Las vacaciones son una estafa. Diez, quince días, un mes al año para “descansar” con el único horizonte de volver a trabajar. ¿A quién se le ocurrió que era un arreglo conveniente?
Reponer fuerzas para volver a garantizar la labor de nuestro cuerpo o el trabajo de nuestra mente, ya lo dijo Hannah Arendt, es una trampa. Ni hablar si a eso le sumás el sinsentido de cargar mujer, marido, hijos, ¡a veces suegra!, sombrilla, heladerita, protector; pagás una fortuna de alquiler temporario para acceder a un parrillero, vas a la playa cada día con todo a cuestas y te tirás al sol (porque es lindo) pero te embadurnás de protector (porque es peligroso), sacás fotos verticales, comprás un choclo, unos churros con arena; juntás y cargás todo otra vez para la vuelta, te sacás la arena, comprás unas rabas, prendés el fuego, te destapás una cerveza y te sacás una foto con la sonrisa abierta al lado de los chorizos fucsia de Paladini para recordarte que la estás pasando bomba.
Lo siento, es que enero acentúa mi pesimismo. Pero no sé si es esa la palabra.
Definitivamente no es su antónimo. ¿Por qué ver “el lado bueno de las cosas” si está el otro?
Todavía me acuerdo de la impresión que tuvo en mí un texto de Mijail Bajtin que leímos en la facultad: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Franҫois Rabelais. Era a propósito de la escritura de Rabelais, la risa y el sentido de lo cómico, pero eso lo supe después; el énfasis docente estaba puesto en la cultura popular (¡ese término!).
Como sea, Bajtín dice en algún momento, y eso desencadenó mi desasosiego, que en la época medieval los días festivos llegaban a ser un tercio del año. Más allá de las fiestas oficiales y religiosas, durante más de cien días del año imperaba el carnaval (¡ah, el horror, el horror!), donde todo se ponía patas para arriba. Mis compañeros más hippies (todos, según mi percepción de entonces) tenían ahí su interés, en ese espíritu carnavalesco donde se olvidaban las diferencias.
“El carnaval no es un espectáculo visto por la gente; la gente vive en él, y todos participan porque la idea misma de carnaval abraza a toda la gente. Mientras dura el carnaval, no hay otra vida fuera de él. Durante el periodo de carnaval, la vida se somete sólo a sus leyes, esto es, las leyes de su propia libertad. Tiene un espíritu universal; es una condición especial del mundo entero, del renacimiento y la renovación del mundo, en los que todos toman parte. Tal es la esencia del carnaval”.
Carnaval toda la vida
Mientras tanto, bien lejos de máscaras y murgas, yo pensaba en esos improbables calendarios llenos de días en rojo y soñaba con ellos porque, además del pesimismo, soy presa de la pereza. Cuando no trabajo, hago nada. No me pongo al día con libros ni películas, no aprovecho el tiempo (¡ese concepto!), no me junto con gente, no hago balances ni trazo propósitos. Atravieso los días y las noches en medio de una nada absoluta.
Si las vacaciones son un engaño es porque primero lo es el trabajo. ¿A quién se le ocurrió esa idea de ganarse el pan con el sudor de la frente o con cualquier otra metáfora del esfuerzo humano? Hesíodo dijo que fue culpa de los dioses.
“Cuando al mismo tiempo nacieron los dioses y los hombres, los mortales no conocían el trabajo, ni el dolor, ni la cruel vejez, guardaban siempre el vigor de sus pies y de sus manos, y se encantaban con festines, lejos de todos los males, y morían como se duerme. Poseían todos los bienes, la tierra fértil producía por sí sola en abundancia y en una tranquilidad profunda, compartían estas riquezas con la muchedumbre de los demás hombres irreprochables”.
Después llegó Prometeo y, con un muy grosero error de cálculo, se robó el fuego divino para dárselo a los hombres en un gesto que mostró tanto su demagogia como su nula capacidad para conocer qué quieren los humanos. Como castigo, Zeus ató a Prometeo a una piedra y le hizo comer el hígado por un águila. Una y otra vez, a perpetuidad. Para la humanidad creó a Pandora, la mujer de cuya caja salieron todos los males: plagas, dolor, pobreza, crimen y, como sospechábamos, el trabajo.
Gracias, Prometeo, considerado “un gran benefactor de la humanidad”. No lo digo yo, lo dice Wikipedia.
Ya lo sabían los griegos, el ocio es el gran motor de la humanidad. El ocio para ellos no era esta versión descafeinada que tenemos ahora con una agenda llena de “planes”, no era descanso ni esparcimiento, no se trataba simplemente de un tiempo desligado de las obligaciones laborales, era un tiempo en sí. Puro ejercicio de la libertad de ser en el mundo.
Los griegos no querían saber nada con el trabajo, esa actividad del cuerpo sujeta a la más pura necesidad no era digna de los hombres libres que, librados del yugo, podían dedicarse a la contemplación, el encuentro con los dioses y la naturaleza.
Si hay algo que vengo esperando desde muy chica cuando leía las Muy interesante es a esos robots que prometían reemplazar a los esclavos griegos y nos librarían del trabajo en el siglo XXI. Nada de eso llegó y tal vez ahí esté la explicación a mi falta de optimismo; lo tenía —moldeado por series, películas, libros y revistas nacidos de la imaginación técnica del siglo pasado— y lo fui perdiendo a fuerza de decepciones. No hubo un solo invento de esos que valen la pena (Internet está bien, pero no es para tanto, mejor es el aire acondicionado), me tuve que poner a trabajar y perdí para siempre el tiempo en sí.
Una vez al año, en enero, trato de imitar a mis amigos griegos y, a falta de contacto con los dioses y la naturaleza, me dedico a hacer nada.
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