La aventura interior

#3 | Escritores que fueron fans

El arrebato cholulo es lastimoso por definición, como el grito desbordado de una adolescente en llamas. Puede destruir por unos segundos (o para siempre) al espíritu más refinado.

Dear gentle reader:

He aquí la tercera entrega de lo que el célebre corazón que hizo grande al BAFICI –también conocido como el abominable hombre de San Clemente– llamó hace dos miércoles “un boletín de maldades”. Y no sólo: la vez pasada le suministramos al lector tres premisas esenciales para la vida del alma (una especie de licuadora de Ernesto Montequin y Witold Gombrowicz, mal que les pese a ambos); hoy, lo que dos personajes entrañables del policial argentino del momento, La niña de oro (2024), llamarían “una duquesa”: dos referencias inconexas a un mismo objeto en un lapso corto de tiempo.

Un gran poeta argentino –que alienta nuestros entusiasmos pero no quiere aparecer con su nombre– recibe por chat la invitación a una fiesta. Distinguida, muestra sobre un fondo rosa pálido una rama en flor; a su lado, la dirección postal y un “22:30”.

–Me pareció muy delicada esa tarjeta, ¿qué planta será? –se pregunta el poeta en un audio de WhatsApp–. Vos sabés que estoy muy cercano a las plantas. En la pandemia me puse a aprender el nombre de los árboles, me agarró como vergüenza de no saberlos, de decirle “árbol” a cada árbol. No sé cuántos meses fueron de encierro, pero yo salía, sacaba fotos y averiguaba. No te digo que me volví un especialista, pero aprendí unos cuántos nombres.

El audio de un verdadero experto interrumpe el del poeta, y acontece la duquesa. Lucas Mertehikian, director del Humanities Institute del jardín botánico de Nueva York, ha decidido escribir un libro sobre Borges y el mundo vegetal como respuesta a la contemporánea inatención a las plantas.

La maison rustique (1901), París. Hoy se encuentra en la Bibliothèque de la Société nationale d’horticulture de France.

–La planta de la invitación se llama amygdalus communis, también conocida como almendro común –señala Mertehikian.

–¿Por qué un libro sobre plantas en Borges?

–Porque me gusta buscarlas donde no están.

–¿Son como los camellos en el Corán?

–Depende, pero sí: no hay vida en el planeta Tierra sin plantas. Si hay un personaje que habla, si un personaje respira, es porque hay una planta alrededor. Son el trasfondo de toda historia. Para los románticos, para los trascendentalistas, como Emerson, importaban; para Borges no. En el primer volumen de la enciclopedia de Tlön hay de todo: hay pájaros, hay piedras, hay filosofías, pero no hay plantas. La posición de su obra frente al mundo vegetal es mucho más parecida a la nuestra: ni lo registramos. No vemos las plantas; no las olemos, ni las tocamos.

–A un perro que pasa tampoco lo olés ni lo tocás.

–Pero te das cuenta de que está. Si te pregunto cuántos perros te cruzaste a la mañana por Libertador, más o menos sabrás si fueron dos o fueron diez, pero si te pregunto cuántos árboles te cruzaste, no tenés idea. Algunos creen que es porque no tienen cara.

–¿Y Borges no era sensible a las plantas, con lo que le gustaba caminar?

–Borges era como nosotros, que tendemos a olvidarlas, pero cuando te ponés a mirar, ahí están. La más evidente es la obsesión con las rosas, pero es también la menos interesante, como todas las simbólicas. Los eucaliptos, en cambio, son menos metafóricos.

–Hay un poeta en una ciudad portuaria de la provincia de Buenos Aires que en pandemia quiso aprender el nombre de los árboles; le daba pudor decirles igual siendo cada uno tan distinto.

–Tiene razón. Mi juicio como improbable experto en plantas y cultura es que su interés repentino por el mundo vegetal habla más de la época que de él. Su preocupación empieza por el nombre de las cosas (lo dice, de hecho, muy bien), pero no es ajeno a un esfuerzo más amplio de la cultura occidental por corregir un largo camino de indiferencia hacia las plantas. Así y todo, el poeta prefiere, según me decís, el anonimato del árbol.

