PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#19 | Una gárrula parla de espadachines

Una lectura en el siglo XXI de 'El imperio jesuítico', de Leopoldo Lugones.

Estoy intentando ponerme al día con las novedades editoriales así que esta semana empecé a leer El imperio jesuítico, publicado en 1904 por Leopoldo Lugones. No sé cómo llegué a él, si fue por alguna crítica que leí, por la recomendación de algún booktuber o por las tendencias de los influencers, el caso es que acabo de terminarlo y me dieron ganas de compartir acá algunos comentarios. No olvidemos que un newsletter es una carta de novedades y quiero mantenerlos también a ustedes al tanto de los acontecimientos de rigurosa actualidad.

El encargo — Lugones tenía 30 años para entonces. Cordobés, autodidacta, sabelotodo (el nombre para definir eso es polímata), interesado en la política, socialista por entonces, había llegado a Buenos Aires para trabajar como periodista poco antes de la segunda presidencia de Roca. Fue sobre el final del mandato cuando el general lo mandó a buscar y le hizo un encargo específico: un informe sobre las ruinas jesuíticas en Misiones.

Lo que cualquier otro podría haber despachado en poco tiempo y algunas líneas, se convirtió para Lugones en un trabajo larguísimo. Después de la investigación bibliográfica partió a Misiones (con Horacio Quiroga como fotógrafo) y recorrió la zona durante un año para terminar con este ensayo histórico de 370 páginas.

El libro — Ya desde el prólogo, anuncia su intención. Quiere contar lo que pasó durante los siglos XVII y XVIII en las misiones jesuíticas y parte con una idea: aquello fue un plan imperial.

El mejor capítulo, sin embargo, es el primero, que no se ocupa de los jesuitas sino de la España previa y durante la conquista. Ese capítulo me gusta por lo que acumula: observación, maldad, ironía, información (no sabemos cuán rigurosa), análisis, barroquismo, agudeza, inteligencia, más maldad y mejor prosa.

Empieza con la mezcla de razas producto de los siglos de invasión mora y de los delirios imperiales de Carlos V y Felipe II, más sus perfiles psiquiátricos. Habla de una “mal cimentada nacionalidad”. Dice que la inundación de riquezas tras el descubrimiento fue como poner “un tesoro en poder de un adolescente: el pueblo se entregó a la lapidación de su lotería”. Describe no sólo la situación de España sino la conformación de una ética, un “plan platita” mayúsculo que, tras la lapidación, deja consecuencias: una sociedad inmadura, acostumbrada a un éxito que no es producto del esfuerzo sino de lo que viene de arriba y que no exige contribución alguna.

El conquistador español tenía como único requisito la bravura aventurera y, “siendo solamente bravo, degeneró con toda facilidad en cruel”. Tenía los “trofeos como único salario y al pillaje como ocupación lícita”. Podía “conseguir en un año lo que a un colono le llevaría cien”. Lugones dice que sólo España tuvo conquistadores, mientras que los otros países, con industria y comercio, pronto se volvieron colonizadores: los colonos se asentaban, sembraban, producían valor. Es la ética protestante que necesita el capitalismo.

Después agrega que la conquista española, por quimérica, tuvo algo de medieval, y eso marcó su deriva. Mientras las otras naciones, calculadoras y utilitarias, estaban empezando una etapa de modernización, producción y progreso, los españoles seguían concentrados en su ambición y sus supersticiones. El oro de América no se transformó para España en un ramo de producción; así como llegaba se gastaba, y todos querían estar lo más cerca posible de los resortes del poder, en la fuente de la riqueza: cada hombre aspiraba a ganar un puesto en la iglesia, el ejército o la administración.

España no producía nada; importaba hasta lo más básico. En los mismos puertos donde se descargaba el oro americano se amarraban cientos de barcos con bandera inglesa que traían lo que los españoles necesitaban para vivir. La inflación se volvió imparable. Todo se derrumbó y sólo quedaron en pie “la Iglesia con su lúgubre maquinaria de tormento y el insaciable Fisco”. El país se llenó de vagos y ladrones, y hubo tanta variedad que se hizo un listado con más de treinta tipificaciones: estafadores, salteadores, capeadores, apóstoles, maleteros, sátiros, cigarreros, cortabolsas.

Todo revelaba, pues, una sociedad en descomposición, cuyo ideal terreno era vivir sin trabajar, aun a costa de la miseria.

La escritura — No se le puede negar al autor originalidad y audacia. Manejaba todos los temas y era consciente de que en el trabajo con la forma estaba el contenido. Claro que cada escritor es hijo de su tiempo y de su entorno; hay en Lugones un estilo que busca encender las pasiones con palabras inflamadas y eso, leído 120 años después, corre el riesgo de convertirse en caricatura.

