ZIPERARTE
Domingo

Una semana en Malvinas (IV)

Día cinco.

Día cinco

 

Faltan bidets. En el mundo faltan bidets.

Durante el desayuno, le pido a Mandy que por favor llame por nosotros a Malvina House y haga una reserva para mañana para el afternoon tea: las reglas al parecer son estrictas, hay que avisar el día antes y además hay que hacerlo antes del mediodía. Le pido también una nueva tarjeta de Internet, que pruebo pero no funciona. Me dice entonces que le agregue un cero antes de la contraseña, lo cual sí funciona: con ese solo dato Mandy me da una masterclass de conocimiento local que soluciona un problema que de otra forma sería insoluble.

Junto a Mandy y Rebecca hablamos sobre la otra única persona que está en nuestra ala del hotel (se supone que hay trabajadores en otra, pero no los vemos nunca): la mujer china, que hasta ahora yo creía que era un hombre chino. Rebecca usa, de hecho, un pronombre neutral en inglés para referirse a ella, pero ahora que lo pienso creo que es realmente una ella. De todas formas no viene al caso: lo que llama la atención es que ande a veces con una máscara de gas, a veces con barbijo, y más generalmente que parezca perdida. Mandy dice que la bajaron de un crucero; vaya a saber uno qué historia habrá detrás.

Después de conseguir la nueva tarjeta de Internet, reviso las últimas novedades en Twitter. Otra vez tengo a unos lunáticos que vienen con la cantinela de que soy un espía a partir de mis tweets, parece una joda. Ahora lo “sospechoso” es que yo justo estoy viajando una semana después de una influencer que parece que se hizo la boluda con temas políticos, lo cual de alguna forma confirmaría que yo estoy sucio.

No tengo mucho tiempo antes de que venga Jimmy a las ocho y media, ni tampoco plata. El banco no abre hasta las nueve y está relativamente lejos así que yo ya sabía que no sería una opción. Cruzo entonces al que, como se recordará, es el único cajero automático del pueblo, que está justo frente a nuestro hotel en la también única estación de servicio. El tipo de cambio es prácticamente una estafa: cada libra esterlina me la va a cobrar 1.44 dólares, en lugar de los 1.29 que me cobró el banco el otro día. Pero no tengo opción y procedo. La excursión de hoy me va a costar doscientos dólares y monedas.

Puntualmente hace su aparición Jimmy y partimos, entonces, hacia nuestros destinos de hoy: Goose Green, el segundo poblado más importante de las Islas Malvinas; el cementerio argentino en Darwin, que vale aclarar que no es el cementerio de Darwin, dado que esta confusión que molesta a los locales; y el cementerio inglés en San Carlos.

Una vez fuera de la ciudad vemos camiones que Jimmy identifica como nuevos: realmente parece conocer cada vehículo que circula.

Por qué estarán todos cargando nafta ahora, se pregunta Jimmy mientras arrancamos en su Land Cruiser. Comenta que el litro vale 0,81 libras esterlinas: el precio, dice, está fijado por el gobierno, y solo es posible que sea tan barato porque, también según su relato, acá no se pagan los impuestos responsables de llevar el mismo precio a 1,40 en el Reino Unido. Lo que no sabe es si el gobierno local es dueño del 51% o del 49% de la estación, y a mí me causa gracia que pueda dividirse de esta forma la propiedad de una estación de servicio. O sea, digamos, no es una petrolera, es literalmente una estación de servicio.

Una vez fuera de la ciudad vemos camiones que Jimmy identifica como nuevos: realmente parece conocer cada vehículo que circula. Los sobrepasa en maniobras que no podrían hacerse en otro lado porque quién va a haber acá, en el medio de la nada.

Estamos yendo en primer lugar hacia Goose Green. Yo creo haber leído que hay que pagar para entrar; Jimmy confirma que esa es la regla, pero que no parece haber gran empeño en hacerla cumplir. El café que había allá y que se encargaba de cobrar la tasa cerró, y desde entonces la tarea recae en un gerente que evidentemente no se interesa demasiado por el tema.

