¡Buenas! Queremos empezar el segundo número de este newsletter con tres premisas inspiradoras:
- La literatura es el misterio que necesitamos para vivir; la cultura, un enemigo que amordaza y acartona.
- No se puede romper lo que no ha sido construido.
- No puede innovar quien no conozca la tradición.
El siglo de Ed
Murió Edgardo Cozarinsky y con él se fue una época. Termina por penúltima vez el siglo XX (aún nos queda su albacea, Ernesto Montequin, también guardián de los papeles de Bioy y de Silvina Ocampo).
El mismo domingo de su muerte, gracias a la intervención de su amiga Matilde Sánchez, Cozarinsky fue velado en la Biblioteca Nacional. Allí se encontraron entre las ocho y la medianoche diferentes personalidades del mundo del cine y de la literatura, y sus amigos más cercanos, los que estuvieron con él en las horas buenas, en las malas y en las últimas. Alrededor del cajón abierto, Esmeralda Mitre, vieja musa, hizo una performance con flores, gritos y estruendos, regalándole al recién partido un escándalo digno de los roaring twenties y de un párrafo inmejorable del Museo del Chisme.
En un mundo donde la necrológica se ha convertido en un subgénero del autobombo –que podríamos llamar “el muerto y yo”–, no todo fue frivolidad y narcisismo. Algunos posteos lograron dejar una instantánea del escritor que fue, del cineasta que fue, del porteño que fue, del amigo que fue.
Personalmente, cada uno le deberá lo suyo; pero como argentinos le debemos mucho más.
El íncipit de su libro En el último trago nos vamos (2017) dice así:
Pocos minutos después de ser atropellado por un Peugeot 3008, que prosiguió sin detenerse hacia la avenida Almirante Brown, Antonio Graziani se incorporó en medio de la calzada desierta de Paseo Colón y cruzó hacia Parque Lezama. No dudó siquiera un instante de que estaba muerto, pero esta certeza no le impidió respirar hondamente el aire ya fresco, esa brisa que alivia el calor a fines de una noche de diciembre. Aún no eran las 5 y ya empezaba a clarear con la primera, tímida luz del día.
Tumbas vecinas
Milagros de sábado por la noche. En el Río de la Plata, dos biorreinas del drama dominan la escena teatral. Se sabe que una le quitó a la otra género y marido, y ahora presenta en la pantalla grande y en las tablas la misma obra. Del cine salen troskos conmovidos; de la obra, una editora de esta revista emergió consternada. Al contar en una comida sus apreciaciones sobre el espectáculo de seis delincuentes puestas a cantar y a bailar en escena sin saber hacer ninguna de las dos cosas, se topó con la indignación de la mesa. Todo fue improperio e incriminaciones hasta que la acusada mencionó que su compañero de butaca –renombrado artista del movimiento progre de Colegiales– compartía su juicio estético. Fue, entonces, súbitamente comprendida.
Rosca musical. El productor más odiado del Teatro Colón no defraudó esta semana con su arte del copy paste de obras que no ha leído. No es sólo cuestión de apropiarse de muertos, sino también de lecturas. Aunque se autopercibe intelectual, toma por asalto la oficina de prensa para entregarse a su verdadera pasión: cortar tickets. Así trafica influencias entre diplomáticos y altos miembros de la Cultura. Próximamente nos deleitará con una nueva producción de bodrios importados y mal ejecutados.
Escritores out of context: escritores que hicieron cine
La suerte está echada. “El cine es el poema de la vida moderna”: Jean-Paul Sartre tenía 19 años cuando anotó esta frase en su diario íntimo y era fan del cine mudo. Veinte años después terminaba su primer guion, Les jeux sont faits, que en español significa “la suerte está echada”. En 1947, la película se estrena en salas dirigida por Jean Delannoy. La trama es así: al mismo tiempo, en distintos lugares, una mujer y un hombre mueren asesinados (ella, por el marido que la envenena; él, líder revolucionario, por el disparo de un traidor).
En el más allá hay burocracia porque, para un francés, hasta la muerte es un trámite. Allí, en la Oficina de Control de Muertos, se conocen y en la primera mirada se enamoran. Cuando les llega su turno, una anciana con look severo les explica que el caso de sus muertes cae bajo el amparo del artículo 140, que reza: si dos personas destinadas a amarse en vida mueren al mismo tiempo antes de conocerse, tienen derecho a una segunda oportunidad.
El desafío parece simple: pasar 24 horas amándose por encima de todas las cosas. Si así fuere, les sería concedido el derecho “a una existencia humana entera”. Algo tan fácil como no mirar para atrás hasta llegar a la Tierra, como se le pidió a Orfeo, pero tampoco pudo. Ni bien vuelven a estar vivos, Ève y Pierre se ocupan de sus asuntos: ella, de salvar a su hermana de su marido femicida; él, de su causa política. Cuando termina el día de prueba, han fallado y la muerte los separa para siempre.
Happy ending. Dorothy Parker, conocida por su talento para la réplica, trabajó años como guionista de Hollywood para Samuel Goldwyn. Cuando le confiaron el guion de You Can Be Beautiful –la historia de una mujer como Elizabeth Arden o Helena Rubinstein que construye de la nada un imperio de belleza–, Parker le dio su twist: que la protagonista fuera un patito lindo devenido en cisne infeliz. Lejos de satisfacer a su jefe, la idea lo sulfuró. El diálogo entre Samuel y Dorothy fue así:
–¡Maldita sea, Dottie! Vos y tus malditos chistes sofisticados. Sos una gran escritora, una gran poeta, un gran genio, una gran mujer, pero no tenés una gran audiencia, ¿y sabés por qué? Porque no le das a la gente lo que quiere.
–Pero señor Goldwyn –respondió Parker con gesto inocente–. La gente no sabe lo que quiere, hasta que alguien se lo da.
–¿Te das cuenta? Lo hiciste de nuevo. Sarcasmo. Te dije, no hay plata en el sarcasmo. La gente quiere finales felices.
–Entiendo que esto sea un shock para usted, señor Goldwyn, pero en toda la historia, en la que hubo miles de millones de seres humanos, ni uno solo de ellos tuvo jamás un final feliz.
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