Partes del aire

#103 | El último gran escritor

A César Aira seguramente no le guste esta etiqueta, pero ha hecho los méritos suficientes como para ganársela.

Muerto Ricardo Piglia, en 2017, y antes Saer y Fogwill, César Aira es sin dudas el “mejor escritor argentino vivo”, una etiqueta terrible que el propio Aira rechazaría. Es posible que además sea el último gran escritor argentino. No porque no haya escritores publicando buenos libros (alguno debe haber), sino porque la figura del gran escritor, aquel monumento de enorme prestigio social, oráculo sobre todos los temas, intérprete de nuestras pulsiones profundas, ya no existe. Y no existe porque la bajamos de un hondazo. La mataron los críticos posmodernos (¡la muerte del autor!) y la mató la sociedad en general, que viene demoliendo figuras de autoridad desde hace décadas (periodistas, políticos, académicos, artistas) y en la volteada cayeron también los novelistas y los ensayistas.

Los escritores menores de (digamos) 60 años ya no pueden ser “grandes” escritores, sino apenas participantes con más o menos relevancia de una conversación cada vez más chiquita, a tiro de que cualquier troll le tire un “forra” o “pelotudo” en las redes sociales. Ahora, es curioso que el sobreviviente de aquella etiqueta sea Aira, que hizo todo, en sus libros y en su vida, para huir de la figura de “gran escritor”.

Pensaba en estas cosas mientras leía el fin de semana Ideas diversas , uno de sus últimos libros, una recolección de observaciones independientes sobre arte, literatura, vida cotidiana. Todo el tiempo dice Aira que su arte es menor, que cualquier truco de escritura es una pretensión solemne, y así y todo no puede parar de escribir. Hace unos años no le creía este personaje. Por ejemplo, eso de que no corrige nunca: que escribe por la mañana en un café de Flores a mano sobre una libretita y que a la mañana siguiente continúa donde había parado. Me parecía poco creíble, su propio truco pretencioso. Pero Aira ya tiene 76 años, no necesita convencer a nadie de nada, y le creo cuando lo leo decir que un viaje en taxi del centro a Flores, con un conductor alocado pero experto, le pareció una obra más interesante, “dotada de la elegancia del peligro y del desinterés por el aplauso”, que las manifestaciones convencionales del arte, “pesadas, presuntuosas, vanidosas”. Todo le parece una pose. A mí también. Pero mientras a mí esa distancia me paraliza, Aira no puede parar de hacer esa gran pose que es escribir y publicar libros.

Ideas diversas (Blatt & Ríos, 2024) es simpatiquísimo. A mí me gustan más estos libros de Aira, los que son o parecen de no ficción, ensayísticos o autobiográficos, como El tiloArtforum o Cumpleaños . Se hizo (más) famoso con su seguidilla de novelitas que empezaban clásicas y después se volvían locas, absurdamente impredecibles, pero yo prefiero estas anotaciones y observaciones, que nacen mínimas (un graph en la tele del bar, un cuadro en una galería) y en dos párrafos se hacen universales.

Aira no se llevaba bien ni con Saer ni con Piglia, “grandes escritores” unos años mayores que él. Una vez hace 15 años fui a ver a Piglia dar una charla en Nueva York y le pregunté por Aira: “No leí ni el 1% de lo que escribió, así que no te podría decir”, me respondió, seco. En Ideas diversas le tira a Saer un palito que va bastante de la mano con las ideas del resto del libro. Lo acusa de ser uno de esos escritores que ponen sus expectativas de ser leídos “no en el placer que puedan dar, sino en crear la obligación de leerlos”. Y después remata: “Para eso tienen que extremar la calidad (hasta torturarla) de modo tal que críticos y profesores los pongan en el podio de los imprescindibles y los lectores sientan que tienen que leerlos”. La calidad, para Aira, no sirve, mucho menos si es extrema y torturada. Lo único que sirve es el placer.

Dos veces en 100 páginas sacude Aira al marxismo y al comunismo, lo que para un lector como yo, anticomunista de toda la vida , fue divertido e inesperado, porque los escritores argentinos o son marxistas o intentan parecerlo. Y lo hace de un modo muy aireano: mientras recorre los estantes de una librería de viejo, dice que los crímenes del comunismo fueron horribles, pero encima generaron miles de libros malísimos, “una enorme cantidad de trabajo intelectual que se hizo en su nombre y que resultó perfectamente inútil”. Matar millones está mal, pero producir libros malos es terrible.

En la misma librería compara al marxismo con la teología, pero dice que al menos los libros de teología todavía se pueden leer, para entender las religiones o porque tienen momentos “poéticos o fantásticos”. Los libros marxistas, los de sus sociólogos, sus economistas, sus críticos literarios, en cambio, son “prosaicos, previsibles”. Habría que preguntarse, dice al final del párrafo, si otro motivo de la relativa vigencia de la biblioteca teológica no estará en que “la religión, a diferencia del marxismo, está lejos de haber fracasado”.

Igual a Aira no le interesan ni respeta mucho la política y el fútbol, le parecen dos pasatiempos para personas que no saben cómo llenar mejor el vacío de sus vidas. Personas como yo, básicamente. Aira dice que lo útil de la política y el fútbol es que todos los días hay novedades, todos los días hay resultados (alguien gana, alguien pierde) y después una gran final o una gran elección para que todo vuelva a empezar y lo anterior sea olvidado. Es así. Lo que menos me gusta de la política es el ruido cotidiano, la sobreactuación ante cada mini-crisis, la urgencia permanente. Del fútbol, en cambio, me gusta todo.

Algo de la militancia de Aira en favor de un arte sin vanidad ni pretensiones me hizo a acordar a las dos partes de La novela luminosa , de Mario Levrero. En la primera, Diario de la beca, Levrero está paralizado en Montevideo, “acorazado y desvitalizado”, incapaz de escribir la gran novela por la que le dieron una beca Guggenheim. Se pasa el día en el boliche con los muchachos, leyendo novelas policiales que compra en un kiosco o, mi momento favorito, jugando el FreeCell, un juego de cartas que venía con el Windows 95. “¿Ve lo que pasó? Me quedé jugando al FreeCell y se me hicieron las seis de la mañana”, escribe en un momento.

La segunda parte del libro es la novela luminosa en sí, la que Levrero finalmente escribió con la plata de la beca y es, en mi opinión, menos interesante que el diario procrastinador del principio. El diario tiene sentido del humor y poesía involuntaria. La novela, tan a propósito, queda aplastada debajo de sus ambiciones y pretensiones. Cuando escribe sin querer, Levrero es pura chispa: “Calculo que soy autista en un setenta u ochenta por ciento. Con el porcentaje restante me las arreglo bastante bien”. Cuando escribe deliberadamente, se pone el traje de gran escritor, que le queda incómodo.

Un mérito de Aira, en Ideas diversas y en la mayoría de sus libros, es entonces que logra escribir como en el diario de Levrero, al mismo tiempo a propósito y sin querer, sin pedir nada, ni siquiera compañía. Escribo esto y siento que a Aira tampoco le va a gustar, porque a veces siente que su estilo claro es “antipoético, demagógico, servil con el lector”. Pero mejor así. Si su objetivo es dar placer, como escribe en la oposición con Saer, entonces lo está logrando. Si su objetivo es no ser un gran escritor, quizás el último, en ese caso me parece que está fracasando.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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