No podés escribir un libro sobre la vida de Dardo Cabo”. Dos amigos que ni se conocen entre sí, y de orientaciones políticas e ideológicas muy diferentes, me dieron el mismo y sabio consejo a principios de 2017. Sabían quién había sido Dardo Cabo, naturalmente, y me cayeron encima con sus razones ni bien se enteraron de mis intenciones extravagantes. En el fondo, los motivos de ambos para intentar disuadirme eran semejantes: Cabo era un fantasma que no se debía conjurar. Lo curioso es que esa interdicción tenía fundamentos distintos, y hasta opuestos. Para uno de ellos escribir su vida era glorificar a un aventurero violento, transformarlo en héroe, instalarlo en el panteón ya atiborrado de grandes caídos. Para el otro, mejor no meterse con Dardo porque hacerlo equivaldría a bajarlo del pedestal de militante heroico en el que aún estaba y que ofrecía una imagen pulcra, despojada de las sombras que lo habían acompañado en vida. En suma, no escribir para no exaltarlo, no escribir para no mancharlo.
Esta coincidencia entre fundamentos opuestos me desconcertó, pero me hizo pensar. Resolví, porfiado, convencerme de que se podía escribir sobre Dardo Cabo. Y lo he hecho. He roto, deliberadamente, con los patrones interpretativos de mis dos amigos. Hacerlo me exigió tomar distancia de las imágenes establecidas, de los prejuicios, y de las memorias fabricadas, cuyos estereotipos pobres y reiterativos, y los tics que siempre nos proponen que el personaje “debe ser salvado del olvido”, mal contribuyen a la comprensión de una persona y su mundo. Escribir sobre Dardo Cabo me impulsó a meterme de lleno y con rudeza en los procesos de elaboración de memoria, en la política y en la historia, a buscar una comprensión de cuestiones que muchos se niegan a comprender, desde ángulos que creo diferentes a los consagrados de un lado y otro. Es por eso que el libro tiene del principio al fin, entrelazada con episodios de la vertiginosa vida del protagonista, una morfología que hace posible que el lector, si así lo desea, entre en sus diálogos, en las discusiones que se plantean.
Lejos de una biografía convencional, el texto tampoco es un ensayo, sino más bien un conjunto de conversaciones abiertas que a su vez chacolotean como una herradura floja sobre el empedrado de la historia.
Lejos de una biografía convencional, el texto tampoco es un ensayo, sino más bien un conjunto de conversaciones abiertas que a su vez chacolotean como una herradura floja sobre el empedrado de la historia. El texto no es más que ese barullo disonante. Y en el hilo biográfico, histórico y argumentativo hay cuestiones, o aspectos, o acontecimientos, que no es necesario hacérselos explícitos al lector. Al lector no debe decírsele todo; hay que confiar en él. He aplicado quizás al extremo este criterio en el libro, de ahí cierta austeridad narrativa y su configuración elíptica. Lo que no se dice, así, es con frecuencia más elocuente que lo que está dicho, porque lo dicho nos conduce a lo no dicho. Pero, sobre todo, esa muda elocuencia abre mejor la puerta de la comprensión, la comprensión que puede estar presente en cada lector de distintos modos: como lectores, empleamos la poca o mucha luz que nos proporciona el texto para iluminar lo que es silenciado, y es ahí que encontramos una comprensión. Que no tiene que ser por fuerza la del autor.
Estoy pensando, como ejemplos, que no desarrollaré aquí por razones obvias, dos que además articulan grandes temas del libro, como la violencia política y el peronismo plebeyo: Armando Cabo, padre de Dardo, en los años postreros de Evita, y el vínculo de Dardo con las organizaciones armadas veinte años después. No mastico para el lector, sustituyéndolo, lo que yo creo que habría que entender. Trato de llevarlo a configurar sus propios interrogantes y su propia comprensión. Y puedo proporcionar un ejemplo más –en verdad entre decenas de ellos– que atañe directamente a la vida de Dardo pero también afecta al peronismo plebeyo en sus señas identitarias, que es la tensión entre resentimiento y odio. Aunque en este punto he sido más explícito –a mi juicio el odio preserva a Cabo del resentimiento–, la forma en que la cuestión es presentada –que respeta la estructura de todo el libro– la mantiene abierta.
