MARISA LICATA
Domingo

Zweig y el síndrome de la paz

Cuando toca pelear, es un peligro creer que el progreso y la racionalidad son suficientes para preservar el orden liberal.

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Ni todas las épocas son iguales ni son todas tan distintas entre sí. Esto pensaba Pierre Menard, el escritor que deseaba volver a escribir el Quijote palabra por palabra tres siglos después. A lo largo del tiempo, no sólo cambia lo que se escribe, sino también cómo se lee. Mucho de lo que leamos hoy será similar a lo que leyeron otros antes, pero mucho también será distinto.

En el cuento de Borges, los que leen “libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a Don Quijote en Wall Street” dan una visión reduccionista de las épocas. En la nuestra, lo hace gente muy educada, que escribe columnas, da clases y alecciona a otros. Los organismos internacionales y cuerpos diplomáticos donde se discuten y se aplican las reglas mejor intencionadas del planeta sostienen que nuestra época es esencialmente diferente a todas las demás, y por esto harían bien en echarle una mirada a El mundo de ayer (1942), la memoria del escritor austríaco Stefan Zweig, publicada un año después de su suicidio, cuando Hitler aún peleaba por reinar Europa. Al describir la generación de su padre y el mundo de su infancia, Zweig podría estar hablando de lo que algunas personas ilustradas y poderosas de Occidente ven en la actualidad:

El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia “el mejor de los mundos”. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era una cuestión de unas décadas.

Hasta la idea de la excepción se repite por generaciones. El error central es creer que tanto aquella época de finales del XIX como la nuestra se deslizan por un camino recto de moralidad intachable y progreso, por la simple razón de que las personas que las dirigen han evolucionado al punto de nunca caer en los errores de sus antepasados (guerras, hambrunas, revueltas). Si cayeran, sería porque la flecha del progreso aún no ha llegado al destino final.

Habían perdido

Los europeos del comienzo del siglo XX estaban a punto de ver que su tiempo no era tan diferente de los anteriores. Junto a las fuerzas progresistas y liberadoras, surgieron corrientes autoritarias, retrógradas y criminales que habrían de estar muy cerca de dominar Europa y el mundo, cometiendo crímenes aún peores que los que les achacaban a los “bárbaros” del pasado, y que sumieron al continente en dos guerras.

La equivocación central de los antepasados de Zweig fue haber creído que su tiempo iba a poder defenderse con las letras y no con las armas; con el progreso, la racionalidad y el espíritu liberal que tanto enorgullecía a todos. Así debe interpretarse la idea de la excepcionalidad entonces y ahora: ante cualquier escaramuza, lo arreglamos con diplomacia, diálogo y pedidos de cese al fuego.
Pero aquellas fuerzas fueron vencidas por las armas y la gente que las empuñó creía en el progreso, la paz, la prosperidad y la libertad. Pelearon para defender ese orden. Enfrente tenían a otros que creían en otro orden, y estaban dispuestos a levantar las armas. Los de acá tuvieron que hacerlo también, si querían que el mundo de los padres de Zweig, y el del propio Zweig, no fuera borrado para siempre.

Lamentablemente, el mundo de ayer fue borrado, de todos modos, pero surgió otro, el nuestro, el mismo de los diplomáticos que orgullosos enseñan sobre nuestra paz y nuestra prosperidad. Y fue del máximo horror que se haya vivido que se creó ese nuevo mundo que habitamos durante muchas décadas del siglo XX y el XXI. No sólo el horror indescriptible causado por los totalitarismos, sobre todo, el de los nazis, pero también el de los soviéticos, que mataron a millones de personas de la manera más cruel, arbitraria y despiadada. Nuestro mundo también es hijo del horror que tuvieron que causar los buenos, los Aliados, que bombardearon hasta las cenizas a poblaciones civiles en Dresde y Hamburgo y que tiraron dos bombas nucleares a un imperio expansionista y delirante que no se quería rendir.

