Fui panelista de Intratables durante cuatro años. Iba solamente los viernes porque de lunes a jueves hacía radio en el mismo horario. Participé de diversos debates, en algunos de los cuales tenía una posición muy clara y otros en donde iba eligiendo al calor de la discusión. Reivindico sin dudas la experiencia: muchas veces me divertí y siempre que quise sentar una posición en contra del consenso (las restricciones de la pandemia como el caso más paradigmático) tuve mi espacio y fui alentado a expresar mi punto de vista. Además, era un trabajo: ¡me pagaban para opinar!
Así fue como participé de la discusión con los veganos. Me acuerdo de que había un chico que defendía sus posiciones de manera calma y analítica. Se llamaba Tiziano –no recuerdo el apellido– y su rechazo a la cultura carnívora se apoyaba fuertemente en el argumento del sufrimiento animal. Hasta ese momento, los otros argumentos anticarnívoros –las invocaciones a una mejor dieta y al calentamiento global– me habían resultado, por lo menos, dudosos e insuficientes. Uno de los grandes saltos evolutivos que llevó al hombre a ser lo que es deriva del consumo de carne previamente cocinada. Eso no nos obliga a ser carnívoros, desde ya, sería una instancia más de la falacia naturalista, pero sin dudas deja como inviable la argumentación sobre “lo natural” de no comer carne. El argumento del cambio climático, por su lado, no me resulta convincente: la cantidad de variables que hay entre causa (comerse un asado) y efecto (apocalipsis térmico) me parece demasiado grande como para tener certezas.
Sin embargo, cuando Tiziano habló del sufrimiento animal me pareció que había ahí una objeción a comer carne que era razonable y sin fisuras. Ante la sorna y el desdén de mis compañeros de panel, me crucé de bando, como Cruz con Martín Fierro, y me puse a batallar junto a él.
El argumento es irrebatible. Los animales sufren. Si nos alimentamos de ellos, aumentamos su sufrimiento: los encerramos, los alimentamos para el engorde, los sacrificamos. Los ponemos a nuestra entera disposición. Eso es un hecho. O nos importa o no nos importa: lo que no podemos hacer es negar que eso exista.
Como decía Borges del idealismo de Berkeley me resulta más fácil defender las ideas del veganismo que vivir entre sus límites. A esta altura de mi vida no voy a cambiar mi sistema de placeres. Una cosa es ser curioso y ampliar el abanico de posibilidades (hablo de comidas pero se puede aplicar a cualquier tipo de consumo), y otra cosa es renunciar a toda una historia de sabores para reemplazarla por otra. Demasiado tarde para eso. Sin embargo, no puedo dejar de darme cuenta de que el ser humano podría alimentarse sin necesidad de generar sufrimiento entre los animales. O por lo menos podría intentar minimizarlo.
¿Es una exageración pensar en el sufrimiento animal? Creo que no. No se trata de un exceso de sensibilidad impostada, como en la mayoría de las afirmaciones woke. Se trata de entender que hay un parentesco fuerte entre los animales y nosotros; que, emocionalmente, no nos separa una barrera infranqueable.
Hay un filósofo australiano, Peter Singer, que ha argumentado muy eficazmente en ese sentido. Singer se dedica a la ética práctica. Originalmente abrevó en las aguas del utilitarismo, una posición de la filosofía ética que hace algo así como una cuenta y determina: es buena una acción que suma más felicidad o bienestar que sufrimiento. Juzga las acciones no por principios generales –como sería la ética kantiana– sino por sus consecuencias. En un ejemplo extremo, el utilitarismo justificaría el asesinato de un tirano, como Hitler; en cambio una ética de principios, no.
Más allá de las dificultades prácticas del utilitarismo (¿cómo se hace esa cuenta? Las consecuencias de un acto son infinitas), Singer tiene un punto muy importante al no restringir ese cálculo de felicidad, como los utilitaristas clásicos, a los seres humanos. Si un animal tiene la capacidad de sentir placer, felicidad, sufrimiento, miedo, entonces es de una arbitrariedad total no ponerlos en la cuenta general. Singer llama a esa distorsión de nuestras evaluaciones “especismo”, es decir, darle prioridad a una especie, en este caso la humana, por sobre las otras, de la misma manera en que “racismo” es suponer que una raza es superior a las demás.
