En la edición de Seúl de hace dos semanas Julio Montero tuvo la gentileza de comentar una nota mía sobre el fenómeno Milei aparecida en diciembre en La Nación. Le agradezco su tono respetuoso, a pesar del desacuerdo. Un desacuerdo parcial, ya que en lo fundamental no veo gran distancia entre nosotros. Sobre la herencia corporativa y antiliberal de Argentina, uno de mis caballos de batalla, veo que estamos en la misma página. Lo mismo sobre la aspiración a un sólido sistema democrático liberal. Incluso compartimos las dudas generadas por la elección de Milei. ¿Quién no las tiene? En todo esto, por tanto, no me detengo. En cambio, deseo razonar sobre las discrepancias, no por deseo de polémica, sino por el placer del debate, por la convicción de que sirve. A mí, por ejemplo, su crítica me ha obligado a pensar cosas que de otro modo no habría pensado de la forma en las que las explicaré.
Permítanme decir de entrada que la política no es mi fuerte, capaz que por eso diré cosas erróneas. Por otra parte, la historia está llena de heterogénesis de fines, de actos hechos con un fin que producen efectos distintos u opuestos a lo planificado, igual que la vida está llena de gente buena que hace cosas malas y viceversa. Entre el futuro imaginado y el futuro realizado, la distancia es a menudo tal que incinera la reputación de los profetas, rol para el cual no tengo ninguna vocación.
Dicho esto, sin embargo, puesto que Montero llamó a colación la historia y en historia tengo más experiencia, me pregunto si ha citado los ejemplos correctos en favor de sus tesis y sacado de ellos las conclusiones apropiadas para sostenerlas. No digo que se haya “equivocado”: afortunadamente en materia de interpretaciones históricas no hay inquisición que absuelva o condene. Y la historia es, al fin y al cabo, un supermercado donde cada cual llena su carrito según su gusto y su cartera. Lo que quiero decir es que si la historia se lee de otra manera de como él propone, siembra profundas dudas acerca de la vía mileísta hacia la democracia liberal y la vía populista hacia el liberalismo.
El liberalismo de guante blanco, en definitiva, nació a patadas. ¿Estamos seguros de que fue así? ¿De que eso le da “legitimación histórica” al método Milei?
Me explico. “Los liberales originarios sólo se volvieron dialoguistas cuando ganaron”, escribe Montero. Antes “derrocaron reyes, escribieron constituciones, cambiaron calendarios y labraron un relato épico con buenos muy buenos y malos malísimos”. El liberalismo de guante blanco, en definitiva, nació a patadas. ¿Estamos seguros de que fue así? ¿De que es correcto interpretar así la historia del constitucionalismo liberal? ¿De que eso le da “legitimación histórica” al método Milei? Quizá sí, si nos limitáramos al ámbito anglosajón. Pero me temo que a muchos liberales latinoamericanos les ocurre lo que a muchos liberales italianos o españoles: espejarse en el espejo equivocado, en un espejo que les da una imagen ilusoria y distorsionada. El espejo, precisamente, de los países donde el liberalismo nació de forma endógena y se apoyó en una vasta predisposición cultural a “popularizarse”. Una predisposición cuyas raíces se remontan a la fractura de la cristiandad provocada por la Reforma protestante, que a su vez fue el origen de una imprevisible cadena de procesos históricos que desembocaron en una creciente “secularización de la esfera política”, es decir, del constitucionalismo liberal.
¿Ocurrió lo mismo en el mundo hispano, latino y católico? ¿En el mundo donde la Contrarreforma cortó las raíces del liberalismo y siguió impregnando la “cultura” del “pueblo”? En apariencia, sí. ¿No se impuso acaso la Constitución de Cádiz a un monarca absoluto? ¿No ocurrió lo mismo con el Estatuto albertino italiano? ¿Con la Constitución argentina de 1853 y las constituciones liberales de las grandes repúblicas latinoamericanas? Lástima que, a diferencia de las del mundo anglosajón, no sobrevivieron al paso de la política de unos pocos a la política de todos, del liberalismo a la democracia. Que, por las razones históricas que he mencionado, no lograron incluir a las masas. Cádiz no le evitó a España 40 años de franquismo, la constitución liberal de Italia no resistió el retroceso fascista, la argentina no pudo evitar el ascenso peronista, ni la de México la hegemonía priísta, etcétera. Aunque duela admitirlo, el constitucionalismo liberal pasó por elitista y “antinacional”: había ganado a patadas y a patadas fue, por desgracia, expulsado. Aún hoy, a la palabra “liberal” le cuesta tener buena prensa en América Latina.