“Tenían que saber que habían perdido”, cuenta Scott Gallway, el autor y profesor de negocios de NYU, que decían los generales norteamericanos cuando les preguntaban por qué seguían bombardeando si la Segunda Guerra Mundial ya estaba prácticamente terminada. Quien crea que su época es esencialmente diferente a las anteriores, como pensaban los antepasados de Zweig, debe antes mirarse bien y mirar bien hacia atrás.

Un tiempo de guerra

Tampoco todas las épocas son tan distintas, decía Pierre Menard. La nuestra es sin duda una por la que vale la pena luchar, como aquella lo era: el mundo occidental, globalizado, capitalista y benefactor que, con sus errores, diseminó la democracia, sembró libertades y redujo la pobreza en muchos lugares. Pero, como bien dice un héroe de nuestros días, el intelectual y polemista Douglas Murray, citando el Eclesiastés, hay tiempo para todo en este mundo, hay tiempo de paz y hay tiempo de guerra.

Es apropiado, en el mundo en que vivimos, que los cultos y sofisticados nos planteemos si éste es un tiempo de guerra. El tiempo en que Rusia invadió Ucrania y amenaza con expandirse sobre Europa; el tiempo en que Irán promete, una y otra vez, la eliminación de Israel y sostiene a grupos terroristas para cruzar sus fronteras y matar y atormentar a sus civiles. Y el tiempo en que China, según algunos expertos, ocupa el rol de dar soporte a un polo (Rusia, Irán), como en una suerte de Segunda Guerra Fría.

En ese contexto, la pregunta que nos hacemos muchos es qué significa esto para nosotros. ¿Es relevante para un país que no sufre directamente los conflictos en el Medio Oriente? ¿Lo es únicamente para los rusos y ucranianos y otros europeos del este? ¿Tiene sentido hablar de esto en lugares remotos como el nuestro?

Si nos creemos occidentales (creo que lo somos) y consideramos que este mundo debe continuar (también sí), debe importarnos.

Si nos creemos occidentales (creo que lo somos) y consideramos que este mundo debe continuar (también sí), debe importarnos. Quizás estemos descubriendo que este orden mundial, en el que celebramos la paz y la prosperidad, no se defiende solo y necesita de posicionamientos explícitos y apoyos reales.

Mi disclaimer: yo quiero que las conflagraciones específicas que el mundo sufre hoy las ganen Ucrania e Israel. No quisiera que empatasen; quisiera que verdaderamente, como dijeron aquellos generales, los contrincantes sientan que perdieron. Y deseo también que en la más oscura rivalidad de las sombras predomine Estados Unidos sobre el gigante de China.

Los que pensamos como yo no deseamos necesariamente que los conflictos se expandan ni que mueran más personas inocentes. Pero tampoco sufrimos del síndrome de la paz. Sabemos que si un país o una organización invade tu país, asesina a tu gente, viola y esclaviza a tus niños y mujeres y toma rehenes, debés pelear la guerra. Debés hacerlo con dignidad como ciertamente lo hacen Ucrania e Israel (los que dicen lo contrario hacen propaganda por el otro bando, algo que fue tratado en estas páginas muy bien un par de veces), pero con convicción.

Queremos que ganen porque hacemos un experimento mental simple: imagínense nuestro país si lo gobernaran los rivales. ¿Cómo sería si tomaran el poder los terroristas de Hezbollah o Hamas, o la teocracia de Irán? Probablemente, por lo que sabemos, las mujeres perderían sus derechos, los que no nos convertamos al Islam seríamos perseguidos, y acaso asesinados, y los homosexuales caerían de los techos. ¿Y si nos gobernara Vladimir Putin, de quien conocemos mucho, pero también tanto sigue oculto? Lo que sabemos es que en su dictadura nadie puede ganar elecciones salvo él, sabemos que todos los medios de comunicación mienten y no existe la libertad de expresión y que, además, quienes se animan a disputar poder mueren o desaparecen, como Alexei Navalny, que se apagó en una prisión oscuramente como un prisionero del gulag.

