Hola. Tenía pendiente hablar de los saludos. No sólo en los newsletters sino en la vida en general porque, es hora de reconocerlo, nunca sé bien cómo manejarme en eso que los demás parecen hacer de taquito. Hay siempre una incomodidad.
Saludar es parte de la vida en sociedad, eso lo sé. También que sus formas dependen del contexto, la época, la edad, las modas y la situación comunicativa: de mi mayor consideración, buen día, qué hacés, qué acelga, cómo te va, cómo andamio, nos vemos, ninosvimos, que te garúe finito, gestos, emojis, stickers, apretón de mano, besos.
2020, el año que vivimos encerrados, llegó con algo nuevo, o eso creí durante un tiempo: se había terminado esa costumbre espantosa de saludar con un beso. Pero no. Pronto el contacto mutó en puñitos y coditos enarbolados como una resistencia (¡no era a eso a lo que había que resistir!).
2021 transcurrió entre esos horrores, los aforos y el reinado absoluto de los barbijos (a ver quién usaba el más resistente, quién lucía orgulloso el ATOM-PROTECT del Conicet, quiénes osaban no usar el trapo como una bandera).
2022 reseteó todo, fingimos demencia y –lo peor– volvieron los besos de llegada y despedida a todo el mundo.
A principios de este año estuve leyendo El hechizo del verano, el libro de Virginia Higa, una argentina que se fue a vivir a Suecia y cuenta algunas historias sobre esa experiencia. El mejor capítulo, lejos, es el primero: se detiene en el lenguaje, en los fonemas y las pequeñas grandes diferencias que puede acarrear una consonante o una vocal, en cómo el clima y el mundo físico moldean las costumbres y el habla. En Suecia hay mucho espacio para poca gente; Higa dice que eso hace que los suecos hablen poco, se limiten a gestos mínimos, respeten los turnos para hablar, no se interrumpan y “necesiten mucho aire alrededor para maniobrar sus cuerpos”. El espacio personal es generoso y, ante todo, sagrado.
Acá también hay poca gente en mucho espacio pero nada de lo individual es sagrado.
Los saludos son fórmulas más o menos consensuadas, acción y efecto de un verbo transitivo que, según el diccionario, significa:
1. Dirigir a alguien, al encontrarlo o despedirse de él, palabras corteses, interesándose por su salud o deseándosela.
2. Mostrar a alguien benevolencia o respeto mediante señales formularias.
Cuando era chica y vivía en Santa Isabel (4.000 habitantes, a lo sumo) había una regla nunca escrita pero que sabíamos y respetábamos: había que saludar a todo el mundo por la calle. Ibas en bicicleta (en los pueblos nadie camina a menos que salga a hacer ejercicio) y tenías que decir chau a cualquier persona que te cruzaras, no importaba si no la conocías. Cuando eras chica era fácil, lo complicado llegaba con la adolescencia: nadie quería saludar a cualquier viejo o vieja en la vereda pero tenías que hacerlo porque, de lo contrario, corrías el riesgo de convertirte en una antipática y extender el estigma a tu familia, compuesta de sus propios viejos y viejas en la vereda a la espera del saludo reglamentario.
Cuando me fui a vivir a Rosario me encantó estar eximida de esos saludos al voleo por la calle pero pronto descubrí el nuevo imperativo: saludar con un beso a gente apenas conocida. Entonces extrañé los chau desde la bici, con distancia sueca.
Ya no sé bien a qué venía todo esto o sí: no sé saludar con naturalidad, así que sepan entender el “Hola” del comienzo como mi “señal formularia de benevolencia y respeto”.
Elementos guardados
Me pasa a veces, cuando leo, que me quedo colgada de una palabra y ya no puedo seguir adelante pero la lectura tampoco es una carrera o una actividad que se haga sólo en un sentido, de un punto A al Z sin desviaciones. El lenguaje, más que una comunicación recta, es una especie de zig zag.
Cuando leía La barca silenciosa, del francés Pascal Quignard, me encontré con la palabra “eleuthería” y no pude sino acordarme de un nombre prodigioso: Eleuterio Pigliapoco, un tío abuelo mío que nació en Villa Cañás, nos ha dejado éxitos inolvidables como “Buscate novia Pascualito”, cuenta con un merecido lugar en Spotify y es el punto más alto de fama familiar. Eleuterio Pigliapoco, qué pareja de nombre y apellido. Inolvidable.
Hablando de nombres, una digresión: no me puedo sustraer del mío. Me lo recordaron algunos lectores en Twitter después de la primera entrega de este newsletter: “Pensé que era un seudónimo de Andrés Calamaro” o “¿El nombre es en un buen chiste o enserio hay una argentina que se llama Andrea Calamari?”
