En diciembre de 1997, hace ya un cuarto de siglo, en el Festival de Cine de Mar del Plata se presentó la película Pizza, birra, faso, realizada por dos jóvenes debutantes: Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro. La película cayó como un rayo en el desértico panorama del cine nacional, en ese momento anquilosado y moribundo. Era fresca, narrativamente ágil y despojada de excesos de retórica; además mostraba a la ciudad de Buenos Aires de una manera diferente, liberada de lugares comunes, como la música de bandoneón o la imagen de los actores de siempre caminando por Corrientes. La película no mostraba al Obelisco como el fondo de una postal sino desde sus mismas entrañas. Todo era nuevo.
En particular, sus protagonistas representaban una especie de tribu urbana desconocida hasta el momento: unos ladroncitos de poca monta que vivían prácticamente en la calle. Su lenguaje era extraño, casi incomprensible. La música con que la película los envolvía no tenía nada que ver con la época que creíamos que estábamos viviendo, era algo levemente tropical, vulgar y sofisticado al mismo tiempo.
Los que veíamos la película no sabíamos que –además del hecho artístico– estábamos contemplando un fin de ciclo. Sin saberlo, estábamos a las puertas de un desmoronamiento social descomunal. Ignorábamos que estábamos destinados a convivir con gente casi sin recursos –si no era que nosotros mismos fuéramos los que íbamos a quedar fuera del sistema–, con otras pautas de vida y que la cumbia iba a ser el telón de fondo de lo que venía, los peores años de nuestro país. Los espectadores de aquel festival creímos ver la punta de un nuevo cine que se asomaba. Y así fue, sólo que también era el primer pantallazo de la pesadilla que se venía.
La película se estrenó y fue un sorpresivo éxito indie: más de 100.000 espectadores llevados por el apuntalamiento de la crítica y el boca a boca, dos canales de información actualmente desaparecidos en el consumo de espectáculos. A partir de Pizza, birra, faso la exploración del mundo marginal fue tendencia y moda; consumo morboso, frívolo muchas veces, atento y preocupado otras. Hasta Pol-ka tuvo su ficción costumbrista ambientada en un barrio marginal.
La cultura de los márgenes se fue haciendo extrañamente hegemónica y finalmente terminamos todos llenos de tatuajes y hablando lenguaje tumbero. Luis Buñuel había filmado en México en 1950 una película sobre personajes marginales llamada Los olvidados. Hoy sólo se podría hablar de los “no olvidados”, ya que la marginalidad pasó al centro, nos cruzamos con sus desventuras todos los días y vemos cómo la cultura generada por sus carencias está en el centro de nuestras vidas. La pobreza, llegando al 40 % de la población, no puede ser “invisibilizada”, pero más que eso: pasó a ser trending topic del consumo cultural.
Con el crecimiento de la pobreza vino el tráfico de drogas y, especialmente en estas zonas despojadas de recursos, drogas baratas, terriblemente adictivas, mal cortadas, que mataban jóvenes o en el mejor de los casos los convertía en zombies. Con la falta de trabajo y educación vino la delincuencia, y con ella las armas. Y la muerte.
Intoxicado
En la madrugada del 12 de julio de 2018, el cantante de rock Pity Álvarez, luego de una breve discusión, le disparó un tiro al pecho de un conocido, Cristian Díaz, para luego rematarlo en el piso con tres disparos más. Fue al pie de los monoblocks donde el cantante nunca dejó de vivir, en el barrio Cardenal Samoré, al costado de la autopista Dellepiane. La historia está contada de manera brillante en el podcast Intoxicado, que se puede escuchar por Spotify.
Locutado por el actor Diego Alonso (un actor siempre presente en las películas y series sobre marginados) y con guion del periodista Pablo Plotkin, el podcast hace una alquimia perfecta entre la representación artística, el informe periodístico y la crónica policial con pretensiones literarias. Son seis capítulos de aproximadamente media hora que devoré en un par de días de viajes en transporte público y caminatas. Como el podcast no incluye las canciones (seguramente los productores no tenían los derechos), fui mezclando los capítulos con la música de los grupos de Pity, Viejas Locas e Intoxicados, que conocía muy lejanamente aunque el personaje me inspiró siempre una cierta ternura.