No parece que Goose Green tenga en realidad problema alguno con quienes la visitan, porque Jimmy dice que su pequeño museo tiene el peor sistema de seguridad del mundo: la puerta está cerrada, pero se destraba con un código que está anotado exactamente al lado de la cerradura. ¿De quién se protegen, entonces? Conjeturo que quizás el sistema sirva para que el viento no abra la puerta. ¿O quizás sea para que solo las ovejas no puedan entrar? Mi última idea es la que hace reír a Jimmy: le digo que es un sistema hecho para espantar a los ciegos, como si estuviéramos en Informe sobre ciegos.

Preguntas aleatorias

Tardamos poco tiempo en comenzar a ametrallar a Jimmy con preguntas aleatorias. Rebecca comenta que vio, en la guía de la que sacamos su número ayer en el hotel, que al lado de su nombre decía “argentinos”. Yo francamente me perdí el detalle, pero agradezco que no se le haya pasado a mi compañera. ¿Qué significa esto? ¿Que no cualquiera quiere lidiar con nosotros? Jimmy explica que efectivamente ese es el caso, pero por varios motivos: si bien hay guías que no quieren tratar con argentinos por el resentimiento que aún tienen por la guerra, también es cierto que la mayor parte de la población local no habla español y que los lugares a los que quieren ir nuestros compatriotas son difíciles de acceder porque generalmente son campos de batalla montañosos y escasos de caminos.

Seguidamente aclaramos el origen exacto de Jimmy: British Columbia. Rebecca me había dicho anoche que el hecho de que dijera que su viaje para venir a Malvinas había comenzado en Seattle le daba la pauta de que tenía que ser occidental, por lo que quería confirmarlo. Ella, de hecho, también viene del oeste, solo que debajo de la frontera; es californiana y vive hoy en un pequeño pueblo de Oregon junto a su marido. Estamos cinco horas delante de él en este momento, lo que en cierto sentido me vuela la cabeza: estoy acostumbrado a que tengamos casi la misma hora que Nueva York o a lo sumo que estemos atrasados respecto de cualquier otro lado, ya sea Europa o Asia, pero no a que estemos adelante.

Como los lugares que visitaremos hoy están directamente relacionados con la guerra y Jimmy es un guía experimentado, me pregunta si conozco la historia de Carlos Robacio, ex combatiente que se supone es una “leyenda” en nuestro país. Le digo que no. Procede entonces a contarme que se hizo una amiga, Rosana Guber, que vino recientemente a localizar exactamente en el terreno las historias de distintos soldados, pero que en realidad está motivada por este Robacio: parece que, según Jimmy, en realidad el tipo es un fraude, que en realidad se quedó siempre atrás en las batallas, pero que tiene que haber evidencia más clara para poder desmitificarlo. Dice el guía que a eso vino Rosana, a cuyo equipo llevaba todas las mañanas desde las seis a Mount Longdon.

Veo que Rosana es investigadora del Conicet y pienso que menos mal que Jimmy no tenía mi apellido.

Precisamente anoche estuve hablando con Rosana, dice Jimmy, y le dije que había llevado a un argentino que trabaja en un “think tank”. Me preguntó quién eras vos, dice, pero yo solo sé tu nombre de pila. Rosana le envió un link a un artículo de Infobae sobre el trabajo que vino a hacer a Malvinas: Jimmy me lo da para que lo lea y lo resuma, porque su español es malo y su lectura lentísima. Veo que Rosana es investigadora del Conicet y pienso que menos mal que Jimmy no tenía mi apellido: presiento que tendríamos serias diferencias políticas con la señora Guber y que yo no le caería bien. Desde estas líneas, sin embargo, le mando un afectuoso saludo, y deseo si está leyendo que mi prejuicio sea erróneo.

Avanzamos dulcemente por el camino asfaltado, o al menos por el tramo en el que lo está de camino a la base militar. Veo cascos de estancia que parecen nuevos. Acerca del cementerio argentino, que veremos, Jimmy advierte que ya no tiene las edades de los fallecidos: antes podía verse que todos eran muy jóvenes, que tenían 18 o 19 años, y los británicos al parecer se burlaban de este hecho, que no se verifica entre sus muertos. El cementerio fue rediseñado y esa información ya no está disponible: tapa, así, el tema que ya implícitamente hemos tocado de la cobardía de los superiores y el valor de los subordinados. Yo le digo, para tranquilizarlo, que este hecho es de dominio público en nuestro país, que sabemos muy bien que miles de chicos fueron enviados a la guerra por adultos que no se rasgaron las vestiduras. Se alegra.

