PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#17 | Un voto de silencio intelectual

La ganadora del Nobel de Literatura, Han Kang, afirmó que no hablará hasta que cesen las guerras en el mundo. Sin embargo, los escritores siempre han hablado incansablemente de la guerra.

Una de las cosas que pasó entre la última entrega y esta del newsletter es el Premio Nobel de Literatura 2024, más los coletazos que suele haber cada año: quién la conoce, quién la leyó, se lo merece o no se lo merece, quién la edita, quién la traduce. Lo de la traductora merecería un ensayo en sí mismo: Argentina «ganó» el Nobel de Literatura junto con Han Kang.

El síntoma fue el mismo que con la muerte de Liam Payne en un hotel de Palermo: cierto orgullo de que viniera a morirse/matarse justo acá, en el culo/centro del mundo. Igual con la traductora: nació en Corea, sí, pero es argentina. Y hay más: ¡estudió en la pública! y ¡fue al Colegio!

No podemos más de orgullo nacional.

Pero no vine acá a escribir de eso sino de lo que siguió a la entrega del premio a la señora Kang y a uno que dijo que habría que sacárselo.

“Los artistas tienen la responsabilidad de ser responsables en el mundo y no hacer declaraciones estúpidas, no ser infantiles ni ser indulgentes consigo mismos”. El que lo dijo fue el escritor irlandés John Banville y, más allá del plural los artistas, se estaba refiriendo específicamente a la surcoreana, quien, después de ganar el Nobel, hizo saber que no haría declaraciones y que no celebraría el premio “mientras la gente muere en las guerras”.

El mensaje llegó a la prensa a través de su padre:

Me dijo que con la guerra arreciando y gente muriendo cada día, ¿cómo podemos tener una celebración o dar una rueda de prensa? Su perspectiva ha pasado de ser la de un autor viviendo en Corea a la de un escritor con una conciencia global. Pero yo no podía sacudirme esta sensación de ser el padre de la escritora galardonada y he acabado convocando esta rueda de prensa.

El señor Han Seung-won, de 85 años y presumiblemente orgulloso de su hija, la premio Nobel, se convirtió en el vocero inesperado de lo que no debía ser dicho.

La escritora, que trabaja con las palabras, decidió retirar las suyas porque hay gente muriendo en las guerras. En la era de los pronunciamientos, la señora le dio una vuelta más al asunto: declara que no va a declarar. Mantendrá un voto de silencio intelectual hasta que los malos del mundo se pongan de acuerdo y acaben con las guerras.

La relación de los escritores con la guerra, la violencia, las persecuciones está llena de escenas y detalles que han quedado en la historia como indicios de que la escritura pasa por el cuerpo y lo atraviesa mucho más allá del autocomplaciente blablablerío de declaraciones y pronunciamientos.

Voy a contar algunas. No tienen nada que ver con los premios y los avisos parroquiales pero me gustan mucho:

Kurt Vonnegut no era escritor, era soldado. Cuando cumplió 17 fue uno de los enviados para suplantar a los muertos en la batalla de las Ardenas, que se comía hombres hora tras hora. A poco de llegar quedó aislado y deambuló por la nieve hasta que los alemanes lo capturaron. Acaso la prisión haya sido un alivio. También la llegada a Dresde, una de las ciudades más lindas de Alemania, con iglesias y catedrales, con palacios, museos y terrazas. El problema con Dresde es que fue la elegida por los aliados como centro del bombardeo aleccionador de febrero de 1945, dos meses después de la llegada del soldado norteamericano que se llamaba Vonnegut. Mientras caían las bombas se escondió en un sótano que había sido un matadero; dos días y cuatro mil toneladas de explosivos después salió a la superficie para descubrir que no estaba muerto, que el suelo quemaba como lo haría un volcán, que las llamas se habían llevado el oxígeno y que la ciudad ya no existía. Dresde fue una ciudad barroca que cayó de manera barroca, él estaba ahí para verlo y, cuando volvió a casa, pensó en escribir sobre eso. Pensó también que sería fácil: bastaría contar lo que había visto. Después se dio cuenta de algo: no había nada inteligente para decir sobre una matanza y él quería ser un escritor inteligente. Quince años más tarde le salió Matadero cinco, una ficción con viajes en el tiempo y unos habitantes que perciben el mundo de una manera diferente porque saben que todo lo que ocurre ha sucedido siempre y siempre sucederá.

