Helene Hanff nació en 1916 en Filadelfia. A los veinte años se fue a Manhattan con una beca para ser dramaturga, pero apenas conseguía llegar a fin de mes con guiones que escribía para televisión. Si le sobraba algo, lo gastaba en libros. Un día de 1949, se cruzó con el anuncio de una librería londinense especializada en ejemplares agotados y envió una carta con un pedido puntual al número 84 de Charing Cross Road, en Londres. Ella no podía imaginar que en esa dirección estaba la cifra de su gloria. Esto es lo que uno encuentra si la googlea.
Es que aquella carta fue la primera de muchas y el origen de su éxito inesperado.
Debe ser raro, para alguien con vocación de escritor, que su obra reconocida haya sido lo único que escribió sin intención de ser publicado y, mucho menos, destinado al gran público. 84, Charing Cross Road es un libro de cartas, una especie de joya de culto del género que se reedita cada tanto desde su primera edición en 1970. La autora, el nombre que figura como tal en la portada, es Helene Hanf, pero este no es uno de esos libros epistolares de una sola vía, porque también están las respuestas del destinatario: Frank P..
En aquella primera carta, fechada el 5 de octubre de 1949, ella no sabía a quién se estaba dirigiendo, así que la encabezó con el nombre de la librería (Marks & Co) y empezó con un impersonal “Señores”.
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión “libreros anticuarios” me asusta un poco. Porque asocio antiguo a caro. Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas (…) Les adjunto la lista de mis necesidades más apremiantes.
Me encanta lo de las necesidades más apremiantes, esa sensación de urgencia que conoce todo el que se encachila con un libro y no puede no tenerlo.
La respuesta con membrete llegó veinte días después con tres iniciales como firma: FPD, Frank Percy Doel, dueño de la librería, anticuario de Londres e involuntario coautor del éxito editorial de Hanff.
Helene y Frank se cartearon durante veinte años. Ya desde el comienzo ella fue marcando el tono. Las suyas no serían sólo listas crudas de pedidos (la Biblia en latín, los ensayos de Leigh Hunt, un volumen de Stevenson) más los dólares por el valor de lo enviado. Sus cartas estaban llenas de comentarios sobre su pobre situación económica o sobre el placer de desembalar un libro y acariciar las páginas color crema, sobre las sensaciones en el tacto, sobre sus gustos (“me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo”), sobre sus manías o las decepciones tras la lectura (“¿qué porquería de Biblia protestante es ésta?”) o chistes que desencajaban al británico.
El tono del librero era definitivamente otro: sobrio, inglés, formal. Poco a poco se fue soltando. En Londres se sentían los estragos de la posguerra y el racionamiento no era fácil de sobrellevar, así que en la librería no pudieron creer cuando en las vísperas de esa Navidad llegó un paquete de Helene con un jamón de tres kilos, latas de conservas y otros productos que sólo podían conseguirse en el mercado negro. Para Pascuas llegó otro envío: “Nos encantó a todos ver las latitas y la caja con los cascarones de huevo. Todos los de la casa se unen a mí para agradecerle su amable y generoso detalle”.
En la librería disfrutan de sus cartas y tratan de imaginar cómo es Helene físicamente. El viejo señor Martin “opina que debe tener un aspecto de intelectual a pesar de su maravilloso sentido del humor” y otra empleada la sueña “joven, muy sofisticada y muy elegante”. No sabemos qué imagina Frank, porque todo esto se lo confesó Cecily, una dependienta que se atrevió a escribirle a Helene a espaldas del dueño. Mientras tanto, él recorre grandes distancias en la ciudad para tratar de encontrar los libros que ella le pide.
Eso se ha convertido en una historia y así lo seguimos los lectores: las hijas de Frank dejan de ser niñas, hay celos de parte de su esposa, pero un día llegan unas medias de nylon desde Nueva York para ella. Él va ganando confianza, a veces firma Frankie y Helene sigue haciendo bromas (¿qué hace ahí sentado en lugar de salir a buscar los libros que ella necesita?), ya son “querida Helene” y “querido Frank”. ¿Cuándo podrán conocerse personalmente? Ella promete que, cuando todo esté mejor, irá a Londres. Llevan más de cinco años de cartas de ida y vuelta cuando él le pide que deje de enviar alimentos, ya no hacen falta, Inglaterra se ha puesto completamente de pie. Aunque el cambio de moneda ya no es tan conveniente como antes cuando cada libro era una ganga para Helene, los precios de Londres siguen siendo más beneficiosos que los norteamericanos. Y además, quién en Manhattan sería capaz de conseguir las rarezas que Frank procura y envía, quién otro estaría dispuesto a seguir sus caprichos.
Envíeme también la Antología de Oxford, por favor. No se pregunte nunca si habré encontrado algo en cualquier otra parte porque ya no busco en ninguna otra parte. ¿Por qué voy a bajar hasta la calle 17 a comprar libros sucios y estropeados cuando puedo conseguirlos de ustedes limpios y hermosos sin tener que alejarme de mi máquina de escribir? Desde donde estoy ahora, Londres se encuentra muchísimo más cerca que la calle 17.
Está empezando 1969. Helene ya no vive en su departamento “cochambroso” (ese es el adjetivo en la traducción al español) y se mudó a uno con dos habitaciones. Se gana la vida con la escritura: guiones para televisión, algunos libros —el último de literatura infantil— que no se leen demasiado y obras de teatro que no consiguen llegar a Broadway. En Londres, las hijas de Frank, a las que Helene conoce desde hace diecinueve años, han crecido: una es maestra y la otra acaba de comprometerse. Ojalá Helene pueda ir pronto a Londres a conocer a todos. El 8 de enero llega carta con el membrete conocido, pero sin la firma de Frank. Le cuentan que su amigo murió por una peritonitis. Tenía 60 años y ella estaba por cumplir 50.
Poco después, Helene envía la colección de cartas a un editor y al año siguiente, 1970, se publica el libro 84, Charing Cross Road, que no ha dejado de editarse hasta ahora.
La BBC hizo una adaptación con formato de serie televisiva en el ’75, una en el ’76 como radioteatro y otra en 2007 con Gillian Anderson y Denis Lawson como Helene y Frank. En 1981 se convirtió en obra teatral en Inglaterra, después en Broadway y se repone cada tanto con distintos elencos. En 1987 llegó la adaptación cinematográfica con Anne Bancroft y Anthony Hopkins. No vi ni escuché ninguna de ellas.
Me gusta demasiado el libro y por eso elegí hablar de él en esta última entrega de este newsletter. Un libro de cartas que parece una novela me parece un buen motivo narrativo para estas cartas de novedades que nunca fueron realmente cartas ni tuvieron novedades. El formato, no obstante, me permitió conocer personas que no sólo se tomaban el trabajo de abrir el correo y leer sino también de escribirme para saludar, comentar, agradecer, felicitar, corregir, aportar un dato o una historia propia o una asociación de ideas.
Gracias por eso. A Seúl y a mis amigos por correspondencia
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