A nadie le puede resultar extraña la idea de que los animales sienten. El culto a las mascotas ha crecido extraordinariamente. Sólo un psicópata podría defender la idea de torturar a un animal cualquiera sólo porque pertenece a otra especie. Cuanto más parecidos nuestros sistemas nerviosos, más evidente es esa familiaridad, pero ahora estamos descubriendo que también los pulpos –invertebrados de simetría radial, nada más alejado de los humanos– tienen algún tipo de conciencia e inteligencia (de eso nos ocuparemos otro día).
La historia de Gunda
Hay muchas películas que denuncian el maltrato a los animales. La mayoría no me conmueve demasiado porque siento que sus realizadores están usando a los animales de la misma manera que las empresas alimenticias. Es un discurso muy dirigido y uniforme pero que no hace centro en la dignidad intrínseca de los animales. Me voy a tratar de explicar elogiando otra película.
Hay un documentalista ruso extraordinario llamado Viktor Kossakovsky. Es de la estirpe festivalera: jamás utiliza voz en off ni explica qué es lo que se está viendo. Por ejemplo, durante un año filmó desde la ventana de su departamento en San Petersburgo hacia la esquina. El resultado es extraordinario: poniendo el ojo y esperando, las historias aparecen. La película se llama Tishe!, que en ruso es “silencio” y que se tradujo para su circulación internacional como Hush. Conseguí en su momento una copia en VHS y ahora no la pude encontrar en ningún lado, legal ni ilegal.
La última película de Kossakovsky es sobre un cerdo. Se llama Gunda. La película lleva ese nombre y uno asume que también es el del cerdo. Sin ningún tipo de explicaciones, con una fotografía en blanco negro increíblemente nítida y luminosa, la cámara sigue al nivel de los animales a Gunda, a sus recién nacidos lechoncitos, a unas vacas y a un gallo que tiene una sola pata y se desplaza por los pastizales sin ningún complejo.
La decisión de filmar en blanco y negro es sensacional. A menudo se trata de un capricho de directores indies, aquí lo que se intenta es instalar al espectador desde el primer momento en otro paradigma estético. Se trata de una película de ambiciones artísticas, no de un documental de NatGeo de Richard Attenborough (género que consumo con mucho placer, por otra parte). Los animales llegan al circuito de festivales y a los críticos cultos. El chancho quiere su plano secuencia y la sofisticación estética de una narración no convencional, no se merece menos que cualquier actor independiente, no menos sucio y desprolijo. Una vez superado el impacto inicial y la deliberada morosidad, el espectador se puede entregar a curiosear el mundo de los animales de una granja y lentamente entrar en su universo. La experiencia es sencillamente maravillosa.
Al final de la película, la empatía con Gunda es insuperable, al mismo nivel, o mejor, que lo que se podría sentir con el personaje de Meryl Streep en La decisión de Sofía. El último plano es absolutamente conmovedor. No convertirá necesariamente al espectador en vegano pero le despejará todo tipo de dudas respecto a la dignidad de los animales y a la real existencia de algo semejante a la conciencia y la inteligencia. Esa nobleza se expone en sus propios términos, no en los nuestros, que no debemos imponérselos. Sin embargo, amigos, somos hermanos de los chanchos y los pulpos, no lo olvidemos nunca.
Felizmente, Gunda fue incorporada en los últimos días al catálogo de HBO Max. Como pocas cosas, el cine tiene la capacidad, no siempre aprovechada, de entrenar al ojo para encontrar mundos desconocidos, incluso allí donde pensábamos que ya no había nada nuevo para ver, como en una esquina de San Petersburgo o en una granja donde pululan cerdos, cerditos, vacas y gallos. El mundo puede ser una fiesta, sólo es cuestión de abrir los ojos.
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