PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#10 | Sencillas frases verídicas

Las lecciones de los hermanos gemelos Claus y Lucas.

¿La capacidad de imaginar es algo con lo que se viene de fábrica o se puede adquirir? ¿Es imprescindible para leer y escribir ficción?

Sé que yo no tengo esa capacidad de representar imágenes, lo que se llama imaginación y que, según distintas definiciones, puede ser potestad de la mente o del alma. Durante años no supe que me faltaba. Aunque tuve pistas tempranas, se ve que las desoí y andaba por la vida creyendo que así funcionaban las cabezas de todos (me inclino por la mente más que por el alma, más que nada porque no sé qué cosa es el alma). Hace muy poco tiempo, en una charla casual sobre lo que generaban los libros, descubrí que todos mis interlocutores compartían un fenómeno aparentemente natural: les ponen caras a los personajes, ven las casas, los pueblos, las calles de los universos ficcionales a medida que leen mientras yo tuve que aceptar, con la evidencia de una revelación, que cuando leo no veo nada.

Desde chica leí todo lo que se me cruzó por delante pero, sobre todo, leía ficciones. Me entusiasmaba, me divertía, lloraba; lo que nunca hice fue “volar con la imaginación”. Jamás me transporté a lugar alguno con los libros. Mientras los demás veían caras y paisajes yo veía letras. Y no es que eso me impida disfrutar de la lectura, sólo descubrí que, entre las diferentes formas de leer, yo tengo una que no se asienta sobre la imaginación.

Con la Ilíada no veo la amurallada Troya ni viajo por el Egeo ni percibo el último aliento de Héctor como si estuviera ahí. Estoy frente a un mamotreto de tapas duras color bordó, con un montón de notas al pie, con mis anotaciones en lápiz, en un mundo de letras negras sobre hojas blancas. Disfrutando.

Lo de la falta de imaginación no se limita a los libros y debí haberlo descubierto mucho antes, cuando recortaba y guardaba etiquetas (de arroz, de aceite, de galletitas, de jabón, de detergente) para jugar al “negocio”. No sabía que podía disfrazarme y ser una princesa –o, desestereotipada y deconstruida, agarrar un palo y usarlo como espada–, simplemente no se me ocurría y me inclinaba por el poco glamoroso oficio de comerciante de barrio con billetes de producción propia.

La maestra de Lengua podría haberme alertado o incluso alentado hacía otras búsquedas. Pero no. Ella pedía redacciones y yo, que era capaz de leer en voz alta con una fluidez que nadie tenía, que escribía sin errores y recibía la hoja sin tachaduras en rojo, también veía con decepción el escueto MUY BIEN con el que me devolvía mí producción. Nada de SIGUE ASÍ o ¡QUÉ HERMOSA HISTORIA!

Había composición tema la vaca y yo no pasaba mucho más allá de descripciones que se acercaban peligrosamente a lo tautológico: es un animal de cuatro patas, puede ser marrón, negra, o blanca y negra, está parada en el campo, mira pasar a los autos, se usa para comer. No le pasaba nunca nada interesante a la vaca, no era mi vaca sino un arquetipo desangelado, un sustantivo común. No había trama ni plot twist. Si la literatura pone “a volar la imaginación”, si esa es la metáfora, lo mío fue siempre al ras del suelo. Y se ve que se lo trasladé a mis hijas. Llegaban de la escuela con una tarea –hacer oraciones con una lista de palabras– y ninguna de las dos lograba, ni siquiera intentaba, salirse de la literalidad y los referentes del mundo físico. Las palabras y las cosas, para ellas, estaban indisolublemente ligadas.