Tumbas vecinas

Un triste Hamletillo. En un país sacudido por las fechorías de una ultraderecha performática, hay una marcha y meten presos a quienes estaban ahí manifestando su pequeña izquierda. Una sobreactuación de fuerza sin dudas compatible con la expectativa de castigo que nutre a los progres porteños y que, una vez conseguido, adoran ostentar en sus timelines como quien luce una alhaja en una fiesta. De un lado, las selfies entre manifestantes indignados por la audacia del bestial Ejecutivo; del otro, una comandante cuyas credenciales patricias no han logrado arrebatarle su impronta de camionero, capaz de ganarle una pulseada al mismísimo Moyano. En el medio, un triste Hamletillo.

A diferencia de las maestras de escuela y de los músicos bohemios que debieron desfilar entre criminales por los pabellones comunes de Marcos Paz, él no cayó preso en la charada. Se ocupó, en cambio, de llorar y de rasgarse las vestiduras muy lejos de allí, en la vitrina de sus redes sociales. Qué problema, Hamletillo, si tus amigos cool se enteraran de tu liaison dangereuse, si se dieran cuenta de que retuiteás posteos justicieros por los perejiles autoconvocades por la cultura para disimular lo fácil que sería para vos levantar el tubo y decirle a la dama de hierro que duerme con tu padre: “Soltalos, vieja”. De no tener ese poder, se te exige, si fuera posible, un ápice de decoro.

Escritores out of context: escritores que fueron fans

Surmenage en Tavistock Square. A ningún fan le es concedido el don de ser cool. El arrebato cholulo es lastimoso por definición, como el grito desbordado de una adolescente en llamas. Puede destruir por unos segundos (o para siempre) al espíritu más refinado. Es imposible apagar esa red flag una vez que se enciende, incluso cuando se trata de un malentendido. Por ejemplo, la falta de contexto.

“Nuestras damas intelectuales. Señora Victoria Ocampo.” El Gran Mundo. Revista Social y de la Moda, year 1, no. 1, 30 April 1928.

Eso le faltó a Victoria Ocampo el 2 de diciembre de 1934, cuando, en su cruzada por tornar de carne y hueso la afinidad que sentía por la autora de Mrs. Dalloway, desembarcó en su casa sin previo aviso con Gisèle Freund, una joven y excelente fotógrafa que era, para Woolf, una absoluta desconocida. Lo de Ocampo no había sido fruto de un cálculo, sino de la espontánea transmisión de energías de la que sólo somos capaces los argentinos. A Gisèle se la había cruzado minutos antes, camino a casa de su nueva amiga Virginia, en medio del tráfico. “Subite”, le había dicho haciéndole gestos con la mano a la fotógrafa alemana, feliz de poder matar dos pájaros de un tiro: conocer a su ídola y fijar su imagen en el tiempo.

La inglesa casi evita el suicidio y muere ahí mismo de un surmenage, cuando vio llegar a la exuberante argentina (“me miraba como a un tucán”, cuenta V. O.), y a su amiga con cámara en mano. Desconfianza, rechazo, pero también envidia y celos. Victoria generaba demasiado; no por nada tenía jóvenes fans a lo largo y a lo ancho del continente sudamericano, no por nada se había enamorado de ella Mussolini, dato que había impresionado mucho a Virginia: “He liked you, the beast”, le había dicho antes de bloquearla de su vida para siempre, como hacen hoy los mejores rockeros.

Il Duce Benito Mussolini.

Correspondencia post-mortem. Se sabe que Proust nació con alma de fan y con el don de convertir a cualquier lector en un súbdito de sus debilidades. O eso era antes de que ganara el premio Goncourt, cuando le escribía cartas apasionadas a su ídola, la poeta Anna de Noailles, que ni siquiera se dignaba a abrirlas. Muerto Proust y endiosada su Recherche, la vieja aristócrata parisina se decidió a abrir un sobre por día, cosa de poder comentar sin mentir por los rincones del Faubourg: “Cada mañana recibo una carta de Marcel Proust”.

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