Ellos están dispuestos a invadir a sus vecinos, están dispuestos a matar, vejar y encarcelar a los que piensan como nosotros. Lo están haciendo. El momento de hablar de quién empezó qué cosa y en qué momento preciso la culpa cayó sobre uno y otro debe hacerse, pero no definirá gran cosa ya. Si creemos que nosotros, porque somos más civilizados, sobreviviremos con las letras, estamos sufriendo el síndrome de la paz, aquella creencia pobre que tienen quienes confunden racionalidad y progreso con amonestar a quienes pretenden pelear y defenderse de los enemigos que quieren matarlos.

El síndrome de la paz

Quizás los argentinos no tengamos mucho para decir al respecto, quizás no importemos tanto. Pero el orgullo moral sí importa. Argentina tiene la gran mancha de haber sido neutral en el conflicto de la Segunda Guerra Mundial. Algo que para muchos de nosotros es una vergüenza.

Pero acepto que haya quienes piensen lo contrario sobre eso. Acepto incluso que hoy acá, en mi país, como en el mundo, estén los que piensan que deben ganar los que yo quiero que pierdan.

En la Argentina estas lealtades parecen bastante alineadas: quienes estamos en la centro derecha y la derecha, en general, queremos que Ucrania e Israel se impongan. La centro izquierda y la izquierda prefieren los otros bandos. Esto es diferente en Estados Unidos, el país que verdaderamente importa, donde Israel se convirtió en una causa más del centro hacia la derecha (aunque nunca abandonada del todo por la saliente administración demócrata) y Ucrania en una de izquierda. Con la victoria de Donald Trump, seguramente esto se reacomodará, pero aún es temprano para decir cómo.

Mientras tanto, no sufrir el síndrome de la paz es nuestra responsabilidad, al menos la de los que estamos en el bando al que pertenezco. Esto quiere decir que cuando ataquen, violen, maten y secuestren a los nuestros, no vamos a ceder nuestra defensa ante el primer llamado de paz y cese al fuego; tampoco ante la admonición de que debemos volver al juego de las letras. Nuestro deber es tener claro que quienes quieren que aquellos que cometen estas atrocidades salgan vivos a tomarse fotos triunfantes y mandarlas por TikTok no quieren la racionalidad, el progreso y la paz, sino que, en realidad, quieren que ganen los otros. Es legítimo que quieran eso, lo digo de nuevo y lo digo de verdad. Pero nosotros también queremos ganar.

Cuando hayamos plantado la bandera donde corresponda, negociaremos y festejaremos que volvimos al mundo libre.

Nosotros podemos pelear y avanzar. Muchos creemos que hay que hacerlo y no tengamos miedo en pensarlo. Cuando hayamos plantado la bandera donde corresponda, negociaremos y festejaremos que volvimos al mundo libre.

Es sabido que Yahya Siwar, el líder de Hamás que ideó el 7 de octubre de 2023, el pogromo judío más grande desde los nazis, en el cual se mató a 1.200 personas y se secuestró a doscientos más (incluidos ciudadanos argentinos), seguía peleando desde los túneles de Gaza sabiendo que su última línea de defensa era el síndrome de la paz. Sabía que los diplomáticos y los universitarios que creen que nuestra época es distinta de todas las demás, que la nuestra es la era de la paz, no lo dejarían caer y presionarían por él. Presionarían para que el hombre que eligió vivir por la espada saliera vivo en nombre de nuestras letras.

A veces eso es justo. A veces, no. No todas las épocas son distintas ni todas son iguales. Por eso, a veces, nos toca elegir quién tiene que ganar.

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Manuel M. Novillo

Licenciado en Filosofía (UNT). Máster en Ciencia Política (NYU). Docente universitario e investigador doctoral del CONICET. Vive en Tucumán.

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