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Estuve leyendo a un escritor español que dice que hay que escribir más sobre el horror, que la especie humana no deja de infligir dolor a otros y que eso no está suficientemente contado.
Creo que la literatura se ha encargado de eso, que ha contado el horror como también otros aspectos de la condición humana, pero, claro, la literatura no es un noticiero. Tiene una hechura distinta, es un arte que no se puede disfrazar ni de denuncia ni de señalamiento ni de buenas intenciones. Aunque suele hacerlo, pero ya no es literatura sino denuncia, señalamiento, buenas intenciones.
Hay un texto de la escritora italiana Natalia Ginzburg, Mi oficio –fácil de encontrar online–, en el que habla de la escritura como un oficio.
No hay que confundirse. La palabra oficio acá no tiene nada que ver con esos eufemismos del tipo “trabajadores de la cultura”, que buscan darle a la cosa de escribir una pátina obrera.
Escribir no es como levantar paredes.
En la palabra oficio conviven, desde el inicio griego, tanto el hacer como la obra resultante. Después vinieron los romanos y le sumaron una capa más de sentido a la palabra: el sentimiento de fidelidad. En el mundo romano, en el oficio había algo inevitable: lo que no podía dejar de hacerse.
Pero no todos los oficios eran iguales. Cicerón lo tenía clarísimo: hay oficios mejores y peores y los mejores son los que requieren de talento para su ejecución.
Y sí.
Basta con ver el David de Miguel Ángel o a Messi en la cancha o escuchar a Billie Holiday para sentir que ahí no hay sólo trabajo. Hay talento cultivado. El que produce un placer estético producto de la mezcla adecuada entre técnica, experiencia, aplicación, reglas (todos componentes que pueden estar en el trabajo de levantar una pared) con algo más: lo único, lo original. Algo de genio.
Los oficios mejores requieren talento. Esos marcan la diferencia.
Sin modestia, Natalia Ginzburg dice que fue aprendiendo a conocer su oficio: el de escribir historias. Cuenta cómo conoció el placer de crear personajes con sus palabras, cómo descubrió después que los personajes, por más bien delineados que estén, no bastan para hacer un cuento. Tampoco son suficientes los detalles, los hallazgos y las ideas repentinas que, aunque parezcan geniales, se gastan fácilmente. Y eso le pasó a ella con sus primeros relatos. Le gustaban. Hasta que no le gustaron más.
Disfrutaba escribiendo. Hasta que dejó de tener sentido.
Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio.
Cuenta después que esa sensación pasó y que retomó el oficio para seguir perfeccionándolo mientras preparaba una papilla y cambiaba pañales. Empezó entonces a escribir una novela y era feliz viviendo: eso le permitía construir buenos personajes y buenas historias. Porque la felicidad permite lucidez, distancia, claridad. Eso dice Ginzburg.
Claro que no iba a durar demasiado. El gobierno de Mussolini deportó a su marido y tuvieron que dejar Torino, se fueron a un pueblo aburridísimo del sur, pero tampoco alcanzó con eso porque empezó la persecución sistemática a los judíos y León Ginzburg era uno de ellos. Terminó preso, torturado y asesinado en una cárcel romana en 1944. El hijo más grande (Carlo, el historiador) tenía cinco años y el más chico era un bebé de meses.
Ya no había felicidad desde donde escribir.
Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
Ginzburg dice que, al momento de escribir, uno –ella– es empujado milagrosamente a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida para no arrastrar a los personajes como marionetas al servicio del autor.
Claro que no se escribe igual siendo feliz o infeliz, dice, pero no hay que buscar consuelo escribiendo. Las palabras y las frases no están para eso, el verdadero oficio de escribir rechaza la función de paliativo.
Clarísimo.
Si uno quisiera saber cómo contar una historia sobre hechos reales –y mucho más si esos hechos tienen que ver con la vida del narrador– basta con leer Léxico familiar. El amor, la amistad, el trabajo, la guerra, la muerte, la felicidad y el dolor de Natalia Guinzburg –la que firma– están ahí, oblicuamente, al servicio de los personajes y de la historia o, lo que es lo mismo, de la literatura.
Y como los narradores dolientes abundan –todos los que creen que haber vivido una vida intensa o haber sufrido una experiencia traumática los arroja inevitablemente en la necesidad de contarlo– me acordé del escritor israelí David Grossman.
Lo conocí hace unos años cuando vi en una librería La vida entera y se me antojó por la portada. No había leído nada sobre él, no tenía ni idea de quién era ni cómo escribía pero me metí en la novela y no pude salir.
La protagonista es Ora, una mujer a punto de recibir a su hijo menor después de los tres años de servicio militar. Van a salir juntos de mochileros por Galilea, pero la situación en Cisjordania se intensifica, el ejército israelí lanza una ofensiva total y el chico decide alistarse como voluntario. Ella misma lo lleva a las puertas de la guerra. En el momento en que lo deja tiene una certeza: más temprano que tarde alguien golpeará la puerta, y ese alguien será un enviado del Gobierno y traerá la noticia de que su hijo ha muerto en combate.
Excepto que no haya nadie para recibir esa noticia. Si ella no está, si no hay nadie para escuchar, su hijo no morirá. Sabe que está movida por una especie de pensamiento mágico y aún así se va para no escuchar lo inevitable: sale a caminar por Israel como un modo de salvarlo.
La novela fue escrita en hebreo con un título que podría traducirse como Una mujer huye con un mensaje. Grossman la empezó a escribir en 2003, cuando su hijo mayor fue a servir en las Fuerzas de Defensa Israelíes y la terminó en 2006, poco después de recibir en su casa la noticia de que su otro hijo, el menor, había muerto arriba de su tanque en el último día de la Guerra del Líbano.
Grossman no cuenta su vida ni la de su hijo, no cede a la tentación del dolor y escribe una gran novela. Nada de autoficción. Celebro eso.
Después de ese libro, leí todo lo que encontré de Grossman. Lo que no aparecía en ediciones argentinas, lo encargué afuera. Leí sus novelas, sus intervenciones públicas, sus discursos, sus notas de opinión, supe que fue un niño prodigio que ganó en una especie de Odol pregunta contestando sobre el escritor Sholem Aleijem y que a los nueve años se convirtió en el primer actor infantil de radionovelas en Israel y que le ponían una caja de cartón en el estudio para que su voz alcanzara el micrófono.
Grossman ha dicho que, cuando su hijo Uri fue a la guerra, su novela estaba casi terminada: “Tuve la sensación, o más bien el deseo, de que el libro que estaba escribiendo lo protegería”.
¿Cambió algo en la escritura cuando un oficial del estado israelí llamó a su puerta para decirle que su hijo estaba muerto? “Lo que cambió fue el eco de la realidad bajo la cual la entrega final fue redactada”.
Me gusta pensar que aun en ese momento límite en que muere un hijo –el tema de su novela– el escritor logra alzarse sobre el dolor. La literatura gana y así, quizás, la notificación de la muerte no llega nunca.
Un detalle más. Así como Flaubert pudo decir “Madame Bovary soy yo”, Grossman puede hacer lo mismo con su protagonista: él es Ora, esa mujer que sale a caminar para salvar a su hijo. Compone un personaje no sólo creíble. Es ella.
Voy a cerrar este envío con algo que Grossman dijo en una de sus conferencias sobre la escritura: “Los libros son el único lugar donde conviven las cosas y su pérdida”.
Nos leemos en quince días.
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