Jimmy cuenta que ha estado involucrado en varias visitas de grupos de veteranos de guerra argentinos y sus familiares. Nos adelanta, aunque yo naturalmente ya lo sé, que algunas tumbas dicen “soldado solo conocido por Dios”. Lo que yo sí que no sabía es que, al parecer, ha habido familias de soldados no identificados que han “adoptado” algunas de esas tumbas y que entonces se han reemplazado algunos de sus carteles por otros con nombres propios. La verdad es que no me suena inverosímil pero nunca he escuchado algo así, de modo que me permito dudar de la veracidad de este último relato.

Suena el teléfono de Jimmy, de repente, y su conversación no me interesa en lo más mínimo excepto por el hecho de que puede llevarla a cabo normalmente aunque estemos ya lejos de la ciudad. En efecto, la señal de teléfono es excelente, algo que no hubiera esperado si se tiene en cuenta el desastre de Internet. Cuando corta todavía hay asfalto, es verdad, o sea que tampoco estamos tan lejos. Los trabajos de asfaltado continúan en el camino a la base militar: hay desvíos cuya naturaleza no se entiende del todo pero tampoco hay demasiadas opciones, a esta altura es imposible perderse.

La señal de teléfono es excelente, algo que no hubiera esperado si se tiene en cuenta el desastre de Internet.

Dado que ya entramos de lleno en temas militares, me permito casi condescendientemente tratar de explicarle a Jimmy que los argentinos no somos una amenaza. Lo hago porque me preocupa: los he escuchado a él (con su esperanza de que enfocarnos en la economía nos distraiga de ellos) y también a Mandy (con su alusión a una inexistente amenaza de Milei) hablar como si nosotros quisiéramos hacerles algo. Y sin embargo, le digo, la verdad es que las Malvinas no son un tema de agenda sino muy excepcionalmente y que a nadie se le ocurriría invadir. Me escucha atentamente.

El punto de vista de Jimmy, según me explica a continuación, es que Argentina ya hoy les hace a ellos todo el daño que puede. Entiende que no somos una amenaza militar (qué bueno, pienso, algo es algo), pero lista varias oportunidades en las que gobiernos nuestros han obstaculizado planes suyos: dice que, según una charla que tuvo con un congresista local, hay 19 sanciones activas impuestas por Argentina a empresas que hacen negocios en Malvinas; que hoy, por ejemplo, casi no se ven productos chilenos en los supermercados porque Argentina presionó a Chile para que cesara el intercambio; que Argentina forzó a los kelpers a inventar una escala en Córdoba para su vuelo de San Pablo, pese a que ellos simplemente querían un vuelo directo. De hecho, Jimmy dice que el avión en Río Gallegos es la única y última instancia de cooperación con Argentina.

La gente de acá no tiene la culpa de lo que hicieron sus tataratatarabuelos, dice Jimmy, y no puedo sino acordar con él. Hay familias que llevan en Malvinas ya diez generaciones; yo recuerdo la propia historia de Mandy, que desciende de inmigrantes del siglo XIX. ¿Podemos decir que son ocupantes si llevan 200 años instalados? ¿Dónde está la comunidad a la que expulsaron y que en todo caso debería volver? Si es cierto que los kelpers son ocupantes y se tienen que ir, ¿qué hago yo, habitante de Buenos Aires sin una gota de sangre indígena y descendiente de inmigrantes de principios del siglo XX? ¿Me tengo que “volver” a Italia? Sí, pude conocer el pueblo de mi bisabuelo hace unos años y fue todo muy bonito, pero si yo volviera y pidiera que me devuelvan “sus” tierras mientras alego que me expulsan de Argentina por no-argentino se me reirían en la cara.

Pienso que la solución de tipo Hong Kong, que en algún momento se barajó, no funcionaría en el conflicto de Malvinas. La razón es bastante sencilla: cuando el Reino Unido entregó el control de esas islas a los chinos en realidad casi no había allí colonos, pero acá es al revés, la población “autóctona” no existe. Si nos devolvieran las Malvinas nos devolverían un pedazo de tierra y unos pingüinos, pero no nos devolverían argentinos. No son argentinos. No nos une nada con ellos.

