo sabe, no porque lo dictan los dioses, sino porque la propia humanidad, en su camino evolutivo, ha fijado lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer. Por ejemplo, las negociaciones se llevan adelante a cara descubierta entre entidades equivalentes: generales, Estados, presidentes, enviados especiales. Y los cadáveres se respetan.

Volviendo al argumento, la cólera del comienzo fue en aumento por causas que no voy a contar ahora (lo pueden leer, no me voy a cansar de recomendar este libro), hasta que al final Héctor mata al amigo de Aquiles, Patroclo, y el héroe griego pierde los pedales. Deja de actuar como un hombre civilizado.

Lo que hace Aquiles

Sobre el final de la historia, Aquiles mata a Héctor, el mejor de los troyanos e hijo del rey Príamo. Hasta ahí, nada que no pase en las guerras, pero Aquiles no está actuando como un guerrero; a esta altura del relato no sólo siente cólera sino que está poseído por la hybris. La clave está en esa palabra griega que puede traducirse como desmesura, también arrogancia, desenfreno, insolencia, soberbia. Es algo que se sufre, como un castigo, porque demuestra que no se tiene algo indispensable para el proceso civilizatorio: la capacidad de dominar los propios impulsos.

Pueden padecer hybris las personas, las tribus, los pueblos, las naciones, y hay que cuidarse de ella para no comportarse como un bárbaro.

Aquiles está a punto de darle la estocada final a Héctor que, desde el suelo, le implora por el destino de su cuerpo:

Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al fuego.

Desde lo alto de la muralla troyana, Príamo ve morir a su hijo, ve cómo su enemigo le quita la armadura ensangrentada, ve cómo llegan los demás para celebrar y herir una y otra vez su cuerpo muerto, ve a Aquiles atar el cadáver por los tobillos y arrastrarlo con su carro de guerra. Héctor es llevado como un trofeo lejos de casa y exhibido a la intemperie durante doce días. Ultrajado y, con él, todo su pueblo.

Eso no les gusta a los dioses. A la cultura griega posterior, la que cuenta la historia, tampoco le gusta y por eso la está contando: para ilustrar una idea. Pero todavía no llegamos a eso, sigamos con los hechos.

El último canto

Empieza en el campamento griego con Aquiles agraviando el cadáver de Héctor: tiene pesadillas, se levanta a la noche, lo arrastra un rato y se vuelve a dormir. No hay ahí un guerrero sino un resentido, un poseído por fuerzas que no son dignas de un humano.

Entonces los dioses en el Olimpo deciden intervenir. Hay debates y propuestas más o menos heroicas hasta que Zeus resuelve poner a prueba la grandeza de Aquiles. Quiere ver si eso es un hombre. Manda emisarios a la tierra que encomiendan al rey Príamo ir hasta el campamento enemigo a pedir por el cadáver de su hijo.
Cuando el viejo entra a la tienda de Aquiles, se arrodilla, abraza sus piernas y suplica:

Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. (…) Pero respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos.

Homero dice que entonces Aquiles lloró por su padre, que lloraron juntos y conversaron, que finalmente salió Príamo de allí con el cuerpo de su hijo (protegido por un dios) bañado y ungido en aceite, envuelto en una túnica de hilo para llevarlo de vuelta a Troya, su patria. Pocas líneas después, termina la Ilíada con los funerales de Héctor.

Lo que esta historia nos cuenta

Aquiles y Príamo, griegos y troyanos, son capaces de encontrarse en un llanto común y reconocerse el uno al otro como humanos. El narrador dice que los dos se miraron con admiración mutua. Son guerreros en una contienda, pero hay algo que los une a pesar de estar en bandos enfrentados.

¿Y la guerra? La guerra era circunstancial —por motivos comerciales, según la historia; por la mujer más linda del mundo, según la literatura— y así siguió un poco más. Aquiles terminó con una flecha en su talón, los griegos metieron un caballo por las puertas de la ciudad, Troya ardió, pero todo eso no se cuenta en este relato sino en otros.

Más allá del obvio entretenimiento, estos poemas cantados tenían el objetivo de ir delineando las pautas de una sociedad civilizada. Con un ojo puesto en el pasado, Grecia se estaba pensando a sí misma. Narrando historias antiguas, iban construyendo una ética para el presente y el futuro. Quiero decir, moldeaban literariamente lo que pretendían ser, aunque eso implicara un pequeño sacrificio: poner en duda el grado de sensatez de su guerrero más afamado.
La primera obra literaria de Grecia fue una puesta a prueba de su grado de civilización.

La escena final muestra las pompas fúnebres del cuerpo de Héctor, que llegó a casa después de una transacción pacífica, consensuada y civilizada entre enemigos jurados pero, aun así, equivalentes. Liberado de la hybris que nublaba su entendimiento, Aquiles se convirtió en el garante de lo que vendría, lo que Grecia aspiraba a ser.

Aquel encuentro en el que dos hombres se reconocieron el uno al otro como humanos, arrancó del dolor una base conceptual para la historia posterior de Occidente.

Por eso la desesperanza, porque el show montado sobre los cuerpos de las víctimas israelíes resultó un espectáculo permitido, publicitado y celebrado por una buena parte de la sociedad ilustrada de Occidente. Como si el proceso civilizatorio no hubiera tenido lugar.

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla martes por medio).

Compartir:
Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

Seguir leyendo

Ver todas →︎

#23 | Lo que estuve escuchando

Un recorrido por diversos canales y podcasts literarios, desde videos en inglés hasta programas en español, entre hallazgos y lugares comunes.

Por

#22 | La mentira de las vacaciones

El moderno sentido del ocio es la expresión de una promesa incumplida: la de un futuro lleno de robots que nos liberarían para siempre de la obligación de trabajar.

Por

#21 | Amigos por correspondencia

Un intercambio de cartas entre una escritora neoyorquina y un librero londinense se convierte en amistad, amor por los libros y un éxito inesperado: ’84, Charing Cross Road’, la joya de Helene Hanff.

Por