En la cocina
La decisión de encarar la vida de un protagonista mal conocido de aquellos años terribles no fue tan precipitada, sin embargo. En 2007, apartándome de mi derrotero académico usual, resolví incursionar en el ensayo para ocuparme de la causa Malvinas y su relación con el nacionalismo argentino. El fragoso esfuerzo culminó en un libro, Sal en las heridas, donde desmenuzo críticamente tanto la causa como el nacionalismo que la alimenta. Cuando debí abordar el secuestro juvenil de un avión de línea que fue desviado, con proverbial irresponsabilidad, a las islas en 1966, tropecé con una figura hasta entonces casi desconocida por mí: Dardo Cabo. Suponía que no iba a encontrar en este belicoso peronista de 25 años, “hijo de un obrero metalúrgico”, nada interesante. De hecho, el operativo que había conferido a Cabo su fama está tratado como un tópico en numerosos textos estandarizados, que omiten, casi siempre involuntariamente, la compleja trama de actores e intereses que podemos adivinar entre bastidores detrás de los acontecimientos más visibles.
Sin prejuicios, con una imprecisa intuición como único viento favorable, conseguí internarme en los vericuetos de una vida intensa, cuya trayectoria tenía mucho más que decirnos que aquello que se leía en los estereotipos en que había quedado congelada, el del héroe que había entregado su vida por el pueblo, el del terrorista que había abrazado la violencia incondicionalmente, el del demente manipulable por intereses oscuros. Guiado por esa linterna de luz negra, descubrí no obstante que, treinta años después de su asesinato, las huellas ciertas que de Dardo quedaban no eran suficientes como pilares de una biografía. Aunque aparté con prudencia y sensatez el impulso de encarar esa tarea, al cabo de una década éste volvió por sus fueros. Por fortuna en una clave distinta, que me permitió ignorar las advertencias de mis amigos y escribir sobre esta figura que había quemado su vela por las dos puntas.
La vida breve de Dardo Cabo. Pasión y tragedia del peronismo plebeyo es, a la vez, una novela y un ensayo. Muchísimas entrevistas, infinidad de lecturas, que en la confección de una biografía habrían podido aportar poco, me permitieron lo que precisaba: romper con los relatos fabricados y –sin aspirar a explicar y menos a justificar– comprender. Comprender una vida en un mundo histórico sumamente complejo, una vida cuyas encrucijadas personales estuvieron estrechamente imbricadas con cada período, desde su infancia en el apogeo del régimen peronista, hasta su asesinato por ley de fugas en 1977.
Cuando Dardo ingresa, todavía un adolescente, en la organización de extrema derecha nacionalista Tacuara, no es un joven bisoño y de cabeza huera, sino un peronista bastante fogueado.
Así, por ejemplo, el “obrero metalúrgico” padre de Dardo se me revela un integrante de pleno derecho de la élite del régimen –Armando hacía sociales con Evita–, y el propio Dardo un alumno de un colegio de excelencia, el San José de los padres bayonenses. Al padre y al hijo, pero sobre todo al hijo, menos consciente de las incertezas políticas que ya acuciaban sin duda a Armando, el mundo se les cae encima en un santiamén en 1955: conflicto entre Perón y la Iglesia, bombardeos de junio, muerte de su madre en ellos, salida súbita del colegio, deposición de Perón y Revolución Libertadora, desamparo de su padre. Se me revela que, asimismo, Dardo es “puesto en el mundo”, literalmente a la intemperie, dando un auténtico salto al vacío, al internarse en la selva flamante y desconocida de la resistencia peronista, al principio de la mano paterna, pronto por su cuenta. Cuando Dardo ingresa, todavía un adolescente, en la organización de extrema derecha nacionalista Tacuara, no es un joven bisoño y de cabeza huera, sino un peronista bastante fogueado a quien el paso por el grupo de choque cambia muy poco.
