La aventura interior

#18 | Hombres erectos

Del portazo al 'ghosting': cómo las damas han sabido evaporar las pretensiones del bulto masculino a lo largo de la literatura y la vida real.

No es mi deseo increpar al lector con preguntas indiscretas, a fin de cuentas ¿qué importa cuándo fue la última vez que usted, digno habitué de estas páginas, tomó la decisión de desaparecer a una persona de todos sus dispositivos? “To ghost somebody” no significa otra cosa en la vida virtual de la gente: dictaminar, sobre alguien que existía, que ahora ya no más. Todos lo hemos hecho o padecido, y conocemos la distancia que hay entre ejercer el mando de dictador desalmado o atravesar el desconcierto de un rechazo sin palabras, de facto, que suele llevarle al ego cierto tiempo decodificar. Impresiona lo común que es no entender un mensaje tan claro como la evaporación. Por algo el refrán reza: “A buen entendedor, pocas palabras”, y no dice “ninguna palabra”. Que alguien quiera prescindir activamente de nuestra existencia nos resulta críptico. De afuera, en cambio, es obvio y bastante divertido, como verla a Victoria Ocampo rechazar hombres erectos que le parecían feos, o cachetear al que encontraba despampanante.

Man and a Ghost, del fotógrafo neozelandés Joseph Zachariah, conocido como “Zak”, circa 1900-1901. La fotografía de espíritus fue una práctica popular a finales del siglo XIX y principios del XX: pretendía capturar imágenes de espectros junto a personas vivas.

La escena del rechazo es inquietante porque su final es, para una de las dos partes, inadmisible y sin embargo real. Abre un abismo corto, y por eso muy vertiginoso, en el que somos desconocidos por aquel que hasta hace un instante nos era íntimo, casi propio. Que un ser humano de carne y hueso, carente de toda forma de poder sobrenatural, sea capaz de hacernos desaparecer sin siquiera tocarnos es más espeluznante que la aparición de un fantasma. ¿Cuál es la causa, la razón, el misterio?

El hombre tiene su locus horribilis: quedar expuesto en su intención carnal mientras la mujer que desea lo rechaza. Raucho Galván, protagonista de Raucho, la primera novela de Ricardo Güiraldes, lo vive como un vacío que, curiosamente, resulta ser un bulto para la joven francesa que ahora tiene que explicarle al recién llegado que las cortesanas de París no están libres todas las noches y a ella ahora le toca volver con su señor de turno. A la frustración masculina, el narrador la llama: “Egoísmo del macho decepcionado”. Raucho no entiende, le pregunta si está enojada. Para él, el taxi que comparten es apenas el comienzo: se besan como en la escena más hot de la literatura francesa, en la que seguramente estén pensando mientras se tocan, él ya “conociendo el cuerpo vibrante de Germaine del cual no puede apartarse como un arpón de una herida”. Ahí está el hombre: ¿por qué el arma, por qué la violencia, por qué el daño? Eso fue, en todo caso, lo que pensó él, que estaba en la cima del descubrimiento cuando ella se despidió de golpe: “¿Por qué quiere esta mujer desgarrarnos?” Después entiende que hay otro arriba de él que la espera y la controla, y siente ira, y siente lástima y me recuerda a aquel retajo del poema de Alejandro Crotto, un caballo criollo que es clave en la reproducción equina, porque puede detectar el celo en las yeguas y prepararlas antes de que lo saquen a la fuerza y traigan al pura sangre que va a preñarlas:

                        y el retajo,
era potencia aproximándose creciente
hasta montar la yegua y lo desviaron
las manos enguantadas, lo sacaron tirándolo
del lazo y uno dijo “ya está lista,
buscalo al Equalize que por las dudas la maneo”

—Alejandro Crotto, “En el Haras Vadarkablar”, Abejas, 2009.

El retajo del Haras Vadarkablar, a su vez, me recordó al torpe poeta colombiano de Ifigenia, novela de la venezolana Teresa de la Parra, donde una chica de 18 años que aprende a ser joven en París decide volver a Caracas, y le cuenta sin filtros esta gran transición a su amiga Cristina en una larguísima carta. Apenas empieza la novela, acodada sobre la cubierta del transatlántico, la adolescente afrancesada disfruta del espectáculo de su propia belleza como si ya existieran las selfies en 1924, y no imagina que su amigo andino de bigotes grises y olor a tabaco va a intentar besarla. Ágil, horrorizada, la caraqueña se escabulle y ya de lejos, de curiosa, se da vuelta para verlo: sus “violentas sacudidas de cabeza combinadas con la brusca evasión” habían hecho volar por los aires los anteojos del pobre varón.

¡Ah! Cristina, por muchos años que viva, no olvidaré jamás aquella silueta corta, desprestigiada, ciega, inclinada hacia el suelo, buscando sin esperanza los perdidos lentes, que yo a tan larga distancia miraba brillar muy cerquita de sus pies.

—Teresa de la Parra, Ifigenia, 1924.

The New Gambling Room, Monte Carlo, Riviera, Photochrom Print Collection, 1890-1900. Esta es la sala del casino en el que Raucho Galván va a terminar de perder su fortuna junto a Nina, su novia autodestructiva.

A veces hay que ser directo y pegar un portazo, como hizo Victoria aquella noche sanisidrense. Ahora sí podemos volver, ansioso lector, al miembro tieso de Leonard K. Elmhirst: era de noche, ella era intensa, el auto le habrá parecido al pobre inglés cada vez más chico, la conversación sobre la insatisfacción conyugal más invitante, no habrá tenido palabras y, tímido, habrá osado una comunicación sin ellas.

En situaciones como esta, siempre hay dos versiones de la historia. Para Ocampo, hablaban de manera agradable cuando Leonard le agarró la mano y “la colocó sobre su órgano sexual, que instantáneamente dio signos irrefutables de su existencia”. En la versión de Elmhirst, después de días de mutuo entendimiento, ella hizo un avance confesándole sus problemas matrimoniales y su desesperación espiritual mientras estaban solos en el auto por la noche. En respuesta a esto, él tomó su mano y la guió, como una señal de ofrecimiento, hacia su carne erecta. La reacción de Ocampo fue bajarse del auto estrepitosamente y luego permanecer en silencio durante días. Ante esta reacción, Elmhirst optó por disculparse en una carta sentida, poniéndose completamente a su disposición.

Tumbas Vecinas (rumores, malas lenguas, elucubraciones)

Aunque sea difícil de creer, ocurrió: el mismo soltero empedernido que todos conocemos, el que otrora fue joven, espléndido y poeta, y es hoy tan rico como ayer –o un poco menos, pero qué más da– y tan esquivo como siempre –o un poco más, pero si es lo mismo–, ése que sigue jactándose de no haber sucumbido jamás al manso llamado de la tradición, se habría arrodillado a los pies de la conocida escritora loca de atar, la que era tan rubia y tan tetona que enloquecía a los hombres hasta volverlos de piedra, un continuum fatal que les encendía la entrepierna y les congelaba la voluntad, por eso estaba sola, deseada por todos y osada por ninguno, pero él, soltero de nadie, rudo galán de alpargatas, una vez osó, apoyó la rodilla en el piso y le dijo, mirando hacia arriba: “¿Te querés casar conmigo?”. Nadie supo por qué ella dijo no.

Autochrome de Rabindranath Tagore en la propiedad de Albert Kahn en Boulogne-Billancourt, 1921.

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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