No podían intuir mis padres a finales de los ’60 que dos décadas después llegarían Los Abuelos de la Nada con un tocayo en los teclados. Ya tuvimos nuestro momento Alcoyana-Alcoyana con el Salmón (gracias a que es lector de Seúl) y fue mi consagración como groupie. No espero nada más.
Volviendo a la lectura, me acordé de Eleuterio cuando leí la palabra “eleuthería”. El nombre apareció como un recuerdo, con ese modo raro en que algo minúsculo evoca todo un mundo. Si yo fuera Marcel Proust, que mordió una madalena y el sabor le hizo escribir miles de páginas, con ese nombre hubieran llegado el sonido mal acustizado de un salón con banderines de colores y mesas plegables, el olor a choripan del bufet, los vestidos de las nenas corriendo entre las parejas de baile, los chicos dormidos en tres sillas en fila. Si yo fuera Marcel Proust podría haber escrito una novela a partir de ese nombre, Eleuterio. Pero no lo soy. El recuerdo vino, se fue y me quedó la palabra. ¿De dónde viene?
“Eleuthería” es griega: es la condición libre de los ciudadanos griegos, en contraposición a los bárbaros que prefieren gobiernos tiránicos y desdeñan la libertad, a veces traducida también como liberalidad. La usa Aristóteles y le agrega un sentido moral: sólo puede ser libre aquel que es virtuoso.
Quignard conecta la palabra con la historia del rey Midas: el relato del sueño americano, del hombre de origen pobre que llega a lo más alto. Midas llegó a ser rey y se obsesionó tanto con la riqueza que no podía parar: como abrazado a la caja fuerte, cada mañana se entretenía contando sus monedas de oro. Quería más. Como ese era un tiempo de dioses varios con mucho tiempo libre, un día se le presentó Dionisio, le concedió un deseo y Midas no dudó.
–Que todo lo que mi cuerpo toque se convierta en oro.
El final ya lo conocemos: usó tan mal su don que murió de hambre y sed frente a sus manjares dorados. El error de Midas fue no haberse manejado con eleuthería. No supo manejar su liberalidad. Aristóteles alertó sobre esto a los dirigentes: el ejercicio de una virtud del ámbito privado puede repercutir en el ámbito político, la ambición desmedida pone en peligro la estabilidad de la polis.
Italo Calvino dice que, ante los mitos, estamos tentados a buscar lecturas aleccionadoras y que es mejor no hacerlo. En este caso, el rey Midas sería una alegoría de la relación de los hombres con la avaricia en el poder y una lección de austeridad, pero sabemos que esas son moralejas que se fuerzan para dejarles una enseñanza a los niños.
Menciones
En Twitter se dan a veces algunos debates –más bien cualunques– que prenden por uno o dos días y después, como todos, desaparecen. La semana pasada hubo uno a partir del video de una madre que se quejaba de las tareas en la escuela y las lecturas obligatorias para las vacaciones. “¡Sherlock Holmes en inglés!”, se quejaba Cinthia Fernández. En los comentarios hubo de todo –la mayoría olvidables– pero algunos se detuvieron en la literatura como tarea y eso me hizo acordar a la antinomia entre obligatoriedad y placer en la lectura.
La posición más tentadora de seguir, por intuitiva y por el peso del nombre, es la de Borges: “La frase lectura obligatoria es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la buscamos”.
¿Cómo no estar de acuerdo con Georgie?
La cuestión con la escuela es que allí todo es obligatorio y nada –o casi nada– tiene que ver con el placer. ¿Debe renunciar la escuela a enseñar cosas porque a los alumnos no les produce placer? No sé qué hubiera pasado si la señorita Lidia no hubiera insistido con Platero y yo, un libro horrible si no recuerdo mal, pero libro al fin. Un objeto de los que no había en mi casa pero sí en en la biblioteca escolar que estaba abierta los martes y jueves a la tarde y podías ir y revolver y llevarte uno y traerlo de vuelta. Así leí toda la colección de Susy, la de Puck, la de Los Hollister, especies de aventuras seriadas en tapa dura y después los amarillos de la Robin Hood y así se fueron sumando los libros prestados. Hubo nuevas lecturas obligatorias en la escuela (¡La Celestina, el Mio Cid!) y otras buscadas por puro gusto. Por placer.
Nos olvidamos fácilmente que la escolarización sirve, entre otras cosas, para salvarnos de nuestros padres –y a nuestros hijos de nosotros–, para abrirnos a mundos que ellos no conocen, para enfrentarnos con valores distintos, para desplegar posibilidades. Quién sabe si Arthur Conan Doyle no despierta en alguno de esos chicos un placer imprevisto, un gusto impensable para su mamá, una vocación agazapada.
La escuela es, debe ser, una institución formadora. No una fuente de entretenimiento. Una vez hecho ese trabajo, sí podemos seguir el consejo que Georgie les daba a sus estudiantes en la Universidad.
Si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo.
Si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad.
Yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.
Hasta la próxima.
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