Pero ojo, hay placer en la lectura, uno que se desprende directamente de su destreza con el lenguaje. ¿Cuántas palabras manejaba Lugones con naturalidad? ¿Cuántas palabras usaban los escritores de hace un siglo y dónde quedó eso? ¿Cuántos registros de escritura? ¿Cuántos recursos? ¿Cuántos adjetivos?

La innúmera falange del proletariado crápula e incapaz, la Edad Media mística y paladinesca, la Compañía jesuítica con su teología hueca y su piedad acomodaticia, el brasero inquisitorial.

Y estos otros que adjetivan los sustantivos de algunas profesiones: “la mística abogadil, la prosa curial, la celda monjil”.

Lugones habla y opina de todo.

El Estado: “nada más que una policía incómoda”.

Los hombres de la Iglesia: “abades de culminante panza, clérigos vividores, novicios cavernosos de flacura”.

Los abogados: “leguleyos tronados con su aparato de latines”. ¡Su aparato de latines!

Las mujeres: “férvidas morenas, la pantorrilla baja, el pie brevísimo, la mirada que anticipa en languidez tristeza de amores”.

El gitano: “chalán de mala ley, albéitar por consecuencia, contrabandista por vocación, hechicero a ratos, trápala siempre”.

En ese primer capítulo sobre la decadencia de España, Lugones se detiene bastante en un tema que nada tiene que ver con las colonias jesuíticas, pero sí con sus intereses. Comienza a criticar duramente a la literatura española, afirmando que no produjo nada digno después del Quijote. Lo hace con frases como estas:

—Un gramaticalismo de dómines.
—Míseras rimas en vocativo.
—Párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final.
—Ese estilo que impone a los verbos sublimes contorsiones de acróbata.
—Una gárrula parla de espadachines.

Es que, por primera vez, la literatura en castellano tenía su vanguardia en América y no en España. El nicaragüense Rubén Darío ensayó otro tipo de escritura, se instaló en Buenos Aires, y alrededor de él se gestó el modernismo. Ahí estaba Lugones.

El personaje — Más allá de que en Argentina se celebra el Día del Escritor (13 de junio) en honor a él, Lugones no forma parte del canon literario. No está en los planes de estudio de literatura, cada vez más adelgazados en las escuelas, y no es, ni por lejos, uno de los escritores más leídos en el país.

A Lugones, si tuvimos suerte, lo conocimos a través de Borges, como uno de sus personajes: como enemigo primero, como maestro después. A principios de los años ’20, y con los mismos años que el siglo, Borges llegó de Europa con ínfulas de vanguardia y reconocimiento. Se encontró con un competidor de otra liga. Cerca de cumplir los 50, Lugones era toda una institución: respetado y temido, nada pasaba por la literatura argentina si no pasaba por él.

Se dice que Borges lo buscó para llevarle algunos de sus escritos, que fue ignorado o maltratado, y que entonces decidió cobrársela. Otros sostienen que, en realidad, la rivalidad fue forzada por Borges para ganar centralidad en el ambiente literario local al que acababa de llegar y al que quería pertenecer.

Me gusta imaginarlo en esa situación, echando mano a un recurso clásico: provocar al grandote de la cuadra para hacerse notar.

En El tamaño de mi esperanza, dijo sobre unos versos del Romancero que publicó Lugones en 1924:

Esta cuarteta indecidora, pavota y frívola, es un resumen del Romancero. El pecado del libro está en el no ser; en el ser casi libro en blanco, molestamente espolvoreado de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras consecuencias vistosas de la jardinería y la sastrería; de los talleres de corte y confección, mejor dicho.

El primer paso estaba dado. Si el Borges escritor no había llamado la atención de Lugones, sí lo hizo el lector.

Lo que siguió entre ellos es historia larga e incluye hasta un probable reto a duelo, pero todo cambió cuando el 18 de febrero de 1938 Lugones se encerró en una habitación de un hotel en el Delta del Tigre con una botella de whisky y una dosis suficiente de cianuro.

No se pelea con los muertos.

Entonces Leopoldo Lugones se convirtió en uno de los precursores de Borges y en uno de sus personajes. Así lo conocí yo —como a Macedonio, como a Milton— y recién ahora leí un libro de él, que termina más o menos de esta manera:

Así es como va tejiéndose á través de los tiempos la trama de la historia, y cómo vistos los hechos en su inconsciente fatalidad, resultan igualmente injustos su alabanza y su vituperio. No hay entonces ante el espectador inocentes ni culpables, sino únicamente organismos que luchan por subsistir en el campo de la vida.

Nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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