The yellow card was fair, because I was rude.
But I was rude to an idiot.
–José Mourinho
Hola, ¿cómo te va? No sé si te acordás de mí, pero yo tenía un newsletter sobre cine y series que se llamaba Tienes un e-mail, del cual salieron 28 entregas entre el 16 de febrero de 2022 y el 24 de mayo de 2023 (ahora noto que dejó de salir el día de mi cumpleaños número 46, pero esto fue casualidad) y al que abandoné porque me cansé de estar obligado a ver películas y series para comentarlas acá porque ni el crítico más talentoso del mundo puede tener algo interesante para decir sobre todas las películas que ve. Una cosa muy distinta es recomendar, esta peli me gustó porque tal y tal, esta otra no porque cual y cual, pero pocas películas son lo suficientemente estimulantes como para que luego de verlas uno pueda decir algo más allá de lo evidente, y esto no tiene nada que ver con que sean buenas o malas. Por supuesto, no descarto que sea un problema mío. (Si lo descarto.)
En realidad, lo peor era estar obligado a ver los estrenos, un trabajo de Sísifo que espero no tener que volver a hacer nunca más en mi vida. ¿A quién se le ocurre perder 131 minutos mirando Saltburn cuando todavía no vio la filmografía completa de Ernst Lubitsch? A mí, que lo hice para no quedarme afuera de la conversación en las redes y perdí 131 minutos de vida que no voy a recuperar nunca más. Mejor dialogar con extraños sobre las virtudes del Havanna con sal (poca sal, para mi gusto).
La frase de sobrecito de azúcar (que la internet atribuye a Confucio, aunque se ha vuelto virtualmente imposible rastrear al verdadero autor de una cita célebre en este caos amorfo de bytes) que dice “elegí el trabajo que amas y no tendrás que trabajar nunca más en tu vida” es una patraña total y absoluta. Más bien pasa lo contrario: si elegís trabajar de lo que amás, vas a dejar amarlo más temprano que tarde, y en algún momento lo vas a empezar a odiar directamente.
Me gustaría advertírselo al niño que fui, porque aunque no lo creas yo jugaba de chico a comentar películas. Eso que dicen de que un crítico es un director de cine frustrado conmigo no corre, aunque es cierto que cuando mis viejos compraron la primera videocámara con cassette VHS-C yo también jugaba a grabar películas estilo Méliès sin haber visto ninguna película de Méliès (básicamente hacía desaparecer cosas mediante el montaje). Pero antes, cuando compraron el primer doble cassettera, yo jugaba a grabar programas de radio en los que comentaba los últimos estrenos.
Unos treinta años después pude hacer eso a cambio de plata y no exagero si digo que fue una tortura. Pero porque trabajar es una tortura. Es una maldición. Lo dice la Biblia: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Por eso ahora que trabajo en Seúl y no estoy obligado a comentar los estrenos y puedo escribir acerca de cualquier cosa, opté por ese camino y abandoné el viejo newsletter. Ahora, luego de unos meses de descanso y aprovechando este relanzamiento de la grilla, vuelvo con Nota mental, en donde voy a ser bastante más libre.
Ya sé que no deja de ser un trabajo. Ahora preferiría estar leyendo La Niña de Oro, la atrapante novela de Pablo Maurette en la que estoy enfrascado, o viendo el quinto capítulo de Esterno notte, la extraordinaria serie de Marco Bellocchio sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro, o scrolleando tuiter para buscar con quién pelearme (¡cómo me representa el epígrafe de José Mourinho!), o tomando un vino con algún amigo en la barra de algún bar, o cocinando, o mirando reels de Instagram, o traduciendo del croata el libro sobre Jasenovac de Ivo Goldstein (don’t ask), o simplemente tirado en la cama mirando el techo con alguno de mis gatos encima. Cualquier cosa mejor que esto.
No solo porque todo trabajo es una tortura, sino porque escribir con cierta responsabilidad gramatical también lo es. A menos que uno sea César Aira (aunque puede que a él también le pase en cierta medida), no nos queda otra que tropezarnos con las palabras y dudar constantemente acerca de cuál utilizar y en qué orden ponerlas. Con unos amigos nos la pasamos señalando construcciones falopa en textos ajenos. Por ejemplo, hay un crítico de cine muy dado a la enumeración triple que escribe cosas del tipo “es una película desconcertante, inclasificable, inasible en sus tonos, sus climas, sus colores”. Es un pasatiempo muy divertido el nuestro y el sujeto ni se debe dar cuenta de que hace eso (que no es incorrecto, solo es feo y estúpido), el problema es que cuando escribimos nosotros –y esto lo hemos hablado– nos la pasamos tratando de evitar caer en faltas de este o de otro tipo. Llegará el momento en el que no podremos escribir nada, todo nos parecerá que está mal, que puede ser objeto del escarnio, de la burla, de la chacota (esto fue a propósito).