La gente de acá no tiene la culpa de lo que hicieron sus tataratatarabuelos, dice Jimmy, y no puedo sino acordar con él.

Como sea, la conversación gira luego en torno de la situación argentina de la que hablamos ya algo ayer. Jimmy sostiene que un país tan rico no debería tener tantos problemas; yo contraargumento que en realidad no somos un país rico, que en todo caso las riquezas naturales moderan nuestro declive, pero que el problema son nuestras instituciones. Dice que no entiende qué significa eso.

Seguirá, entonces, un breve monólogo en el que intento explicar a dos extranjeros lo que significa en términos económicos vivir en Argentina. Les cuento, como puedo, sobre eventos históricos como el plan Bonex y la pesificación asimétrica, en los cuales el Estado literalmente robó de una forma u otra los ahorros de las personas. Agrego, también, episodios como las variadas confiscaciones (eufemísticamente llamadas “nacionalizaciones”) de empresas o fondos de pensiones privados. Resalto el problema de la inflación y el mecanismo por el cual el Estado se queda con el dinero de los ciudadanos a través de la emisión monetaria; les cuento que si un exportador de soja quiere venderla en el exterior debe pagar más del 70% de ese ingreso en impuestos; explico que si alguien quiere cobrar cualquier cosa desde afuera no puede hacerlo o que si tiene éxito solo es a costa de la pérdida automática de la mitad de lo que traiga. En el fondo, sostengo, lo que todos estos problemas tienen en común es la falta de respeto institucional. El Estado se otorga a sí mismo muchas más atribuciones de las que debería tener, comete abusos contra los individuos, y todo eso lo convierte en una organización criminal.

“Sounds criminal to me”, dice Jimmy sobre las locuras económico-institucionales que acabo de describir. Le digo que sí, que estoy de acuerdo, y que no se ven en ningún lado excepto quizás en lugares como Venezuela; el país se parece a Turquía o Zimbabwe, agrega Rebecca. Jimmy termina el tema con una pregunta: si entiendo por qué él o una persona como él no querría tener nada que ver con semejantes disparates. Y es triste, pero tiene razón. Aún si fuera poco, lo mejor que podríamos ofrecerles a los kelpers es estabilidad y reglas claras. No podemos hacerlo.

Estamos llegando al cementerio argentino de Darwin. Cuando bajamos a verlo, lo primero que me sorprende es que no veo las más de 600 tumbas que debería ver; Jimmy me dirá después que es lógico si se tiene en cuenta que, por ejemplo, casi la mitad murió en el Belgrano. Nunca me había puesto a pensar que los cuerpos se hunden con el barco.

Decido recorrer el cementerio solo, sin los extranjeros, y me pongo los anteojos de sol porque no pasa un minuto antes de que me largue a llorar. La verdad es que no tengo claro el motivo, se me mezclan los sentimientos, podría estar llorando por un montón de personas distintas: sí, todavía no termino de procesar la noticia de María Alicia, y no estoy ni voy a estar preparado nunca para que se muera la persona que más amo en el mundo. Sí, acá podría haber terminado enterrado mi viejo y yo podría nunca haber nacido. Pero por sobre todas las cosas estoy frente a los restos de cientos de personas que podrían ser parte de mi vida cotidiana hoy, que probablemente no eligieron venir hasta acá, y que aún así murieron en nombre del país donde yo disfruto de mi vida. Quizás lloro por todo.

Cuando me tranquilizo, trato de observar el cementerio. Jimmy ya ha hecho comentarios que indirectamente indican que no está en buen estado, por lo que busco los problemas: a simple vista es difícil verlos y en realidad no me voy a dar cuenta del todo de cuáles son hasta que no vea el cementerio británico, pero es verdad que el nuestro está lejos de ser ideal. En la cruz que está ubicada en el centro del cementerio se ha salido el material con el que estaba hecha y se ve ahora el metal de la estructura; también es visible que algunas maderas del perímetro están caídas. Pero Jimmy me dirige la atención además al piso del compartimiento donde hay una virgen, que está lleno de moscas porque el vidrio que la tapa no está bien sellado. Me muestra también, detrás de las listas que contienen a todos los muertos de la guerra, que las paredes que las sostienen se están cayendo. Finalmente apunta a un sector que yo había visto y que no había entendido qué era porque me parecía (y efectivamente está) lleno de hongos: se supone que acá debería haber agua bendita.

