MARISA LICATA
Domingo

Por qué vuelvo a la religión

Para consagrarme a una fuerza que dote de intención el desorden en el que vivo.

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Desde hace un tiempo percibo un resurgimiento de la espiritualidad. En el caso de nuestro país, especialmente de la fe católica, pero no exclusivamente: las prácticas espirituales abarcan todo tipo de expresión. Desde la recuperación de ritos tradicionales, como el Temazcal (baño de vapor mesoamericano), hasta la cuantiosa oferta de tarotistas y biodecodificadoras certificadas, pareciera que lo in es creer en algo de naturaleza mística. Gran contraste con las tendencias de los años anteriores, en los que se creía sólo en la ciencia y la única iglesia que iluminaba, se decía, “era la que ardía”. Milei y sus seguidores invocan a “las Fuerzas del Cielo” y progresistas de todo tipo, que antes rugían ante la virginidad de María, lloraron la muerte del Papa Francisco y celebraron el ascenso de León XIV. Jóvenes peronistas –y no tan jóvenes: Grabois tiene 42 años– buscan capitalizar a la Iglesia como una institución que ayuda a los pobres y combate al neoliberalismo. Flota en al aire un revival informal de la fe, en el que la práctica espiritual deja de ser una exploración privada y vuelve a habitar la conversación pública. O, por lo menos, más cautela y respeto a la hora de opinar. 

¿Por qué? ¿Qué pasó para que la sociedad indiferente y agnóstica reabriera las puertas a la religión, o, al menos, a la espiritualidad? Tal vez un componente sea el hartazgo con la cultura woke, que desdeña las tradiciones occidentales y las combate con papers de perspectiva crítica. O quizás la tendencia religiosa sea un añadido a la vuelta del conservadurismo, que se manifiesta en los triunfos de líderes como Trump y Meloni, pero trasciende lo partidario: hay nichos de TikTok que pregonan el estilo cottage-core (una vida en el campo) y las ventajas de ser una trad wife, una esposa traidicional. Son contenidos que produce y consume la generación Z, camada que, contrario al patrón, resulta ser más conservadora que sus antecesoras. Otra hipótesis que me gusta es que la fe es uno de los últimos bastiones de expresión humana no conquistados por la lógica utilitaria y tecnológica. La práctica religiosa es diferente a las demás operaciones que hacemos en este mundo: si no permite significarlo, por lo menos ofrece resguardo.

Sin batería

Para confeccionar mis argumentos, me observo primero a mí misma. ¿En qué cosas siento que me parezco yo, cada vez más, a una máquina? El vocabulario que uso para el trabajo, el estudio y el deporte tiene mucho de ingenieril. Me valgo de expresiones como “ponerse las pilas” y busco rendir mejor y aprovechar el tiempo. Ser productiva. En el campo de lo afectivo, procuro que no se agote mi “batería social”. Mi calendario de Google está cada vez más apretado con cosas urgentes: planeo meticulosamente cada minuto de la semana. A esta hora hago tal trabajo, a esta hora voy al gimnasio, a esta hora… La lista es infinita. 

En el afán de ser productiva, me demando aprovechar todos mis recursos. La idea de que nada se desperdicie (ni energía, ni tiempo, ni esfuerzos) corresponde a un ordenamiento empresarial o militar más que a la vida humana: lo que busco, cuando me pongo así, es menos la experiencia que el resultado. Pero a una máquina se la puede diseñar para hacer las cosas mejor y en menos tiempo; los seres humanos, en cambio, tenemos la incómoda particularidad de fluctuar entre humores, contextos y oscilaciones hormonales. Este desfasaje entre pretensión y resultado se me convirtió en una fuente de frustración constante. 

Vivo, como otros, ansiosa. Escucho a la gente hablar en 2x, acelero videos de 15 segundos. No tolero la espera en un consultorio sin un dispositivo para salvar el tedio. Los diálogos en las películas, la espera en el transporte público: todo debe ser acelerado, o, en su defecto, mitigado con el cóctel de estímulos del celular.

Frente a este panorama, la religión es como mis auriculares contra el aturdimiento.

Frente a este panorama, la religión es como mis auriculares contra el aturdimiento. Su cadencia es esencialmente distinta a la de mi vida cotidiana, por la cual me paseo apurada y distraída. Es el único espacio donde me siento diferente, sintonizo un canal de otra naturaleza.

Pienso en la misa, por ejemplo. El sacerdote da su sermón, se leen las Escrituras. Me siento, me arrodillo y me paro. El baile dominical es el mismo desde hace siglos. Sé que me voy a encontrar y no me molesta la repetición: al revés, me da paz. Comparada con el bombardeo de novedades y la pelea de las plataformas por nuestra atención, la misa es disruptiva. Un hora con la atención fija en una cosa que ya conozco, sin distraerme con ningún dispositivo, en la que incluso divagar mentalmente es reprobado por la conciencia.

Tomo, luego, la oración. El diálogo con Dios es, esencialmente, íntimo. Y por ello no se encauza bien en las lógicas de la social media: en caso de superarse el obstáculo de retratar una expresión invisible, sería de mal gusto publicar un momento de oración. Y si lo hiciera, no me creería nadie. En el momento en que un intercambio con Dios es posteado, pierde su carácter de privado y secreto, atributos que justamente dotan de sentido a la oración o la confesión. Jamás se me ocurriría postear mi examen de conciencia; por el contrario, sí puedo imaginarme compartiendo manos de abuelos hospitalizados, entradas de diarios íntimos,, mi cuerpo, mi casa, mis mascotas. Todo es un contenido en potencia, menos la oración. Hay un pudor ahí que no tienen las demás cosas; me pregunto si lo que me llama al rezo es la necesidad de un espacio donde no haya qué publicar.

Ir a misa, rezar y cualquier otro hábito religioso son actividades inútiles. No se pueden acelerar para aprovechar el tiempo: la misa dura lo que dura. Tengo que fumármela, o retirarme antes con la vergüenza de haber cumplido a medias. No puedo “rendir mejor” mientras se hace: ¡qué falta de respeto sería ponerme a responder mails en pleno sermón! Y más allá de las reglas de etiqueta del ritual, en el momento en que la atención se escapa de la oración, pierde su sentido, se convierte en otra cosa. El mundo veloz va perdiendo su brillo. Ya no me siento realizada si practico el multi-tasking: lejos de ser una ama de la productividad, me descubro esclava de lo urgente, incapaz de desconectar. Mis capacidades cognitivas se deterioran angustiosamente, y cada vez me cuesta más dedicar a un solo proceso la totalidad de mi atención. Cada instancia de disfrute se convierte en un estudio de fotografía casero: publico mi vida, aquella que en teoría solo vine a vivir, para que otros la valoren y reafirmen con sus views y sus likes. Y así, tomada por el culto a la imagen y a la velocidad, me siento más sola. 

Ladies and gentlemen, ser y hacer todo resulta demasiado. Por eso vuelvo a la religión: para consagrarme a una fuerza superior que dote de intención el desorden en el que vivo. Me entrego a la Voluntad de un Dios, Universo o Fuerza que sabe más; me refugio en la intimidad de la práctica religiosa, a la que no puede ingresar ninguna cámara; me deshago en la misa, donde el tiempo ya no es mío.

Por suerte.

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Petra Alba Posse

Estudiante de Comunicación Social (UnCuyo). Coach de debate y oratoria. Trabaja en Fundación País Abierto y Digital. En Substack e Instagram es @hablapetra.

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