Y fui tirando de todos los hilos que pude recoger en hechos tanto como en palabras, así como en testimonios, las claves de una vida extraordinariamente expresiva de una época, y que pude tejer una trama histórica que al mismo tiempo que intentaba liberar al personaje de la telaraña de los relatos canónicos, hacía posible la comprensión de lo humano en lo que tiene de singular en Dardo, pero a la vez la intelección del proceso histórico que le fue más próximo en su vida breve y trágica, y que he procurado encarnar bajo el nombre y los dilemas del peronismo plebeyo.
Por su vez, esa trama compuesta por trayectoria de vida y proceso histórico me colocó muy pronto frente a la necesidad imperiosa de discutir con Dardo, de configurar un espacio de interlocución en el que el diálogo genuino y crítico fueran posibles. Y también trajeran a Dardo al presente. Evito anticipar cualquier cosa al lector, pero este Dardo de hoy sostiene férreamente sus convicciones de siempre (con las que casi inevitablemente discrepo con pocas excepciones), pero con los mejores argumentos posibles (Dardo fue en vida un gran lector, dígase de paso), sin dar ni pedir tregua frente a dialogantes competentes, como en una lanzadera entre el pasado y el presente.
El pasado del régimen peronista, del líder en el exilio, del peronismo plebeyo, de la militancia, de la violencia contenida y desbocada, de la rebeldía y la revolución, y el presente de los grandes temas sempiternos, como la violencia política, la relación entre voluntad popular y democracia, el vínculo entre liderazgo, orden, y rebeldía plebeya. Este ha sido, en fin, un esfuerzo por establecer un ámbito de diálogo en una Argentina, la actual, en la que el diálogo es escaso, en la que raramente dialogamos como no sea con aquellos que de antemano sabemos que concuerdan con nosotros. Procuré la conformación de una pluralidad difícil, algo exasperada, pero en la que los interlocutores pudieran discutir y argumentar en un pie de igualdad y con franqueza.
De la cocina al living
Por eso esta obra no está guiada por propósitos edificantes, y se aparta del análisis causal. La figura de Dardo no es tan multifacética: Dardo Cabo tiene en verdad una sola faceta, sólo que muy compleja y compuesta por los heterogéneos cauces de la vida social y política que la “lotería de la naturaleza” dispuso para él. Comprender a Dardo, comprender el sentido de sus acciones, me exigió, ineludiblemente, discutir sin tregua con él: identificar sus percepciones y sus valores, sus opciones y decisiones, sus orgullos y sus pretextos, sus amores y sus odios. Su vida: los episodios raramente apacibles, más bien turbulentos, que me fue posible extraer de la mina oscura de sus pasos por este mundo. Su humor: en contraste con la solemnidad de quienes hoy execran o heroizan como modos consagrados de fabricar memorias. Y sus ideas: las suyas fueron una época y una vida (muy al contrario de lo que se cree) de libros e ideas, hasta en exceso, y acompañando certezas. Excesos y certezas que inebriaron a sus protagonistas, Cabo entre ellos. Y mi discusión con él no pudo terminar ahí: debí arrastrar a Dardo a construcciones analíticas que tenían por pilar la responsabilidad y por arbotantes cuestiones, o más bien enigmas, que a los protagonistas de la novela les quemaron en las manos. He tratado de escribir un texto tan lejos de la hagiografía como de la galería policial de manyamientos, y no me queda más que confiar en mis lectores.
A mi juicio, sólo es posible comprender personajes complejos apartándolos de la banalización de los tópicos dominantes. Esto es necesario para la comprensión del proceso histórico y de sus protagonistas, que son mucho más que meros títeres, son responsables, y mi intención es hacerles dar cuenta de sus actos, libremente, como si pudieran –de ahí la ficción– argumentar, dialogar por sí mismos.
