Relación de ideas

#10 | La sangre de Jesús nunca me falló

Una película de Berlanga, el recuerdo de un 'homeless' de los '70 y la diferencia entre aprovecharse de la miseria humana o dignificarla con la belleza.

Las olas polares vienen y van en la ciudad de Buenos Aires y con ellas, aparece y desaparece “Juan Carr” como tendencia en las redes sociales. Mucha gente, sospechando una operación cargada de intencionalidad política, no le perdona una campaña desplegada en julio de 2019 junto con el presidente de River, Rodolfo D’Onofrio: abrir las puertas del estadio para cobijar a las personas que vivían en la calle en “el día más frío del año”. La condena social y mediática me da un poco de miedo, casi siempre me resulta desproporcionada al pecado. Lo cierto es que, con otro gobierno y el doble o triple de gente viviendo a la intemperie, la temperatura baja unos grados y en las redes la gente se pregunta dónde anda Juan Carr.

Había algo frívolo en aquella aparente obra de beneficencia. Por un lado, el uso del récord: se refugiaba a personas desamparadas una única vez, más allá de que algún otro día, con medio grado más, el desamparo iba a ser el mismo pero el Monumental no estaría disponible. Era una acción tan espectacular como efímera. Y luego la evidente y un poco chocante imagen de autosatisfacción de los organizadores por sentirse “buenos”, un peligro en cada acción benéfica fuertemente publicitada y replicada por los medios.

El episodio me hizo acordar mucho a Plácido, una película española de 1961 absolutamente genial del más grande dúo creativo de toda la historia de ese país: Luis García Berlanga como director y Rafael Azcona como guionista. La acción se desarrolla en un pueblito español en el marco de la época más gris y opresiva del franquismo. Es vísperas de Navidad y una empresa organiza una campaña llamada “Siente un pobre a su mesa” para que cada familia reciba en su hogar a un carenciado en la cena de Nochebuena. (De hecho, esa frase iba a ser el título de la película, pero la censura lo impidió). En el medio de ese caos de homeless y pudientes, en donde en cada plano se pueden amontonar hasta veinte personas, todas hablando al mismo tiempo, se desplaza el pobre Plácido tratando de pagar una cuota de la motoneta que usa para trabajar antes de que llegue la Navidad. Es una película maravillosa, oscura y graciosa, una obra maestra. Si el resultado de esta edición del newsletter es que una persona más se asome al mundo Berlanga, me daré por satisfecho.

Casto Sendra «Cassen» y José Luis López Vázquez en ‘Plácido’.

 

Habiéndome reído a carcajadas con Plácido, confieso que hay pocas cosas que me angustien más que la vida de quienes no tienen un techo (jamás usaré la expresión “en situación de calle”, que me parece de una cobardía inédita). Que esa improbabilidad máxima que es la vida humana se desaproveche y vaya tomando los caminos incorrectos hasta carecer de lo más mínimo me resulta especialmente angustiante. No me parece un destino imposible. No es solidaridad y pobrismo, lo que me provoca es un sordo dolor existencial.

Quizás el origen de esa angustia sea una experiencia que tuve con una persona que vivía en la calle hace miles de años, cuando yo trabajaba de empleado en una librería. Era 1978, se acercaba el Mundial y una empresa ofrecía premiar a quien acertara la formación de Argentina en el día del debut. Con mis jefes comenzamos a especular con la cantidad de formaciones distintas que se podían hacer con un plantel de 22 jugadores. Mientras tanto, un hombre de mal aspecto, ropa roída, descuidado y hasta con los bigotes sucios, que venía por el barrio repartiendo flyers de plomería, misteriosamente se había detenido en su recorrida para curiosear unos libros, lo cual ya era bastante sorprendente. De pronto, nos habla y nos dice: “Eso es el número combinatorio de 22 en 11, es factorial de 22 sobre factorial de 11 por factorial de 22 menos 11”. Lo anotó en un papel con letra firme y prolija, simplificó los factoriales con mucha soltura y calculó la cifra total. Luego, se retiró con sus papelitos hacia otros negocios.

Nos quedamos estupefactos. Algún tiempo después, ya no recuerdo cómo, supimos que el hombre vivía en Plaza Lavalle y su ocupación principal era alimentar a las palomas; había sido físico de la UBA y había perdido el trabajo doce años antes, en la famosa Noche de los Bastones Largos, durante el gobierno de Onganía, que ingresó a los palazos en las facultades. El detalle histórico parece producto de un guionista sobrepolitizado del cine argentino, pero es absolutamente cierto. Yo estaba entonces cursando el tercer año de la carrera de Ciencias Biológicas en la misma facultad en que ese hombre había sido un científico más, con lo cual entendí que la distancia a la que estaba de esa vida de carencias era más corta de lo que pensaba.