Una de las historias que tiene nuestro guía para contarnos de sus visitas al cementerio argentino es de una vez que trajo a la esposa de un combatiente. Jimmy reconoce que en aquel día, particularmente lluvioso y ventoso, se mostraba escéptico con esta mujer argentina y desconfiaba de ella, pero como insistía en quedarse en la tumba incluso en esas condiciones, se volvió a la camioneta a esperarla. Dice que tuvo que volver a buscarla, tres cuartos de hora después, para que no se enfermara: había pasado del escepticismo a la preocupación. La encontró llorando en la tumba de su marido y tratando de quitarle la placa, porque quería que estuviera enterrado en nuestro país. Cuenta que finalmente lo logró, que hizo gestiones ante el gobierno argentino después de su viaje y que se lo pudo llevar. Jimmy sabe que algunos familiares están contentos de que los caídos estén acá, pero evidentemente no es el caso de todos.

Tumba del soldado Godofredo Omar Iñiguez, Cementerio de Darwin.

El estado del cementerio, pero también su ubicación en un lugar tan propenso a vientos, me da un poco de pena, y trato de poner algo de orden. Veo en el piso muchas cintas que alguien debe haber puesto en diferentes tumbas y que se deben haber volado; trato de volver a ubicarlas para que no se vuelen. Un santo se ha roto, así que agarro unas piedras para que aunque sea sostengan sus pedazos. Noto que alguien colgó en una de las tumbas un buzo del colegio Don Orione, de mi Mar del Plata, y la guerra se me vuelve otra vez personal.

Los argentinos, en opinión de Jimmy, somos emocionales y religiosos. Le digo que estoy de acuerdo con la primera observación, porque se verifica todos los días la pasión con la que vivimos nuestras vidas, pero no con la segunda: le digo que si alguna vez visita Argentina y va a misa un domingo, encontrará poca gente. Creo que la confusión se debe a que quienes pelearon acá eran desproporcionadamente devotos del catolicismo, ya sea porque venían de un interior más religioso o por la forma en la que el Ejército estaba interlazado con la Iglesia en aquellos años. Me parece que eso explica por qué la religión tiene un rol tan preponderante en el cementerio.

Como ya es usual, la visita termina con el café que Jimmy carga en el baúl de la camioneta. Hablamos entonces de los suicidios: todos saben que en Argentina ha muerto una cantidad tan o aún más importante de soldados después de la guerra que durante el propio conflicto, pero según Jimmy pocos sabemos que este también es el caso en el Reino Unido. Yo definitivamente no lo sabía y me parece contraintuitivo que pudiera haber demasiada tristeza en el bando ganador, pero Jimmy dice que quizás es precisamente por haber vencido que no se les prestó demasiada atención: ¿qué más quieren?, habrán pensado.

Mientras tomamos el café aparece un segundo auto en el cementerio argentino y me da la impresión de que Jimmy no conoce al conductor, que se acerca a preguntarnos cómo ir después al británico. Después de que entran al nuestro, dice el guía que el hombre no es local y que el auto es de alquiler, aunque no parece tener nada que lo distinga. Le pregunto si puede distinguir acentos de Malvinas respecto de los del Reino Unido en general y contesta que sí, que si bien allí existen muchos acentos distintos es claro cuando una persona no es del lugar. Y qué pasa cuando ustedes viajan, pregunto, y me dice que lo podrían confundir con un australiano o quizás neozelandés, pero en una de esas también con un sudafricano. Lo que suele pasar, en realidad, es que los británicos no entienden de dónde es el acento y simplemente preguntan.

Lo que suele pasar, en realidad, es que los británicos no entienden de dónde es el acento y simplemente preguntan.

Rebecca aprovecha el momento para preguntarle a Jimmy por su familia, por responder a las incógnitas que nos quedaron de ayer. Resulta que el guía no tiene tres ni cuatro hijos, sino seis y que vienen en pares: tienen 27 y 25, 18 y 16, 11 y diez. Qué héroe. ¡Seis hijos! ¡Y tiene 50 años! Supongo que esta es una de las características que Rebecca encuentra en cierto sentido contradictorias sobre Jimmy: ayer discutimos el hecho de que cada tanto, irónicamente optimista sobre la humanidad, parece muy progresista (dijo que si pudimos darnos cuenta de que tener esclavos estaba mal podremos arreglar otros problemas y limitar la tenencia de armas, por ejemplo), pero en otros aspectos también parece muy conservador. Tener seis hijos y haber empezado a los 22 definitivamente parece una característica tradicional.