Pero otro de los propósitos no es tan fácil de explicar, es más hipotético, pero tal vez más ambicioso. Intento, por medio de este libro, contribuir sin mayores ilusiones a la organización de los términos de una discusión, un debate, hoy día completamente inexistente. Ese debate inexistente se refiere no sólo a nuestro pasado, sino también a nuestro presente y a las concepciones ideológicas y los valores que nos animan. En verdad hay simulacros de debate, de un campo y del otro nos la pasamos en unas conversaciones sin término con nosotros mismos, verificando que estamos constantemente de acuerdo entre nosotros, y demasiado de acuerdo con nosotros mismos. No me interesa aquí aquilatar si en este ejercicio de redundancia “ellos” son menos o más elegantes que “nosotros”. Simplemente enfatizar que esto pasa. Que la Argentina realmente no dialoga y que arrollamos a los otros con nuestras certezas mientras que los que están –que son los más– no en el medio, sino fuera de las franjas activas, lo que reciben es ruido, mucho ruido, como dice Joaquín Sabina. En suma, ese diálogo indispensable brilla por su ausencia.
Intento, por medio de este libro, contribuir sin mayores ilusiones a la organización de los términos de una discusión, un debate, hoy día completamente inexistente.
Este potencial de la morfología del libro, afortunadamente no lo capté, no percibí esta faceta a medida en que lo iba escribiendo. Afortunadamente, digo, porque descubrirla no me hubiera ayudado en nada a darle vida al texto, a sus personajes, sus percepciones y argumentos. Fue entonces como el vuelo del búho de Minerva hegeliano: comprendí al final del recorrido. La morfología del libro –que no voy, desde luego, a adelantar aquí– hace posible –simplemente aporta lo suyo, no resuelve el problema cuya magnitud es inabordable– la constitución de un espacio desde el cual el lector es llamado, no a apagar los rescoldos de sus dudas bajo el peso de apabullantes certezas, sino a dudar en la pluralidad, la pluralidad de pasados, de percepciones, de hechos, relatos y argumentos. La pluralidad de protagonistas y de trayectorias históricas.
Esta obra es así zona de encuentro, principalmente, como dije, de la novela y el ensayo. Considero necesario aclarar que nada hay en esta novela, de rango histórico, que haya sido inventado; podría haberlo hecho, pero no es el caso. No invento que Perón estuviera atrás de las milicias obreras, o que los cóndores desembarcaran en las Malvinas con gelignita. Ficcionalizo hechos verosímiles, gotas en la corriente de la historia que expresan, a mi parecer, muchísimo de ella, como sus reflejos. La zona de encuentro –ojalá la haya construido exitosamente– alude a reabrir un complejo, complejísimo pasado, pero lejos de las fábricas de memorias –las memorias sacralizadoras, las memorias demonizadoras, etc.–, dejando entrar en él las preguntas que le son propias y también las nuestras, el revulsivo que recorre las páginas en las que la palabra de Dardo se contrapone a otras. Ficcionalizar, conferirle la textura literaria, me permite configurar esa zona. Hasta hace posible el humor –una gentil lectora tuvo a bien hacerme notar cuan presente está en todo el libro–, que es radicalmente ajeno a las memorias fabricadas y que las corroe. Los relatos estándar del heroísmo o la sicopatía carecen por completo del humor. Tanto la versión épica de los ’60 y ’70, como la versión execratoria, no pueden incorporar el humor, salvo de un modo muy tosco, pero en general no lo hacen. No se puede escribir una épica con humor, con excepción de los sarcasmos más crueles. ¿Imagina el lector a Homero introduciendo humoradas en los diálogos entre Aquiles y Patroclo? Y la versión contraria, la del delirio, el crimen, etc., que yo sepa al humor no recurre, probablemente porque tampoco sea posible. Como mi registro es distinto a ambos, puedo hacerlo y lo hago; en realidad debo hacerlo, porque estoy relatando vidas en el proceso histórico y el humor forma parte de esas vidas (como también los libros; la novela está llena de ellos). En suma, el humor no es en la novela algo complementario, sino un ingrediente esencial del tratamiento del tema.