Contra todo
¿Cómo, a cambio, llegaron todos estos países, unos con más éxito, otros con mucho menos, a un sistema democrático-liberal lo bastante sólido como para sostenerse a pesar de la escasa cultura liberal del “pueblo”? A través de vastos acuerdos y compromisos entre fuerzas políticas y corrientes ideales heterogéneas, socialdemócratas y liberales, demócratas cristianas y conservadoras. En Italia, ¡incluso participó el Partido Comunista! En Chile fue tal transición la que “popularizó” las reformas de mercado introducidas por la dictadura, y es ella la que a pesar de todo mantiene al país en la vía liberal-democrática de la que el estallido social amenazaba con descarrilarlo. En Argentina no, en Argentina se supone que Milei edificará a partir de una de las tradiciones más antiliberales de la historia el modelo mundial de liberalismo. ¡Contra todo y contra todos! Exasperados por el delirio peronista, ¿los argentinos se han vuelto en masa liberales y democráticos? Eso espero. Pero convendrán conmigo en que es legítimo dudarlo. Que es prudente temer otro experimento liberal incapaz, por elitismo y arrogancia, de convencer al “pueblo” de las virtudes del liberalismo. En ese caso, le cavaría una fosa tan profunda que le aturdiría durante décadas.
No digo que en Argentina se den las condiciones para una coalición liberal-democrática tan amplia. Soy el primero de los escépticos. Pero al menos, ¡intentarlo! Tal fue la victoria electoral que nunca antes un consenso tan amplio tuvo la oportunidad de aislar a los anti-liberales impenitentes e imponer reformas profundas y efectivas a los más recalcitrantes. Dogmática y provocadora, en cambio, la vía mileista las dinamita por principio y compacta en su contra a enemigos de toda laya. Qué quieren que les diga: me temo que las “almas bellas” y “utópicas” que creen en los milagros son más que las que no creemos en ellos. Es cierto, la historia no tiene leyes, el villano de hoy puede ser un héroe mañana. Pero permítanme decir que aunque la historia no es magistra vitae, sí nos ayuda a comprender los errores que tendemos a repetir.
No digo que en Argentina se den las condiciones para una coalición liberal-democrática tan amplia. Soy el primero de los escépticos. Pero al menos, ¡intentarlo!
Ya que estamos, hay otra observación que me deja un poco confundido. Puede que me equivoque, pero si el objetivo es cambiar la “estructura”, es decir, las condiciones socioeconómicas, para que cambie la “superestructura”, la mentalidad y las instituciones, me temo que vamos por mal camino. Dicho de otro modo: me parece extraño razonar al modo marxista para alcanzar objetivos liberales. Nunca ha funcionado. Incluso Alberdi pensó que así ocurriría, que la prosperidad y la tecnología, el desarrollo y la ciencia borrarían gradualmente la “barbarie”. Pareció conseguirlo. ¿Acaso Argentina, si se me permite la ironía, no llegó a ser “la primera potencia mundial”? Sin embargo, la mentalidad no cambió lo suficiente, si al grito de “viva la barbarie”, la “civilización” fue derrotada. Como italiano, miro a mi alrededor y no me parece que la transformación de mi país en una de las grandes potencias industriales del mundo haya cambiado tan a fondo sus raíces antiliberales. Creo que los liberales deberían ser más sensibles a la superestructura y un poco más escépticos sobre la capacidad de la estructura para cambiarla.
A este respecto, un apunte final: Montero cree que ha llegado el momento de sacrificar las formas a los contenidos, porque una vez cambiados los contenidos, será posible transigir sobre los modos. Como expliqué, no creo que se pueda separar los unos de los otros: no por utopismo, sino por realismo desencantado. Obsesionados por la emergencia económica crónica, los liberales piensan que, una vez arreglada esa, se puedan arreglar las instituciones. Yo creo, por el contrario, que nadie tendrá esperanzas de estabilizar la economía mientras no se blinden las instituciones. ¿Difícil? Sí, titánico, pero no hay atajos. Aclarado esto, permítanme decir que incluso en los contenidos se da por sentado un consenso que no es tal. El “liberalismo” de Milei tiene poco que ver con cualquier tipo de liberalismo vivido en Argentina, y no sólo, hasta ahora. Cualquiera que esté familiarizado con la literatura de la que bebe se esforzará sin éxito por encontrar su parentesco con el liberalismo de John Rawls, citado por Montero. Sospecho que a los ojos de Milei éste sea una especie de “colectivista”, como la mayor parte de la humanidad. ¡Seguramente no encontrará en ella la “secularización de la política”! Estoy dispuesto a cambiar de opinión, pero al pasar de los libros al gobierno creo que el anarco-capitalismo está condenado a darse de bruces con la realidad: subir los impuestos que quisiera bajar es sólo el primer “bache en el camino”.
Supongo que muchos liberales de la vieja escuela habrán pensado en esto, que en el fondo confían en moderar a Milei, en disuadirlo a seguir una estrategia más racional. Están jugando con fuego. A muchos aprendices de brujo les ha pasado pensar controlar al genio que les llevó a perderse. Esperemos que éste no sea el caso, que todo lo que acabo de escribir resulte equivocado. Por cierto, lo escribí de buena fe, como deber de quienes realizamos actividades “intelectuales”, el de conservar la libertad crítica a costa de desagradar a algunos amigos.
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