La aventura interior

#23 | El santo prepucio

Bacon obsesionado con el retrato papal de Velázquez y místicas fascinadas por anillos invisibles.

Historiadores anuncian por TikTok el fin de nuestra era. Aprendo, inquieto lector, que un ritmo se impone desde la noche de los tiempos, que las eras nacen, se desarrollan y mueren en ciclos de 250 años. La que empezó con la Revolución Industrial concluye ahora. Somos sus testigos: la generación de los que vieron el fin.

Para los académicos, que descubren patrones en el tiempo, todos los finales se parecen: la desorientación, el derrumbe moral, los estímulos espurios; nada que usted y yo no conozcamos como el oxígeno. En un paisaje de valores confusos, la aparición de León XIV es más inesperada que el Apocalipsis. Después de un siglo de caída libre, la Iglesia vuelve a avivar su antiguo fervor. La belleza majestuosa del cónclave en la Capilla Sixtina y la de todos sus ritos –la misma que hasta hace poco era un símbolo de corrupción– hoy representa el alivio de la forma. El signo de que no todo está perdido. A nosotros, protagonistas forzosos del ocaso de un mundo, por más ateos, judíos, no practicantes o budistas, nos sorprende la fe.

Plano de la ciudad de Buenos Aires, del cartógrafo Pablo Ludwig, 1900. Así era nuestra aldea hacia el final del papado de León XIII.

Hace muchos años conocí en París al único psicoanalista argentino que dio una clase en los Seminarios de Lacan. Fue su discípulo durante décadas, y recibió del francés la confianza, la íntima consagración. J. D. Nasio –así se llama– es un intelectual con estilo y personalidad. Usa trajes de colores, camisas de colores, anteojos con marco de colores. Los gemelos son las piedras falsas más brillantes que jamás haya visto en los puños de un hombre. Como es bajito pero de actitud dominante, es innegable un cierto parecido a Napoleón. De haberme atendido con él, me habría curado.

Lo recuerdo en su conferencia sobre el inconsciente de Francis Bacon. La cosa empezaba tarde y quedaba en la otra punta de la ciudad, al sur del barrio 15 (que nunca está mal evitar). Un hotel de mala muerte con puertas de vidrio y ningún empleado. Me estaba dando la vuelta cuando las puertas se abrieron solas. Adentro, una hoja A4 impresa con letras mayúsculas: “CONFERENCIA DE PSICOANÁLISIS ABAJO” y una flecha que señalaba unas escaleras subterráneas.

Me imaginé adentro a Nasio frente a unos siete personajes improbables como suelen haber en los seminarios universitarios más concurridos que existen, pero no. Del otro lado de la puerta, unas 60 personas tomaban notas alrededor de Napoleón que, con micrófono en mano sobre un pedestal de madera, pronunciaba con fervor palabras como “ano”, “pulsión agresiva”, “sublimación”, “zonas erógenas” y “síntoma” en un francés pintoresco.

Bacon era homosexual. Parece que Velázquez también. O eso se desprendía de la anécdota que contaba el conferencista: Diego en Roma con su esclavo, Juan de Pareja, comprando arte para Felipe IV. Un shopper del siglo XV. El shopper de un rey. Parece que es ahí, en ese viaje, que el pintor español hace el retrato de Juan, famoso cuadro que hoy vive en el MET, donde se ve al hombre de actitud noble y origen morisco. Es tan bueno que el Papa Inocencio X le pide que haga uno de él. Velázquez cumple. El Santo Padre queda estupefacto al verlo, y exclama: “Troppo vero!”.

Bacon, que pasaba tiempo en Roma tres siglos después también con un amante (el retrato de Velázquez es de 1650, el de Bacon de 1949), ve en un libro de arte una fotografía del retrato de Inocencio X y pierde la cabeza. A tal punto la imagen lo atrapa que incluso estando en Roma no se anima a ver el original, pero compra miles de reproducciones con las que tapiza las paredes de su atelier en Londres. No puede dejar de hacer versiones de ese retrato. Al Dr. Nasio lo obsesiona que a Bacon lo obsesione el cuadro de Velázquez, o al menos ese es el guion de una intriga que tiene a su audiencia en vilo. ¿Qué fuerza misteriosa impulsa la voracidad de pintar una y otra vez el mismo cuadro?

La interpretación psicoanalítica con la que me fui aquella noche a casa era algo así: para el inconsciente de Bacon, el retrato del Papa era un pene lubricado (“el de su padre”, agregó fugazmente el orador). En el satén de la cappa carmín del traje papal Nasio vio a Bacon ver en Velázquez la lumbre del órgano masculino erecto.

Retrato del Papa Inocencio X, Diego Velázquez, 1650.

En Interviews with Francis Bacon, el crítico David Sylvester le pregunta al artista por su obsesión con el cuadro de Velázquez. Bacon exhibe, a modo de respuesta, una sobria resistencia, pero el entrevistador no piensa soltar el tema.

–¿Pero por qué fue que elegiste al Papa?
–Porque creo que es uno de los retratos más grandes que se han hecho jamás, y me obsesiona, compro libro tras libro con esta ilustración del Papa de Velázquez, simplemente me persigue y despierta en mí todo tipo de sentimientos y áreas de imaginación, diría, aun tratándose de mí.
–¿Pero no hay otros retratos igual de importantes por los que podrías haberte obsesionado? ¿Estás seguro de que no hay algo especial en el hecho de que sea un Papa?
–Creo que es lo magnífico de su color.
–¿Pensás que tu vínculo con el cuadro tiene algo que ver con sentimientos hacia tu padre?
–No estoy muy seguro de entender lo que estás diciendo.
–Bueno, el Papa es il Papa.
–Ciertamente, nunca lo había pensado de ese modo, pero no sé… Es difícil saber cómo se forman las obsesiones.

Santa Catalina de Siena en oración, estampa devocional impresa por K. van de Vyvere-Petty en Brujas, circa 1870.

¿Habrá visto brillar Santa Catalina de Siena el anillo que Jesús le ofrecía? En una estampilla decimonónica, la vemos subyugada por un crucifijo que, cobijado por una vulva, levita frente a ella. Fui mística en Siena, y tuve, como Bacon y Velázquez, un amante en Roma, pero si de obsesiones hay que hablar, la mía fue precoz y sucedió en catequesis. Mi Inocencio X fue la virginidad. Por eso me resultaba difícil no hablar de la incomodidad a la que Santo José había tenido que acostumbrarse, y pensaba de manera recurrente en la historia de Santa Catalina. Jesús le había propuesto matrimonio –nos había dicho la catequista– y le había dado un anillo de rubíes y diamantes que sólo ella podía ver. La sola visión de ese anillo me imantaba. Cuando fui más grande, investigué su vida y descubrí que, al menos según Raimondo da Capua (al que León XIII hizo beato), el anillo invisible y perfecto que tan feliz la había hecho era el santo prepucio, aquel pedacito de piel que le cortaron a Jesús al octavo día y que ella besaba en su mano devota, enamorada.

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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