Sin que recuerde cómo, la cuestión de los viajes vuelve a surgir: este tema debe ser recurrente en un lugar tan remoto y del que estimo que es muy necesario salir cada tanto. Hablamos de Estados Unidos como posible destino; Jimmy dice que a él le gustaría hacer un road trip de punta a punta, idea que me parece espectacular. Sugiero que lo hagamos en 2026, cuando sea la Copa del Mundo, y se ríe. Aclara sin embargo que no le interesa a ir Nueva York ni a Los Ángeles. ¿Por qué? Porque en las ciudades “there are no real people”, dice, no se puede confiar en la gente, uno no le importa a nadie. Protesto: vivo en el centro de Buenos Aires. Pero entiendo lo que me dice.

Antes de partir, Jimmy chequea la goma delantera derecha de la camioneta. Es como tu hija, le digo, la segunda o tercera con la cantidad de años que tiene y lo mucho que la querés. Se ríe y me dice que sí, puntualiza que sería la segunda, que va a avisarle a su segunda hija que a partir de ahora es la tercera.

Ya en la camioneta, seguimos camino a Goose Green. Antes de llegar Jimmy me explica cuál es el istmo que se ve en los mapas y donde tuvo lugar la batalla de mayo de 1982, que fue decisiva para la victoria británica. Se ve a lo lejos un pequeño monumento al coronel Herbert Jones, que creo que fue el oficial de más alto rango que murió de ellos. Pasamos también por el cementerio local de Darwin, que nuevamente debe aclararse que no es el argentino.

Entrar a Goose Green no se siente muy distinto que entrar a una estancia, con la única diferencia de que quizás sea un poco más grande. Viven en el segundo poblado más importante de las Islas Malvinas 70 personas, según Jimmy, o al menos eso es lo que le dijo el gerente cuando le preguntó el otro día. Llegamos al museo y Jimmy desbloquea el extraordinario sistema de seguridad hecho a prueba de ciegos. El museo no es más que un cuarto, que como mucho será de 25 metros cuadrados, donde hay una gran bandera británica, unos pocos objetos de la batalla de 1982 y algunas precisiones sobre la historia del poblado. Me hace ruido ver tanta simbología británica y que al mismo tiempo los isleños hablen tanto de la autodeterminación; preguntaré por este tema en la camioneta.

Recorremos después el resto del predio: yo voy hasta el muelle y tomo fotos del poblado, luego me encuentro con Rebecca y Jimmy que están en la escuela donde durante la guerra los militares argentinos encerraron a todo el pueblo. El lugar ya no es más una escuela y no se puede entrar, pero sí se puede ir al baño.

Antes de irnos, Jimmy, que ha movido sus exclusivos contactos, nos dice que podemos pasar a un galpón donde se esquilma a las ovejas. Veo a al menos 15 personas trabajando, lo cual supongo que significa que estoy viendo al 20% del pueblo. Casi todos parecen tener menos de 30 años y noto que hay una mayoría de mujeres, lo que en un principio me sorprende pero después no tanto: de algo hay que vivir y acá no parece que haya mucho para hacer. No quiero sacar fotos porque no quiero molestar, pero Jimmy me dice que no hay problema.

Es la primera vez que veo el proceso por el cual se saca la lana de las ovejas, que no parece particularmente brutal pero que naturalmente les molesta. La velocidad con la que procesan ovejas y lana me sorprende; me dice Jimmy que generalmente se paga una libra por oveja esquilmada y que cada persona que estamos viendo puede esquilmar a entre 250 y 350 por día. Este proceso tiene que darse en verano: ¿y qué pasa cuando terminan, entonces? Los esquilmadores, después de ir de estancia en estancia, se van al hemisferio norte, siguen haciendo su trabajo, y luego vuelven. El trabajo parece extenuante.

De vuelta en la camioneta, nos vamos y asumo que nadie nos cobrará la tasa que en teoría deberían habernos cobrado: si no hay cobrador, no hay pago.

