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#22 | Como huevos prehistóricos

Monstruos de buen corazón y comparaciones no tan odiosas.

–Simplemente no te gustan las mujeres, Rick
–¿Y vos por qué seguís soltero?
–Quizás me gustan demasiado.
–Fred MacMurray y Phil Carey en Pushover (Richard Quine, 1954)

 

El jueves se estrena La ballena, la octava película de Darren Aronofsy, uno de esos directores que suelen estar más preocupados por escandalizar que por hacer una buena película (entran en esa categoría Gaspar Noé, Lars Von Trier y Yorgos Lanthimos, entre los que se me ocurren enseguida). Eso no significa necesariamente que no me guste. Banco El luchador, por ejemplo. Y la verdad es que con El cisne negro me pegué un gran julepe, así que la voy a defender a muerte.

La trama de La ballena es parecida a la de El luchador: un tipo que castiga su cuerpo hasta morir para expiar la culpa por haber abandonado a su hija. Y tienen otra cosa en común: las circunstancias personales del actor protagonista funcionan como un atractivo extra (tanto Mickey Rourke como Brendan Fraser hacen un gran comeback) y sus corporalidades particulares son la característica más sobresaliente de sus personajes. Quizás el hecho de que los kilos que ganó Fraser durante su ausencia de la pantalla no hayan sido suficientes y haya sido necesario sepultarlo bajo más kilos de prótesis marquen la diferencia de calidad entre una y otra.

Pero a pesar de eso Brendan Fraser la rompe como ese profesor de literatura híperobeso que solo quiere comer hasta morir porque extraña a su novio, que se suicidó porque su familia religiosa no lo aceptaba. Y es lo único que hay para ver: la película transcurre casi íntegramente en su living, él apenas se mueve del sillón y los cuatro personajes que lo rodean son apenas arquetipos que podrían ni tener nombre (la hija, la enfermera/amiga, la ex-mujer, el predicador).

La ballena es demasiado teatral y todos hablan todo el tiempo sobre lo que sienten, pero en mi opinión logra no resultar patética (no es poco, dado el tema), y eso no es solo gracias al trabajo de Fraser sino también porque Charlie es un gran personaje. Él acepta su condición de monstruo, un monstruo de buen corazón como John Merrick o Quasimodo. Y la película no juzga la reacción de los demás. Obviamente que no queremos al chico del delivery que reprime mal una carcajada cuando lo ve, pero cuando finalmente prende la cámara de su computadora para que sus alumnos observen su cuerpo, lo variopinto de las reacciones funciona como un compendio de las posibles reacciones humanas, todas legítimas y comprensibles.

Pensaba hablar peor de La ballena, porque la verdad es que no me gustó, pero escribiendo me di cuenta de que aun siendo monstruosa, tiene buen corazón.

 

 

Hay una figura retórica que siempre me resulta sospechosa en los textos literarios (¿algún texto no lo es?). Se trata de la comparación. Por ejemplo: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”. Elijo el comienzo de Cien años de soledad (excelente, vengan de a uno) para que quede claro que mi tirria no tiene que ver con la calidad de la comparación y que seguramente sea un problema mío.

Cada vez que me cruzo con una de estas me imagino al escritor deteniendo el tecleo para pensar un rato una buena metáfora, ingeniosa y sorpresiva, como si creyera que la mera descripción no fuera suficiente. Algo de eso hay, pero entonces ¿cuándo poner una comparación y cuándo no? Me imagino un cuento de Leo Maslíah (quizás existe) en el que una narración breve y anodina está interrumpida a cada palabra por una comparación. O un cuento al estilo de “El Aleph engordado” en el que se reproduce un texto famoso intercalando comparaciones en todos los lugares en los que se pueda.

Está claro que no hay reglas, que las comparaciones son legítimas y que probablemente todo dependa de que suenen bien o que iluminen de alguna manera especial el primer término. En el caso de García Márquez es probable que introduzca la palabra “prehistórico” para empezar a sugerir que el comienzo de su historia es el comienzo de la Historia. A pesar de lo que diga el demente de Fernando Vallejo.

Sigo leyendo a Patricia Highsmith. Al comienzo del segundo libro de la serie de Tom Ripley, Ripley Under Ground, escribe: “A través de la puerta cerrada que daba a la galería se oía un barullo de voces, muchas voces entre las que la risa de una mujer sobresalía como una marsopa en la superficie de un mar turbulento”. Frené mi lectura primero para buscar en el diccionario la traducción de “porpoise” (marsopa) y también porque acá sí, pensé, la comparación es graciosa y precisa pero no aporta demasiado, entonces me detuve a cavilar sobre todas estas cuestiones, sobre si tengo razón al reprobar esto de la marsopa o si soy un atrevido por creer que puedo criticar la prosa de Patricia Highsmith, y sobre todo sobre por qué no puedo abandonarme a la lectura y ya, en lugar de ponerme a pensar en pelotudeces.

Retomé desde el comienzo del párrafo y descubrí que la oración no terminaba con el mar turbulento: “ A través de la puerta cerrada que daba a la galería se oía un barullo de voces, muchas voces entre las que la risa de una mujer sobresalía como una marsopa en la superficie de un mar turbulento, pensó Tom, aunque ahora no estaba de ánimo para la poesía”.

Me hizo reír otra vez, Patricia Highsmith.

 

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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