Uno de los conceptos que más me irritan de la cultura woke es el de “safe space” (lugar seguro). Su definición, según el diccionario Merriam-Webster, es: “Un lugar (por ejemplo, un campus universitario) destinado a estar libre de prejuicios, conflictos y críticas, o acciones, ideas o conversaciones potencialmente amenazantes”.
La expresión no es nueva. Según el mismo diccionario, el primer uso conocido fue en 1970 (aunque no aclara el contexto). Y el artículo de Wikipedia fue creado en 2008. Pero es interesante contrastar la definición de 2008 con la de ahora. Decía Wikipedia hace 14 años : “En escuelas y educación, «lugar seguro» es una expresión usada para indicar que un profesor no tolera violencia homofóbica y acoso, y es abierto y tolerante”.
Es decir: un safe space pasó de ser un lugar en el que no se tolera la homofobia (está bien) a un lugar en el que todo conflicto e “ideas potencialmente amenazantes” están prohibidos (no está tan bien). En este deslizamiento semántico se cifra gran parte de la cultura woke: nació con la mejor de las intenciones, respeto hacia la diferencia, pero engendró un ambiente policial en el que cualquiera puede sentirse injuriado por cualquier cosa o, peor, la sola sensación de injuria es prueba de que la injuria existió.
El problema de fondo es el pánico al conflicto. Por ejemplo: está bien no tolerar el racismo en el aula (safe space à la 2008), pero no está tan bien que un profesor no pueda proyectar la película Othello porque Laurence Olivier hace blackface (safe space à la 2021). No soy negro (por si no lo sabías), pero puedo entender que a un negro le moleste ver a un actor blanco haciendo blackface, aunque sea en una película de los años ’60, aunque todos los compañeros, el profesor y el que sirve café en el buffet de la universidad sepan que el blackface es racista y entiendan que la película es anticuada y “rancia”.
Pero no verla no hace que no exista. La película existe, con sus virtudes y sus defectos, forma parte del acervo cultural de la Humanidad como El capital de Marx, los discos de Raffaella Carrà, la película de propaganda antisemita Der ewige Jude, la canción paraguaya “Pájaro campana”, la Catedral de Brasilia, la foto de Nguyễn Văn Lém a punto de ser fusilado, el riff de bajo de la cortina de Seinfeld, los comics de Peter Bagge, La decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon y casi infinitas cosas más. Se la puede criticar, repudiar, analizar, elogiar, estudiar, mirar o no mirar, pero no se la puede borrar de la historia.
Muchas de las cosas que nombré (amo las enumeraciones) son repudiables. A todas se las puede criticar desde algún aspecto (menos a los discos de Raffaella Carrà). Calculo que me molestaría ver Der ewige Jude (nunca lo hice), pero si tuviera que estudiar sobre el cine en la Alemania nazi o sobre los estereotipos en la representación de los judíos debería hacerlo, como un médico debe diseccionar una rana o un cocinero limpiar una tripa gorda. Como le dice John Goodman a su hijo en Storytelling: “Here’s a lesson: life’s not fair”.
El argumento de los estudiantes que denunciaron al profesor por mostrar Othello es que no avisó, no contextualizó y no puso foco en el racismo de la película. No dijo “ahora voy a mostrar una película en la que el protagonista hace blackface, eso está mal”. ¿Se hubieran sentido mejor los estudiantes? ¿Alguno hubiera preferido retirarse? ¿Creen que si el profesor no expresa su opinión es porque el blackface le parece bien? Preguntas.
Algo parecido pasó hace dos años cuando John Ridley, el guionista de 12 años de esclavitud, publicó una nota en Los Angeles Times pidiéndole a HBO Max que retire de su plataforma la película Lo que el viento se llevó. Dos semanas antes había sido asesinado George Floyd y los ánimos estaban caldeados. Ridley escribió: “Quiero ser claro: no creo en la censura. No creo que Lo que el viento se llevó deba ser relegada a una bóveda en Burbank. Solo pido que luego de que haya pasado una respetuosa cantidad de tiempo la película vuelva a la plataforma de HBO Max junto con otras películas que den una imagen más amplia y completa de lo que verdaderamente fueron la esclavitud y la Confederación. (…) Hoy no hay ni siquiera una advertencia al comienzo de la película”.
HBO Max sacó la película y la volvió a subir veinte días después con una presentación de cuatro minutos a cargo de la académica especialista en cine de la Universidad de Chicago Jacqueline Stewart, en la que explica que la película presenta una visión falsa del Sur y la esclavitud. Pero Stewart también dijo en un texto que publicó por esos días en el sitio de la CNN que “es precisamente por los dolorosos y todavía vigentes patrones de injusticia racial y desprecio por la vida de los negros que Lo que el viento se llevó debe seguir en circulación y estar disponible para verla, analizarla y discutirla”. Y agregó: “Es un texto primario para investigar las expresiones de supremacía blanca en la cultura popular”.
En su momento empecé a escribir una nota en contra de la decisión de HBO Max y en el camino me di cuenta de que no estaba de acuerdo conmigo mismo. Dentro de todo, la decisión de HBO Max había sido bastante acertada. Es cierto que la advertencia obligada previa a la película puede ser un gesto paternalista, pero suma información y eso nunca está mal. Y en definitiva, Stewart tiene razón: Lo que el viento se llevó es racista y también por eso hay que verla.
Si llegaste hasta acá quizás te estés preguntando a qué viene todo esto, por qué hablo de cosas que pasaron en 2020 y en 2021, que quizás ya sabías. Es que estos días volvió a pasar. Hace tres semanas estrenó en Netflix Monster: The Jeffrey Dahmer Story, una truculenta miniserie de Ryan Murphy sobre el Caníbal de Milwaukee, un asesino serial que mató a 17 personas y también cometió actos de canibalismo y necrofilia.
Más allá de alguna acusación atendible de que la serie usa a las víctimas para el fetichismo y el espectáculo, lo más sorprendente fue la respuesta negativa en las redes sociales (¿hay una palabra en castellano equivalente a la hermosa, precisa y tan vigente backlash?) porque entre las etiquetas temáticas con las que la plataforma clasificó la serie estaba la de LGBTQ.
Es importante aclarar que no se trata solo de que Jeffrey Dahmer y muchas de sus víctimas fueran gays, no es ese apenas un dato de color. Dahmer afectó a la comunidad gay de Milwaukee, que en los ’80 era casi clandestina, y le sumó un estigma: a los siniestros detalles sobre sus crímenes se le añadieron relatos sensacionalistas sobre su condición sexual que contribuyeron a reforzar la idea intrínsecamente homofóbica que vincula a la homosexualidad con la perversión.
Ryan Murphy lo sabe y probablemente ese haya sido uno de los motivos por los que eligió el tema: muchos de sus proyectos tienen que ver con el mundo queer, desde el telefilm The Normal Heart hasta la serie Pose, pasando por la versión cinematográfica del musical The Prom y demás. Me gustó el título de un paper que encontré googleando: “Ryan Murphy como curador de la memoria cultural queer”.
Y Jeffrey Dahmer es parte de la memoria cultural queer. No una parte agradable, claro. Como Lo que el viento se llevó es parte de la memoria cultural de los negros o Der ewige Jude de los judíos. Jeffrey Dahmer ocurrió, la esclavitud y la Shoah también (perdón Jeffrey por ponerte en ese lugar).
Entiendo que alguien que está haciendo zapping en Netflix y quiera encontrar una ficción en la que verse representado en su diversidad pueda llevarse un chasco con Dahmer. Pero es que el mundo no es un lugar seguro.
Nos vemos en quince días.
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