La aventura interior

#11 | ¿Viva la literatura, carajo?

De entre todos los mitos que hace falta derribar, empecemos por aquel que dice que leer te hace mejor persona.

No todo en la vida merece una opinión –lo sé muy bien, singular lector–, pero hay ciertas cosas que, una vez oídas, es imposible desoír, o de eso vengo a disculparme: de no haber sucumbido a “la poesía de lo que expresa el silencio”, como proponía el Festival de Literatura de Buenos Aires 2024, y de haber sintonizado, en cambio, en sus palabras inaugurales la innombrable música del dinero, el gran sometedor. Cuando termina el discurso, uno se queda pensando: ¿la literatura es un bien social o es una herramienta de marketing?

¿Se puede levantar la bandera de la “resistencia cultural” desde el escenario del Malba y con uno de los bancos más grandes del país (del que es accionista) como sponsor? Sin dudas, la última muestra de Mondongo en el museo –que recrea la villa miseria en una de sus salas– ha generado mucha confusión, aunque no deja de ser simpático que un Che de pantalones colorados, saco cruzado azul y sweater mostaza se queje durante quince minutos del desprecio que el gobierno actual manifiesta por la Cultura sin sacar en ningún momento la mano del bolsillo.

Resulta fascinante que un heredero que ha elegido perder parte de su fortuna haciendo libros se permita decir que “la cultura no es un gasto”, y me apena romper el hechizo de este personaje entrañable en pos de una verdad incómoda que haríamos mal en ignorar: por buenas que sean sus intenciones, no podemos dejar que la literatura tenga el triste destino de una mujer bella y sin recursos que se ve obligada a subordinarse al amor de un millonario o a la generosidad del Estado. Si no encuentra una manera de vivir por sí sola, condenada a buscar la caridad de mecenas bienintencionados o de políticos progresistas, se vuelve ya no sólo un gasto sino también un gato, atrapada en un ciclo de dependencia: callejear o someterse, ¿no hay otra opción?

En lugar de exigir cajas estatales o esperar que los más ricos se entusiasmen con salidas colectivas a través de las bellas letras y crean que leer puede ser una salida de la crisis económica que vive el país, ¿no sería quizás mejor pegarle un llamadito al ministro de Desregulación para que las editoriales chicas puedan importar papel (sólo dos empresas lo producen en Argentina, y es caro y malo) y exportar libros, es decir, vender? Si el silencio es tan poderoso, ¿por qué no escuchamos el de las editoriales pequeñas, cautivas de un sistema que les niega su propio grito?

Pie de foto: Rigoletto, maquetas de vestuario por Charles Bétout y Marcel Mültzer.

De entre todos los mitos que hace falta derribar, empecemos por aquel que dice que leer te hace mejor persona: no se entreguen con tanta facilidad al lugar común, podés tener la biblioteca más impresionante y refinada de toda la región y ser Augusto Pinochet, salvo que me digan que era un tipazo. Es tan noble invertir en literatura como frívolo pensarla en bloque, y desligada de sus incentivos. El que mendiga para publicar sabe lo que es no sentirse libre; el que edita sin poder entrar ni sacar nada de nuestras fronteras (ni libros, ni papel, ni tapas), también.

De Rigoletto, lo peor fue el final. Que le haya dedicado la décimosexta edición del festival a su hija es un acto de amor inmenso y de infinita torpeza, que lo revela ipso facto como el patrón, el dueño del boliche, que aunque agarre el micrófono con la retórica de un dirigente kirchnerista, sabe que la única función social que pueden garantizar los libros es darle estatus a “la persona más linda del mundo”.

En la página web de la fundación FILBA leemos:

La literatura comprende sin envidia su poder y su prestigio, y los lectores sabemos –tal vez es lo único que sabemos– que, cuando leemos, lo que se hace presente en las palabras que pasan como un río es el silencio del que vienen y el silencio al que van.

Aunque leer parezca, después de esta declaración, en vano, y aunque nos cueste entender frases mal escritas, portadoras de ideas vagas (¿se puede tener envidia de uno mismo?), no faltaron, sin embargo, conversaciones animadas en las que reinó el desparpajo y faltó el silencio, como por ejemplo la que mantuvieron durante una hora y media Benjamín Labatut –escritor chileno– y Lucrecia Martel, con sus anteojos ocampianos y su bastón. El trasandino habló “del orden”, y la argentina le preguntó: “¿Cómo es tu relación con Dios?”. Como no respondía y se iba por las ramas, ella tuvo que insistir:

–¿Creés en Dios?
–No, no puedo creer en Dios.
–Ah, tenía miedo que me dijeras que sí.
–No puedo creer en Dios porque ya creí en Dios. Esto es lo más honesto que te puedo decir: yo no creo en Dios, pero pienso en Dios.
–¿Te acordás de cuándo dejaste de creer en Dios? Yo me acuerdo perfecto.
–Sí, sí, conmigo tuvo que ver con una mujer argentina.
–¡Ah, esas son las cosas que deberíamos exportar!
–Ojalá –respondió Labatut entusiasmado con la ocurrencia–, Chile se beneficiaría mucho.

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