Del living a la ciudad abierta
La editorial Siglo XXI no publica novelas. Las pocas excepciones que pueden encontrarse en su catálogo son clásicos latinoamericanos anteriores a los ’70. De modo que cuando constaté el interés de la editorial por publicar mi obra sobre la vida tumultuosa de Dardo Cabo, sentí un gran orgullo. Después de todo, La vida breve de Dardo Cabo se trata de mi primera novela, y aunque el lector podrá comprobar que tiene mucho, muchísimo de ensayo, también percibirá cuánto ese ensayo empapa la novela, y no meramente se yuxtapone a ella. Escribir una novela para dar cuenta de la vida de Cabo fue la elección de estrategia narrativa más importante en esta tarea. Tenía por cierto otras alternativas; por ejemplo, encarar una biografía convencional; o regresar, sin alegría, al texto académico (artesanía a la que dediqué mi vida profesional y que ya me había fatigado); las descarté sin vacilar.
Pero la opción por la novela no fue simplemente adoptada por falta de otras. No; la invitación a la novela –descubrí– estaba allí esperándome, sugerente, en un rincón en sombras de mi mente, quizás desde largo tiempo atrás. Me dejé seducir sin importarme por las consecuencias. Fue de aquellas decisiones que uno toma sin saber si con ellas les facilita o les complica la vida a los lectores. Eso lo dirá el tiempo. Pero siento que uno, en el momento cero, hace lo que debe hacer, y no lo que presume le hará más llevadera la vida al lector. Mi imperativo fue el de conjugar tres dimensiones, evitando que se desplegaran desentendidas unas de las otras, alcanzando a entrelazarlas lo más ceñidamente posible: las dimensiones biográfica, histórica y conceptual. Estas tres dimensiones, en el texto, aunque el lector las puede distinguir, aparecen remitiéndose constantemente unas a otras.
La dimensión biográfica está desplegada bajo el signo de la elipsis. Cosa que no podría haber hecho en una biografía convencional. Para mí se trataba de ir a lo importante, entendiendo por importante aquello que a mí me importaba: aquello que dotaba a Dardo Cabo de su especificidad, la combinación de rasgos, de marcas, que lo sacaba de alguna de las series consagradas –la serie de los héroes revolucionarios, la serie de los aventureros de la violencia– para devolverlo a la vida, en toda su riqueza de acontecimientos, creación, heridas, responsabilidades, amor. En otras palabras, del bronce olvidado a la vida, de la infamia atribuida, a la vida. La solución fue la elipsis porque ella me permitía la remisión inmediata a lo histórico y lo conceptual, pero, sobre todo, porque lejos de colocar en un plano secundario lo que es omitido, la elipsis no hace sino resaltarlo.
Abordar lo histórico fue, lo confieso, un incierto tanteo durante los primeros meses de los dos enteros años que me llevó escribir este libro. Una cosa era patente: me interesaba lo histórico porque involucraba a Dardo, pero me interesaba Dardo porque involucraba lo histórico. Yo no elegí un proceso histórico como tema de mi novela, elegí a una persona para ocuparme de ella misma. Quizás, como alguien que me quiere atinó a observarme, para ajustar cuentas con mi propio pasado. ¿Y por qué Dardo para eso? Por la relevancia de lo que tenemos en común y de diferente. En breve: somos hijos únicos, nuestras madres murieron violentamente, fuimos alumnos pupilos de colegios de élite, atravesamos crisis religiosas, abrazamos el populismo radical de los ’70 como fervorosos militantes, fuimos grandes lectores (continúo siéndolo), inclinados por la pluma (ídem) y para ambos la mujer ocupó (continúa ocupando en mi caso) un lugar extremadamente relevante en la vida. En contrario, a Dardo, como dije, el mundo se le cayó encima de golpe. En contrario, Dardo era peronista desde siempre, y de un modo u otro, distintas formas de violencia –la defensiva de los ’50, la de la extrema derecha de choque, la estética de los ’60, la revolucionaria de los ’70– lo acompañaron como la sombra al cuerpo. No fue mi caso. De modo tal que si mi amigo tiene razón y quise ajustar cuentas con mi propio pasado, la elección de Dardo y su vida novelesca no estuvieron mal. Hay mucho para discutir con él porque hay una ancha base en común (cosa que no me ocurriría con muchos de sus y mis contemporáneos). No se ajustan cuentas con uno mismo sin contar con los otros.