Cada una tomó su propio camino literario que podría definir como a) la descripción despojada y b) el hiperrealismo soviético.

a) Lectora obstinada de enciclopedias y Harry Potters varios, prefirió guardar para ella la ilustración y reservar la fantasía para las J.K. Rowling de la vida. Sus oraciones eran del tipo: “el ornitorrinco no es un ave pero tiene un hocico en forma de pico de pato” o “la tierra es el único planeta del sistema solar cubierto de agua líquida”. Los compañeros le decían Wikipedia.
b) Lectora de cómics, la fantasía era para ella esencialmente gráfica y el lenguaje quedaba reservado para nombrar las cosas del mundo. “El auto tiene ruedas” o “El colibrí es un pájaro”, era el formato estándar para sus frases. Un minimalismo esencialista, amarrete, que prefería no despegarse ni un milímetro de la realidad circundante. Miraba alrededor y escribía: la Coca Cola es marrón. También tenía una obsesión con la verdad: si la palabra era lluvia y no estaba lloviendo, lo más probable es que no hubiera oración.

En París era una fiesta, Hemingway habla de su proceso de escritura. Cuando se sentía trabado se decía a sí mismo: “Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica. Escribe una frase tan verídica como sepas”. Parece fácil pero no lo es, sobre todo si uno aspira a algo bien contado sin caer en esos estilismos que siempre le sobran a un texto, tampoco es fácil si uno rechaza la idea de que escribir es expresar tus emociones. Dice Hemingway:

En cuanto me ponía a escribir como un estilista, resultaba que esa voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito.

La misma restricción se autoimpone Agota Kristof en su libro Claus y Lucas. La escritora nacida en Hungría huyó de su país cuando la Unión Soviética aplastó la Revolución húngara de 1956 y se instaló en Suiza. Trabajó en una fábrica de relojes (“Dos años en una prisión de la Unión Soviética habrían probablemente sido mejores que los cinco años en la fábrica en Suiza”), aprendió el francés como pudo y empezó a escribir sus novelas en ese idioma. Su escritura despojada viene de ese manejo escaso de una lengua nueva y creo que es una ejercitación ideal para el oficio de escribir. Ella lo hace explícito a través de sus personajes.

Claus y Lucas son dos hermanos gemelos que, en medio de una guerra, son dejados por su  madre en la casa de una abuela nada buena. Para adaptarse a un medio hostil, desarrollan estrategias de supervivencia, son crueles, ingeniosos, autodidactas. Se autoimponen castigos y disciplinas. Una de ellas tiene que ver con el aprendizaje en casa.

Las lecciones de redacción son así: cada uno le tira al otro un título y el otro debe escribir sobre el tema en dos hojas, cuando terminan se intercambian las hojas, con un diccionario corrigen la ortografía y después ponen bien o mal.

Para decidir si algo está bien o mal, tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. Por ejemplo, está prohibido escribir ‘la abuela se parece a una bruja’. Pero sí está permitido escribir ‘la gente llama a la abuela La Bruja’.

Me encanta esta restricción por lo que esconde: ojo con los adjetivos, ojo con tus valoraciones, ojo con tus sentimientos. A nadie le importan. Agota Kristof se autoimpone un límite para escribir: no cae en la tentación sentimentalista, no juzga a sus personajes y tampoco los hace juzgar. Una lección de escritura en pocas líneas.

Claus y Lucas siguen explicando el artificio.

Está prohibido escribir que el pueblo es bonito porque puede ser bonito para nosotros y feo para otros. Si escribimos ‘el ordenanza es buena’, no es verdad porque el hombre puede ser capaz de cometer maldades que ignoramos, entonces escribimos sencillamente ‘el ordenanza nos dio unas mantas’. No escribimos ‘nos gustan las nueces’ porque la palabra gustar no es precisa ni objetiva. Nos gustan las nueces y nos gusta nuestra madre no puede querer decir lo mismo. La primera fórmula designa un gusto agradable en la boca y la segunda, un sentimiento.

Me veo tentada a decir que esto es hermoso, a hacer comparaciones, a lamentar modas literarias que no hacen más que hablar de sentimientos mientras inflan el yo como un globo omnipresente, pero sé que Claus y Lucas me pondrían un MAL al final de la hoja, así que no voy a hacerlo.

Nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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