El relato hace eje en el incomprensible crimen, pero se remonta a la historia personal y a la carrera artística de Pity, con excelentes testimonios de músicos famosos y otros que acompañaron al cantante. Una corista dice que de la mochila de Pity podía salir cualquier tipo de substancia, ya que lo suyo era el policonsumo: al mismo tiempo podía excederse con el champagne, el crack, ácido, inyectarse heroína o ingerir abundantes psicofármacos. En algún momento, la tentación no fue sólo por el consumo indiscriminado de estupefacientes sino por las armas y el crimen. Como dice un músico que lo acompañó (¡entrevistado en su arresto domiciliario!): “yo fui un delincuente que quería ser rockstar, Pity era un rockstar que quería ser delincuente”.
Sin embargo, el momento más desesperante y apasionante no es el asesinato sino un show fallido en Tucumán. No quiero spoilear porque el episodio está contado con el suspenso de un thriller pero basta con decir que mientras en San Miguel de Tucumán un estadio estaba lleno de miles de personas que esperaban su aparición, el productor del show estaba en Buenos Aires, en el departamento de Pity, tratando de convencerlo de volar mientras trataba de conseguir un avión privado con ese fin.
Más allá de la atracción morbosa que genera el rumbo descendente de la vida de Pity, su seducción también se basa en su fenomenal talento artístico: en sus letras desmañadas pero insolentes y cristalinas, en su ambición musical que se liberó de la condena de ser un repetidor de la cultura stone para explorar otras formas musicales, siempre con una honestidad desarmante.
El podcast me duró dos días, pero el consumo de canciones de Pity Álvarez me acompaña hasta hoy. Todas tienen ahora la reverberación retrospectiva de la tragedia y, aunque el cantante vegeta en una institución psiquiátrica a la espera de la apertura del juicio oral por su crimen, uno las escucha como si él ya no estuviera entre nosotros.
Habla de la ignorancia con que me sumergí en este mundo que no conocía la canción “Fuego“, cantada con Andrés Calamaro, otro honesto explorador de substancias pero con el respaldo que da pertenecer a otra clase social y cultural. La canción tiene una melodía pop agradable y poco amenazante pero la letra abre una ventana al proceso interior de una persona devorada por la necesidad de consumir de manera continua todo tipo de sustancias.
La sigo escuchando un número de veces que me avergonzaría divulgar si lo conociera y todavía no me llega el momento de dejar de emocionarme. Su letra dice así:
Esta vez es en serio, no estoy mintiendo
Algo se prende fuego
Sé que muchas veces dije que el lobo venía
Pero esta vez, el lobo está acá
Se prende fuego mi pelo, mi piano, mis discos
La ropa y el perro
Puede ser que otra vez no sea cierto
Pero siento como el fuego me quema por dentro
Dame un balde de agua o de arena
O pasame el matafuegos
El incendio está cerca y no voy a quemarme
Sin antes pelear
Se prende fuego mi pelo, mi piano, mis discos
La ropa y el perro
Puede ser que otra vez no sea cierto
Pero siento como el fuego quema por dentro
Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego
Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, oh
Estamos enfermos, fuego, fuego, oh
Estamos enfermos, fuego, fuego, sí
Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego
Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego
Estamos enfermos, perdónennos, perdónennos, sí
Estamos enfermos, perdónennos, perdónennos, sí
Mientras me empapaba tardíamente del personaje y disfrutaba dolorosamente de sus canciones, pensaba que probablemente Pity sea el último eslabón que nos conecta con ese mundo oscuro y peligroso, hecho de cemento, basura y violencia, en el que vive una cantidad enorme de nuestros compatriotas. Con su educación musical, su enorme inteligencia y su talento, Pity hizo un arte que yo, alejado social, cultural y cronológicamente de su experiencia, puedo apreciar y sentirme conmovido. Pity conecta (conectaba) la educación musical y literaria de la clase media con los sórdidos monoblocks del sur de la ciudad.
En cambio, los productos culturales nuevos que salen de esa cocina infernal de carencias y sufrimiento ya me resultan totalmente desconocidos e incomprensibles. En estos 25 años que pasaron desde la proyección de aquella película pasaron dos o tres generaciones de gente sin trabajo, escuela o futuro. Hacen su música, tienen su lenguaje, sus preocupaciones, que no son las nuestras, ya asegurado trabajo, comida caliente en la mesa y techo. Los miramos de lejos con interés y precaución. Usamos frívolamente algunas de sus palabras y nos forzamos a admitir de manera condescendiente que su música es tan respetable como la nuestra. Cuando se nos acercan nos asustamos y cerramos las rejas para que no nos roben.
“Estamos enfermos, perdónennos”.
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