Si una vida de apariencia normal puede descender a los sótanos de la existencia con un par de decisiones erradas, qué decir de una historia inversa, alguien que estaba viviendo en la calle y dormía de noche en un refugio para, después de unos años, convertirse en la persona más famosa (e infame) del mundo. Estoy hablando, claro, de Hitler. Efectivamente, el que se convertiría en el Führer, cuando tenía menos de 20 años y se había ido a vivir a Viena, sin encontrar su lugar en el mundo, llegó al extremo de la pobreza y el desamparo. Así lo describía su biógrafo, Ian Kershaw:

Hitler había tocado fondo ya. En un momento indeterminado de antes de la Navidad de 1909, flaco y desaliñado, con la ropa sucia y llena de piojos, los pies llagados de tanto andar, se unió a los pecios y desechos humanos que se abrían paso hasta el gran asilo recién fundado para los sintecho en Meidling, no lejos del palacio de Schönbrunn. El pequeño burgués tan temeroso de caer en el proletariado se había hundido hasta el fondo de la escala social. El pretendido genio artístico de veinte años se había unido a los vagabundos, borrachos y desarrapados de los sótanos de la sociedad.

La experiencia de la Primera Guerra Mundial, su feroz resentimiento y el antisemitismo imperante en la época, lo sacaron de esos sótanos de la existencia y lo convirtieron finalmente en el personaje que conocemos y repudiamos hoy.

Sin embargo, de esa población errática y desamparada, que parecería sólo poder ofrecerle al mundo su desesperación, también puede emanar belleza. Hace un tiempo estaba leyendo con música proveniente de Spotify como fondo. Se trataba de una de esas listas armadas con algoritmos en base a las elecciones del usuario. Es de buen tono humanista criticar a los algoritmos: yo para la música los encuentro extraordinarios. No se trata de un esnobismo tecnológico sino de lo que Pitágoras llamaba “la música de las esferas”: las relaciones entre las cosas siguen estructuras matemáticas perfectas, es sólo cuestión de encontrarlas. El algoritmo encuentra coincidencias matemáticas entre las canciones y las ofrece al oyente: el toque humano extra, más allá de los números, lo pone el usuario, rechazando unas y descubriendo otras. No quiero que la relación de ideas me lleve demasiado lejos y haga esto muy largo pero lo cierto es que de la nube de canciones norteamericanas que habitualmente son mi selección (country, folk, rock, rythm&blues, etc), el programa de la plataforma musical descubrió que uno de mis gustos es alguna forma de minimalismo monótono, más hipnótico que apasionante. De pronto entendí que hacía varios minutos que estaba escuchando una voz frágil pero entrañable que repetía una melodía simple de tres o cuatro frases mientras iba siendo envuelta lentamente por un apacible colchón de cuerdas y vientos. Me fijé y vi que la “canción” duraba 25 minutos y que se llamaba “Jesus Blood Never Failed Me Yet”.

La investigación vía Google posterior me hizo conocer una historia maravillosa, tan simple y conmovedora como la música que me había sacado de la distracción. Gavin Bryars, un músico inglés contemporáneo, a comienzos de la década del 70 participa de un documental destinado a darle voz a los homeless. Junto con el director, entrevistan a una serie de personas viviendo en la calle. Se usan las cintas y tiempo después, el director le ofrece las cintas descartadas para que Bryars pueda reutilizarlas. Antes de hacerlo, Bryars las revisa. De pronto escucha esa voz precaria pero clara y afinada cantando:

Jesus’ blood never failed me yet,
never failed me yet.
Jesus’ blood never failed me yet.
This one thing I know
That He loves me so.

La melodía lo conmueve, se sienta al piano, comprueba que hay una coincidencia matemática entre el tono en que el desposeído canta y el piano y comienza a esbozar un acompañamiento. Relacionado con la vanguardia, hijo de su tiempo, entiende que esas estrofas se pueden repetir en loop para construir sobre esa repetición algo más grande. Va al Instituto de Arte donde trabaja y donde dispone de las grabadoras para reproducir una y otra vez en una mientras graba en otra. Deja los aparatos funcionando y como pensaba usar el largo máximo de la cinta, en aquella época de 25 minutos, va a comprarse un café. Cuando vuelve, le llama la atención que el lugar ya no tiene el bullicio de un instituto educativo sino un silencio solemne. Había dejado la puerta abierta sin querer y el alumnado había quedado extático escuchando a aquel hombre desconocido con su pequeña canción. Algunos tenían lágrimas en sus ojos.

El resto es imaginable: compone el acompañamiento, lo graba de tal manera que los primeros minutos sólo se escucha el loop del pobre desamparado y lentamente se van sumando los instrumentos que acompañan respetuosamente su canto. Las cuerdas y los vientos van envolviendo al mendigo como la niebla y el tiempo, haciéndolo más y más pequeño y, al mismo tiempo, más conmovedor. Esa grabación es la que escuché medio siglo después en la comodidad de mi casa. (Pueden encontrar una nota extraordinaria sobre el episodio con muchos más detalles en nuestra revista amiga española Jot Down).

Me queda una única duda, producto seguramente de mis años de crítico de cine y del severo puritanismo heredado de Jean-Luc Godard y Serge Daney: ¿no hay en esta obra musical un aprovechamiento obsceno de la miseria humana? La decisión estética, ¿no trae aparejada una ética a la que uno le puede asignar la misma desconfianza que la que le generan Juan Carr y Rodolfo D’Onofrio? Mi respuesta provisoria es que no, que lo que hizo Bryars fue rescatar algo bello del mundo, dignificarlo y ponerlo en circulación. Esa música simple y repetitiva, ese registro de otro mundo, de una experiencia humana límite en su precariedad, emociona en términos puramente estéticos y también hace que miremos a nuestros congéneres en desgracia de una manera menos indiferente. Quizás a ustedes les pase algo parecido.

Nos encontramos en un par de semanas.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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