En esta caza de frases feas alguien encontró una sensacional en una nota sobre el Cosquín Rock: “Dillom llevó a cabo un cover”. Llevar a cabo un cover es casi como desarrollar un café o efectuar la plancha. Quien escribió eso no es cualquiera, es alguien bastante prestigioso del mundillo de las letras. Mi teoría es que los millennials trabajan con displicencia, no tanto por pajeros sino porque sienten que están para más. “Yo no voy a pensar en un verbo mejor, pongo el primero que se me viene a la cabeza. O pongo a propósito el que no va, no sea cosa que se crean que estuve dedicándole mucho tiempo”.
Un ejemplo que me irrita particularmente es el no uso de signos de puntuación. Lo observó Andrea Calamari en su newsletter del martes pasado. Y yo no me había dado cuenta que era cosa de millennials. En realidad es cosa de millennials para abajo. En las redes sociales no usan signos de puntuación. Y lo hace gente que yo sé que sabe perfectamente dónde van las comas. Creo que es por esa displicencia: “no te voy a poner las comas gratis, yo las comas las pongo cuando me pagan”.
Claro que en el medio se cuelan los que aprovechan porque no saben dónde poner las comas. Y así nació una especie de dialecto que me hace acordar a la manera de cantar de Los Chalchaleros, que cuando les preguntaron por qué no pronunciaban la última sílaba de los versos dijeron que era para no desafinar. Yo prefiero arriesgarme a desafinar.
No me gusta ponerme en el papel de viejo que critica a los jóvenes (“old man yells at clouds”) y siempre trato de evitarlo, pero el otro día me topé de casualidad con un dato que contribuyó a mi convicción de que en esta época ese es el papel más fresco, revolucionario y subversivo. Resulta que me vengo a desayunar que el test de Bechdel siempre fue una joda.
El test de Bechdel sirve supuestamente para medir la representación de las mujeres en el cine. Agarrás una película y te fijás si tiene dos personajes femeninos y si dialogan entre ellos sobre algo que no sea un hombre. Caso afirmativo, la película ha superado el test de Bechdel. No tantas películas lo hacen. La ganadora del Oscar de este año, Oppenheimer, por ejemplo, no supera el test de Bechdel porque los dos personajes femeninos importantes son la mujer y la amante del protagonista. Claro que es una película basada en hechos reales y en Los Álamos casi no había mujeres, ¿qué se supone que debía hacer Christopher Nolan? Rescatando al Soldado Ryan tampoco pasa el test de Bechdel, para el caso. La extraordinaria The Hurt Locker tampoco, y la dirigió una mujer.
Era obvio que algo tan sencillo de medir y de reprobar se iba a volver tan popular y desde los académicos hasta los streamers y podcasters lo enarbolaron como prueba irrefutable del machismo y la misoginia sistémica en el cine mundial. Los boomers decíamos que un test tan pavote y superficial no significaba nada, que había películas que podían no tener mujeres en su trama y qué, que el machismo y la misoginia en todo caso se medían de otra manera, caso por caso. Pero era una unpopular opinion, al menos entre la gente popular.
Como dije más arriba, me enteré hace poco de que el test de Bechdel nació como una joda. Eso dijo nada menos que su creadora, la dibujante Allison Bechdel. Fue en 1985, en un número de Dykes to Watch Out For (Tortilleras a tener en cuenta), una historieta semanal. Dos lesbianas tienen este diálogo:
–Yo tengo esta regla. Solo voy a ver una película si cumple tres requisitos simples. Uno, tiene que haber al menos dos mujeres en ella que, dos, hablen entre sí acerca de, tres, algo además de un hombre.
–Bastante estricta, pero es una buena idea.
–No me digas. La última película que pude ver fue Alien.
Claro que Alien pasa el test de Bechdel porque Ripley tiene algún que otro diálogo con la otra tripulante mujer, Lambert, pero no es feminista por eso sino por el personaje de Ripley misma. Allison Bechdel lo sabe perfectamente, y el año pasado lo dijo en una entrevista en The Guardian: “El test de Bechdel era una broma… No pretendía que se convirtiera en un indicador real”. ¡Pensá que hay hasta un Bechdel Test Fest! ¡Quemá esos papers!
Claro, Allison Bechdel es lesbiana, es feminista, pero tiene 63 años. Es una boomer como nosotros.
Esta primera entrega de mi nuevo newsletter ha llegado a su fin y noto que terminé hablando de cine. Just when I thought I was out, they pulled me back in!
Nos vemos en quince días.
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