El libro se dedica obstinadamente a defender una hipótesis: la existencia de una variante del peronismo, el peronismo plebeyo, del que Dardo fue una figura fugazmente conspicua sin quererlo y probablemente sin saberlo.
Luego el libro se independiza, se desprende de sus raíces, y se defiende solo, si puede, ante los lectores, que han de juzgarlo por un valor intrínseco; el autor no tiene casi derecho a meterse con ese juicio. Pero Dardo no era “una espada sin cabeza” (dicterio en su momento destinado al general Lavalle); sus veinte años entregados a las pasiones y los peligros del proceso histórico se entremezclaron con creencias y pensamientos por momentos caóticos, pero jamás carentes de filo y contrafilo. La historia y el vértigo conceptual hicieron de Dardo a Dardo, y de no haber sido así este libro no tendría sentido. Y aquí, para ir terminando, aparecen reunidas esas dos dimensiones: la histórica y la conceptual, conciliando sendas estrategias narrativas.
El libro se dedica obstinadamente a defender una hipótesis: la existencia de una variante del peronismo, el peronismo plebeyo –término del que estoy convencido de no tratarse para nada de un pleonasmo–, del que Dardo fue una figura fugazmente conspicua sin quererlo y probablemente sin saberlo. El peronismo plebeyo se puede identificar en un conjunto de actos –que pertenecen a la historia– y asimismo de concepciones, ideas y creencias muchas de las cuales se nos presentan en Dardo, cuya cabeza recogía a su modo la tradición doctrinaria del peronismo tout-court (en su tiempo todavía fresca) y de muchos autores en sus márgenes, y se entremezclaba con los debates –no siempre limitados al empleo de las palabras– de la época que le tocó vivir. Pero yo, que vengo sobreviviendo a Dardo desde 1977, y muy dedicado a la vida intelectual, además, no debía, en mis debates indispensables con él, correr con tanta ventaja. Me atreví a enriquecer el bagaje de conocimientos de Dardo, que defenderá –quizás al modo del personaje de “El milagro secreto” de Borges– en un tiempo fuera del tiempo, sus mismas convicciones de siempre sin haberlas alterado un ápice, sus mismas ideas sobre el peronismo, la violencia, el pueblo, la democracia, la historia vivida, etc., pero con argumentos destilados por la lectura y meditación de cuarenta años sobre lo humano y lo divino en una biblioteca infinita. Algo perfectamente verosímil, como comprenderá el lector.
Leer cruzando la calle
Como ya dije, el peronismo plebeyo es el leitmotiv de la dimensión conceptual de este libro. El término plebe, y sus derivados, tienen antiquísimos linajes idiomáticos, históricos y politológicos. No adelantaré al lector en qué consiste a mi juicio el peronismo plebeyo, sus vicisitudes, y de qué modo dio forma a la vida y la muerte de Dardo Cabo. Extrayéndolos entre la enorme diversidad de sus raíces conceptuales, para acuñar el término y tirar del hilo hasta alcanzar su significado, me basé apenas en dos autores, Shakespeare y Halperín Donghi.
En Coriolano, una pieza extraordinaria que se cuenta entre sus menos leídas, ambientada por supuesto en la república romana, Shakespeare nos muestra la imposibilidad de la consistencia política de la plebe, la brecha, insalvable, entre sus sueños y la responsabilidad de sus magistrados, los tribunos. En Revolución y guerra, Halperín analiza cómo desde el nacimiento de la Revolución el transcurso del proceso político y militar en el Plata está marcado, en más o en menos, por una mutua dependencia entre las élites y la plebe, dependencia odiosa para ambos grupos. Con estas marcas de origen se despliega, apuntalado por la historia, el peronismo plebeyo en cuyas filas vivirá Dardo Cabo su pasión y su tragedia.
LA VIDA BREVE DE DARDO CABO
Pasión y tragedia del peronismo plebeyo
Vicente Palermo
Siglo XXI, 2021.
360 páginas. $1690.
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