“Vigilen a Bruno” había dicho la escritora Zofia Nałkowska. Es que Bruno Schulz tenía esa pinta de artista apenas terminado que lo hacía parecer el eslabón más débil de una cadena. Por su lado, algo se podía cortar. Era pintor y escritor. Cuando los nazis invadieron la ciudad polaca donde vivía Bruno, no prestaron atención a la advertencia de Nałkowska e hicieron con él lo que hacían con todos los judíos al principio de la guerra: robarlos, desalojarlos, esclavizarlos. Los altos mandos eligieron a los más aptos para llevarlos a sus casas como asistentes domésticos. Había dos que se odiaban por entreveros viejos: Felix Landau y Karl Günther, uno de las SS, otro de la Gestapo. Günther quería cobrarle una a Landau y sabía que lo más doloroso sería dejarlo sin el judío que había conseguido para catalogar libros, pintar murales y hacerle retratos a la familia. Tal como imaginamos, Bruno Schulz. Un día de noviembre de 1942, en una esquina cualquiera, el arma de Günther se encontró con el pecho del judío que había ido a buscar su ración diaria de pan. De tan liviano, no hizo ni ruido al caer. Como quería que el otro sepa, Günter buscó a su enemigo Landau:

–He matado a tu judío.
–Si ha sido así, yo voy a matar al tuyo.

Años después, David Grossman convirtió a Bruno Schulz en el personaje central de su novela Véase: amor y, de algún modo, lo salvó.

Ezra Pound odiaba en igual medida a los malos escritores, al mundo contemporáneo, a Churchill y a Roosevelt (quizás a Roosevelt un poco más que a todo lo anterior). Creía que la poesía era genial o no era y también creía en la guerra como higiene del mundo. Cuando vio a Mussolini por primera vez en una plaza repleta de gente y con los brazos en alto, cuando escuchó sus discursos, se presentó ante él para ponerse a su servicio. El Duce lo rechazó por loco, el gobierno de Estados Unidos lo acusó de traición, lo encerró en una jaula, lo exhibió como un animal de feria, lo tuvo meses encerrado en Pisa y, llevado de vuelta al país que despreciaba, lo condenó a la horca. Sus amigos testificaron que estaba loco, él salvó su cuello y fue a parar a un manicomio. Estando ahí se enteró de que le habían dado el Premio Bollingen por Cantos pisanos, que empezó a escribir en su encierro italiano y fue considerado el mejor libro estadounidense de poesía de 1948. Una locura ahora impensable.

No es fácil que se vaya el olor a mierda. Cuando la guerra terminó y el marido volvió a casa, la esposa no alcanzaba a reconocerlo en ese cuerpo imposible: “Durante diecisiete días el aspecto de esa mierda ha seguido siendo el mismo. Diecisiete días sin que esa mierda se parezca a nada conocido”. El del olor a mierda es Robert Anteleme, escritor, y la que no puede soportarlo es Marguerite Duras, escritora también. Se habían casado en París en septiembre de 1939, se habían unido a la resistencia porque otra cosa no se podía hacer y así estuvieron, jóvenes y rebeldes, hasta que él fue traicionado, capturado y llevado a un campo de concentración en Alemania. Con la liberación de los lager, los franceses fueron a buscar a los suyos, lo encontraron vivo, lo cargaron para la vuelta y se lo dejaron a su mujer que ve cómo vacía sus entrañas siete veces por día en forma de una pasta verde. Lleva un diario de lo que está viviendo y cuarenta años después, cuando hace mucho que no están juntos, convierte ese material en un libro: El dolor. Cuando Robert Anteleme se levantó de la cama lo primero que hizo fue escribir un libro de superviviente –La especie humana– y como nadie lo quiso publicar armó una editorial y lo hizo por su cuenta. Nadie quiso leerlo.

Superado el fascismo, todos querían publicar lo que habían estado escribiendo. Cesare Pavese era el director de una editorial en Torino, tenía la última voz sobre lo que se publicaba y le llegaban cientos de propuestas y manuscritos. Ante todos, Pavese respondía “me importa un bledo”; estaba leyendo la Ilíada en griego. En 1947 salieron en Italia dos primeros libros de dos autores jóvenes. Uno fue un éxito, el otro no. Uno lo publicó la editorial Einaudi, la de Pavese, al otro lo rechazó. Uno era de Italo Calvino y el otro de Primo Levi, que hasta entonces había sido químico y se convirtió en escritor para contar lo que vivió en Auschwitz en Si esto es un hombre. Tampoco nadie quería leer un libro como esos.

Consideren si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o un no.
Consideren si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rama invernal.
Piensen que esto ha sucedido:
Les encomiendo estas palabras.

Cuando la Segunda Guerra terminó, Theodor Adorno dijo que después de Auschwitz sería imposible hacer literatura y sin embargo se hizo y se hace. Porque se ve que se puede escribir y leer y hablar mientras la gente muere en las guerras.

Finalmente, para acompañar la provocación del irlandés que tachó la actitud de Han Kang como idiota e infantil y pidió seriedad, les voy a dejar un fragmento de una entrevista en el que Borges responde a la pregunta de Antonio Carrizo:

–Si usted pudiera sacarle el Premio Nobel a alguien, ¿a quién se lo sacaría?

La respuesta, que no teme a la disputa, hay que escucharla.

John Banville se lamenta ahora por las repercusiones de lo que dijo: “Ya me he condenado a la controversia”. Pobres los escritores contemporáneos, atrapados en lo que puede o no puede decirse, en lo que deben o no deben decir: no hay más lugar para los Ezra Pound en la literatura.

Nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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