La semana pasada Guillermo Piro me llamó de su programa de radio para hablar de Jean-Luc Godard. Primero me excusé diciendo que yo no era “muy fan” de Godard, pero él me dijo que no importaba, que para hablar bien ya estaba él, que quería escuchar qué tenía yo para decir. Confieso que mi problema no era tanto que no me gustara, sino que consideraba que no sabía tanto del asunto. Quiero decir: vi muchas de sus películas (no todas, claro, ¿alguien las vio todas?), leí algunos de sus textos, vi algunos fragmentos de entrevistas, sé quién es Godard, pero me parecía que para hablar de un personaje tan enorme como él, más si pretendía salir del lugar común del panegírico, tenía que ver todo lo que filmó, leer todo lo que escribió, ver todo lo que se filmó sobre él, leer todo lo que se escribió sobre él, y recién ahí emitir una opinión calificada. Por supuesto, esa empresa era imposible en los cuatro días que había entre la invitación y el programa. Y quizás fuera imposible aunque tuviera tres meses o un año, al menos para mí. Igual dije que sí, porque no sé decir que no y porque nada me gusta más que hablar.
En esos días justo estaba fanatizado (para seguir con la palabra “fan” y derivados) mirando entrevistas a César Aira en YouTube. Tampoco sé mucho de Aira, aunque leí algunas de sus novelas, etc. Pero me divierten esas entrevistas en las que dice algo, después se contradice, reconoce estar contradiciéndose, se ríe, se quita importancia y afirma “solo sé que no sé nada”, aunque no es verdad, sabe mucho pero sabe que ese saber no produce certezas sino dudas. Pienso entonces que si hubiera ejecutado el plan de consumir todo Godard sabría menos de él que lo que sé ahora, en el sentido de que no estaría tan seguro de lo que pienso, de cuál es su lugar en la historia del cine y de la cultura. De esto se desprende que mis supuestas certezas son fruto de la ignorancia. Quién sabe. Igual no pienso comprobarlo.
La cosa es que en una de estas entrevistas, Aira dice algo que me hizo pensar en Godard.
Si yo le diera algún consejo a un escritor, sería que no se esfuerce en hacer algo bueno, porque no vale la pena. Libros buenos ya hay muchísimos. Hay demasiados, no alcanza una vida para leerlos. ¿Para qué otro? En cambio si logra hacer algo nuevo, algo distinto, ahí sí puede haber hecho algo. Además lo bueno, para que sea bueno, tiene que obedecer los paradigmas ya establecidos. La función del artista no es obedecer paradigmas establecidos, sino crear paradigmas nuevos. Crear cánones nuevos. Crear algo para que después lo bueno se juzgue a partir de lo que hizo él. En ese sentido los grandes, los que crean paradigmas, como Shakespeare, por ejemplo… la creación de un personaje en una novela o en una obra teatral, la calidad de esa creación se va a juzgar de acuerdo a lo que hizo Shakespeare, que fue el que creó el paradigma. Yendo a otro terreno, a la música pop. Una canción de música pop se va a juzgar de acuerdo al canon que establecieron Los Beatles. Por eso se dice que son insuperables. No es que sean insuperables. Son muy buenos, sí, Shakespeare y Los Beatles, pero no es por buenos, sino porque fueron los que establecieron la norma a partir de la cual se juzga lo bueno. Creo. No es cuestión de ponerse a filosofar.
Es evidente que la dicotomía nuevo/bueno es medio engañosa, el propio Aira reconoce que Shakespeare y Los Beatles fueron nuevos y buenos, pero creo que sirve para pensar a Godard. Fue todo lo nuevo que se puede llegar a ser, al punto tal de que no creo que haya habido un cineasta tan disruptivo e influyente después de él, y antes de él se cuentan con los dedos de la mano izquierda de Lula da Silva. ¿Fue bueno? Sobre esta cuestión leí un comentario interesante estos días del director indio Satyajit Ray (estos días lo leí, el texto es de 1966 y está reproducido en el libro Satyajit Ray on Cinema).
Suele escucharse a menudo en los festivales de cine la declaración: “No me gusta Godard”. A mí tampoco me gusta Godard. Pero “gustar” es una palabra que casi nunca uso para describir lo que siento respecto de artistas modernos de verdad. ¿Nos gustan Pablo Picasso o Claude-Michel Schönberg o Eugène Ionesco o Alain Robbe-Grillet? Nos provocan y nos estimulan de diferentes maneras, y los apreciamos a un nivel puramente intelectual. El gusto sugiere un involucramiento sencillo de los sentidos, un agrado espontáneo que dudo que un artista moderno demande de su público.
Ray a su manera sigue el razonamiento de Aira contraponiendo lo nuevo a lo bueno (o a lo agradable, a lo que a uno le puede gustar). Pero ya vimos con Shakespeare y Los Beatles que se puede ser nuevo y bueno. Es más: se puede ser bueno por nuevo y no a pesar de. Shakespeare y Los Beatles siguen vigentes precisamente por lo que tuvieron de nuevo en su momento, aunque hoy eso ya no sea nuevo. Como alquimistas o hechiceros, crearon procedimientos artísticos (o transformaron los que ya existían) para cautivar a su público. Como artistas populares, ese fue su objetivo y así gestaron sus revoluciones. Y por eso todavía funcionan.
En el cine, otro de los disruptivos que se cuentan con los dedos de la mano de Lula da Silva fue D. W. Griffith. El montaje de El nacimiento de una nación en 1915 era tan moderno como era moderno el de Sin aliento en 1960, pero mientras que el objetivo de la innovación de Griffith era provocar emociones en el público y como consecuencia involuntaria cambió el cine para siempre (o lo inventó), el objetivo de Godard era cambiar el cine y el público le chupaba un huevo, de hecho su estilo buscaba expulsar a propósito al espectador.
Una de las frases que más citaron las necrológicas de Godard, no por falta de originalidad sino porque es muy apropiada, es la que Susan Sontag le dedicó en un texto de 1967: “Godard es un «destructor» deliberado del cine”. Vista desde hoy, la suya fue una “destrucción creativa”. Claro que a él le tocó solo la parte de la “destrucción”, la de “creativa” se la dejó a otros, y hasta sospecho que a regañadientes, no porque hubiera preferido acometerla él, sino porque hubiera preferido que no sucediera. Quizás su malhumor final tuviera que ver en gran parte con la certidumbre de que su revolución había parido un cine de masas. El encono hacia su admirador Quentin Tarantino da una pista. En fin: el fracaso eterno de la izquierda y su consiguiente resentimiento.
Seguí mirando videos de César Aira y me topé con otra afirmación que complementa, discute (y en cierto modo se contradice) con la anterior y que además explica por qué no soy “muy fan” de Godard. El entrevistador le dice: “Pues una vez deshecho el libro gordo y la psicología y el protagonista, parece que usted se desprendiera del 90% de la literatura del siglo XX”. Y Aira contesta:
No, no creo. En realidad yo amo la literatura. Muchas veces se me clasifica como un vanguardista. Creo que no soy un verdadero vanguardista, no podría serlo, porque el verdadero vanguardista destruye, y yo amo demasiado la literatura como para hacer ese nihilismo del verdadero vanguardista que rompe todos los esquemas. Si has leído mis novelas habrás visto que son narraciones bastante convencionales. Sí, hay algún escape, alguna huida imaginativa, pero en realidad siguen siendo lo que hizo Scheherezade: contar cuentos.
Nos vemos en quince días.
Si querés anotarte en este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla martes por medio).
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.