Última entrega del año, fiel lector; esta pluma agradece tu compañía.
¿Con qué cerrar este 2024? De la literatura cada uno se queda con lo que le gusta: Ocampo con las ideas, Girondo con las formas, Saer con las comas y la luz; los más raros, con la poesía. En general, la extraña circunstancia del agua por todas partes engendra poetas. Es una realidad curiosa, aunque no excluyente. Existen también en Buenos Aires, y no por el río sino por la pampa, reflejo verde del cielo azul.
Hablando de cielos y poetas, hace unos días el escritor Pablo Maurette dio una charla sobre la senescencia de las estrellas. Como envejecen –contó–, algunos creen que los antiguos, por haberlas conocido más jóvenes y más vigorosas, son superiores a los contemporáneos. Condenados al declive: a medida que las estrellas se hacen viejas, el ser humano se degrada. ¿Qué pensaría de esto el más auténtico de los poetas porteños?
Resulta que es católico, y más particularmente jesuita. Mardulce, semillero de grandes firmas (Thibault de Montaigu acaba de ganar el premio Interallié 2024 y lo felicitamos), acaba de editar Los porqués de la rosa, dieciséis ensayos sobre poesía de Alejandro Crotto, un hechizado por la belleza del mundo que escribe para otros como él (los poetas son sectarios, pero a ellos a veces les queda bien). Crotto se ocupa del núcleo indivisible de la intensidad, el mismo misterio sobre el que discutieron alguna vez Ted Hughes y Sylvia Plath, y también una tarde, hace apenas unos años, dos poetas cuya historia vale la pena recordar.
Sucedió en el icónico Varela Varelita, un bar de mala muerte sobre Scalabrini Ortiz al que van almas bellas y desaliñadas que olvidaron cuándo fue la última vez que se lavaron los dientes, pero saben de memoria por lo menos tres poemas irlandeses, dos versos de Catulo y alguno que otro de Dante (en versión original).
Nuestros dos jóvenes rivales se batieron a duelo (un duelo a cachetadas) por un desacuerdo acerca de Pound. Al más furibundo tuvieron que agarrarlo entre tres; no bastó la fuerza del jesuita, por más alto, ni la del mendigo que justo pasaba por ahí arrastrando su carro, ni la del mozo que prestó sus servicios por el bien de la clientela.
Hubo otro duelo, pero éste ocurrió por escrito y todavía puede leerse. En el Varela circulan ejemplares de la célebre revista que dirige nuestro jesuita, donde escriben, entre otros, el cacheteador, el cacheteado y las relegadas colegas. Todos, además de poetas, son traductores y todos suelen perder una inmensa cantidad de horas hábiles ocupando las mesas que dan a la ventana.
Una tarde, el cacheteador se puso a leer su propia traducción de un poema de Wallace Stevens. Habrá sido apenas la octava vez que se releía embobado en letras de molde. Entonces notó un error. Los errores en los poetas son trágicos. Sacó su lápiz negro HB (hard-soft) y, sobre el ejemplar de la revista, lo corrigió.
Días después, el jesuita tomaba su café de las 7:45 de la mañana en la mesa de la esquina. Cuando abrió el ejemplar y vio la corrección anónima, entendió que era su turno de entrar en la batalla. Peló su Bic azul y le dedicó al atrevido lector una carta pedagógica que terminó comiendo el margen inferior de esa página y de la siguiente. Esto lo hizo con fervor y convicción, sin saber que estaba defendiendo a su amigo traductor de sí mismo.
Pero despidamos este año con poetas, estrellas, agua y, por qué no, Dios. Con Crotto aparece siempre.
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