Relación de ideas

#2 | Contra la solidaridad

O, por lo menos, contra sus usos más habituales.

Hola, ¿cómo estás?

Hay palabras que tienen un prestigio moral que me irrita mucho. El problema no es en principio la palabra en sí misma ni el concepto que encierra sino quiénes la usan y cómo la usan. Hay gente que siente que cuando pronuncia “solidaridad” se eleva por sobre la humanidad y se gana el camino que lo lleva a la respetabilidad. Generalmente la usan mal.

Algo me hacía ruido al escuchar a los relatores de fútbol decir que un delantero es solidario porque corre a los defensores rivales cuando salen jugando o, peor aún, le aplican el noble mote a todo un equipo: “Defensa y Justicia es un equipo muy solidario”. Busqué la definición de la Real Academia Española y terminé de entender mi molestia.

Dice la RAE en su primera definición: “Adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles”. En “intereses ajenos” está todo. Soy solidario si le preparo comida a alguien que no conozco porque la necesita o llamo la atención sobre la situación de Tibet y China. Son acciones que no me reportan ningún beneficio extra. El delantero que se tira a los pies de los defensores cree que está haciendo algo que le va a reportar aplausos de los hinchas, consideración del técnico, éxitos deportivos y, finalmente, plata. Realmente solidario sería el arquero que dejara pasar una pelota para apoyar a un delantero rival que está mal anímicamente. Solidario y estúpido, dos términos que no son mutuamente excluyentes.

Realmente solidario sería el arquero que dejara pasar una pelota para apoyar a un delantero rival que está mal anímicamente.

Después está el uso sádico de la palabra, algo en que los kirchneristas son maestros. Poner un impuesto para aumentar el dólar oficial y llamarlo “solidario” combina el ocultamiento con la desfachatez. Para que se pueda hablar de una acción solidaria es obviamente necesario que ésta sea ejecutada libremente, por propia decisión.

Nos cuidamos entre todos

La pandemia fue terreno fértil para el uso de la palabra. Por ejemplo, uno de los argumentos para convencer a la gente de vacunarse fue el solidario, es decir, vacunarse no tanto para la propia protección sino con el objetivo de cortar la sucesión de contagios y proteger a algún elemento débil de la cadena. Este argumento no fue refrendado en la práctica cuando se vio que las vacunas eran mucho más eficaces en impedir el desarrollo de formas graves de la enfermedad que en evitar el contagio. La explosión de contagios de la variante Ómicron mostró que era bastante irrelevante el hecho de que el contagiado tuviera cero, una o dos dosis o hubiera pasado por el virus anteriormente. Por lo tanto, el argumento de que habría que vacunarse por motivos solidarios era tan falso como el de que un equipo comparte esa característica porque todos los jugadores corren y marcan o que se ayuda a alguien desconocido y necesitado al comprar 200 dólares a 180 pesos.

Si la doble vacunación no pudo impedir la explosión de casos Ómicron –en su abrumadora mayoría con consecuencias médicas totalmente irrelevantes—imaginemos lo que pudo haber hecho un trapo mal puesto en la cara. Lo insólito del argumento solidario, tanto en el uso de barbijo como en la aplicación de vacunas, es que se está aplicando especialmente a los niños, los menos afectados, los que menos en riesgo estuvieron desde el comienzo de la pandemia. Los menores son los únicos que quedan por vacunar masivamente y además tienen que usar barbijo durante horas en su ámbito natural. El argumento de que lo tienen que hacer para proteger a sus abuelitos y a sus maestros se da de bruces con las características de esta vacuna. Lo mejor que podría pasar en todo caso sería que abuelitos y docentes se den las tres benditas dosis y puedan así disfrutar de sus nietos o alumnos sin miedos.

La solidaridad, entonces, se aplica en estos casos a terceros, que no están en condiciones de expresar sus preferencias sobre lo que se hace en sus cuerpos.

La solidaridad, entonces, se aplica en estos casos a terceros, que no están en condiciones de expresar sus preferencias sobre lo que se hace en sus cuerpos. No hay evaluación de lo que los niños pierden con el uso del barbijo ni de los costos a largo plazo de aplicarse una vacuna nueva. Es solidaridad impuesta desde el exterior, desde el mundo de los adultos, que lo hacen para protegerse a sí mismos. Nuevamente, un acto de egoísmo particularmente cruel y arbitrario se inviste de la palabra sagrada, solidaridad, para encubrir sus verdaderas intenciones.

Lo que las sociedades están haciendo con los niños se replica en un reclamo que se escuchó cuando apareció la variante Ómicron. Se decía que al presentar una baja cobertura de vacunación el continente africano era un reservorio importante de generación de variantes, alguna de las cuales podría ser más peligrosa que la aparecida en Sudáfrica. Se argumentaba entonces que las grandes potencias del mundo debían hacer un esfuerzo “solidario” y desviar vacunas hacia África. Sin embargo, como les pasa a los niños en las sociedades occidentales, el Covid no era un riesgo para ese continente. La población africana está diezmada por otras enfermedades (el HIV entre los primeros lugares) y por las paupérrimas condiciones de vida: estadísticamente muy pocos africanos llegan a la edad en la cual el Covid se convierte en una amenaza potencialmente importante. Otra vez: priorizar el coronavirus en ese continente no es un acto de solidaridad sino de egoísmo, se haría para evitar variantes eventualmente peligrosas en Europa y las Américas.

Sacar provecho

Es probable que buena parte de este uso tramposo de la palabra resida en el mismo concepto, difícil de entender o justificar salvo en las versiones más superficiales. El universo al cual podemos extenderle nuestra solidaridad (“intereses o causas ajenos”, según la definición) es absurdamente amplio. ¿Cómo elegir una causa a la cual brindarle nuestra solidaridad si la condición es que no esté en nuestro círculo más inmediato? Parece imposible no ser arbitrario en esto.

Desde ya que si una tragedia nos toca el corazón (y en ese caso, dejaría de ser “ajena”) y podemos hacer algo por mitigar sus consecuencias, es elogiable mostrarse solidario. Sin embargo, hay algo sospechosamente neurótico en consagrar sistemáticamente parte de nuestros recursos en gente que no conocemos, especialmente si se lo hace público. Una de las condiciones que se podrían agregar a la definición es que el acto sea totalmente silencioso. Que no se contamine con el provecho de la palabra prestigiosa.

Ser solidario no debería ser un mandato ni tener un prestigio particular. Actuar intentando no perjudicar a los demás, por el contrario, es un objetivo más sencillo y no menos noble. Habría que buscarle un nombre.

Nos reencontramos en dos semanas.

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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