Estamos ahora rumbo a la tercera y última parada del día, el cementerio británico. En el camino vemos el Mount Usborne, el más alto de las islas, y esas montañas que vemos del otro lado son la otra isla, la Gran Malvina. En dos horas hemos cruzado la isla Soledad de punta en punta.

Cada tanto nos cruzamos con algún que otro vehículo y me sigue sorprendiendo que Jimmy parece conocer todo: esa camioneta que está parada ahí, dice, lleva como dos semanas en el mismo lugar. Debe estar rota y no se deben preocupar demasiado por arreglarla. Mi mentalidad argentina me sugiere que quizás no haya repuestos para hacerlo.

Vemos de vez en cuanto también cabañas e incluso carteles que indican que hay alojamiento, por lo que se me ocurre preguntarle a Jimmy si la gente de Stanley va a algún lugar en particular a pasar fines de semana o algo así. Dice que no, que a muchos les gusta simplemente ir al camp, que quizás alquilan una van. Hago entonces la pregunta invertida, es decir si la gente del campo va a Stanley, y lo jodo a Jimmy con que debe el viaje debe ser demasiado porque la gente no es real, no es de confiar. Como ir a Nueva York o Los Ángeles, puntualizo. Se ríe.

Ustedes pueden imaginarse que yo no puedo recordar tantas cosas si no las he anotado inmediatamente después de que sucedan; y de nuevo Jimmy parece interesarse por ese hecho porque me pregunta si para una persona como yo, según él periodista, es importante usar Instagram. Le contesto que no particularmente, que las fotos que yo publico son una especie de diario de viaje personal para quien quiera verlo, que de hecho no tengo una sola fotografía de mí mismo. Sí le digo que Twitter es importante y le cuento que en este mismo momento hay gente que me está acusando de ser un agente de propaganda británico porque dije que no me sentía discriminado y porque me hice sellar el pasaporte.

“Probá comprar tierra en Malvinas”, me dicen en Twitter, y entonces le transmito la inquietud a Jimmy: ¿qué pasaría? Admite que sería difícil pero no por los motivos que yo creo, pues de hecho Rebecca tendría tantos problemas como yo: en realidad lo que ocurre es que no se le vende tierra a extranjeros, pero no porque sean argentinos sino porque no viven en las islas. El propio gobierno, de hecho, hizo recompras de tierras para luego subdividirlas y venderlas a locales para que las ganancias se queden acá, una idea típicamente nacionalista (y si me preguntan, contraproducente y retrógrada).

La implicancia de la explicación de Jimmy sobre la compraventa de tierra en Malvinas es que si uno está dispuesto a mudarse, entonces sí puede ser propietario. De hecho, agrega, él mismo conoce a un argentino que decidió en un momento venirse y hacerse una casa, un tal Martín Pereyra. Testigo de Jehová él (no como Jimmy, que no es religioso), este Pereyra ahora se fue a Inglaterra, pero es prueba de que se puede ser argentino y comprar algo en Malvinas. Ya que estamos, le menciono a Jimmy también el caso de Carlos, el portero del Lodge, aunque no sé si es propietario: sorprendentemente, no lo conoce. Creo que es la primera vez que un local me dice que no conoce a otro local.

El interés de Jimmy por la forma en la que tomo notas lo hace mencionar, para mi interés, a un periodista argentino que ha guiado de la misma forma que me guía a mí ahora: Hugo Alconada Mon. Ah, claro, le digo, es de La Nación, un diario muy importante, y se dedica esencialmente a investigar hechos de corrupción. El recuerdo que tiene Jimmy de Alconada Mon es que en un momento le dijo algo así como que si él veía una piedra, no podía decir que era un conejo, y que así hacía periodismo. Profundo. Qué sé yo.

Ahora que piensa en todo este tema del periodismo, Twitter y los espías, Jimmy cree recordar que eran cinco las influencers que venían de visita la semana pasada, pero no sabe quién las trajo ni por qué.

Tumbas de soldados ingleses, Blue Beach Military Cemetery at San Carlos.

El paisaje es menos aburrido de lo que yo imaginaba. Es verdad que al menos esta isla es bastante árida; pero las distintas elevaciones deben tener efecto en la lluvia y el viento porque producen de tanto en tanto vegetación de colores, lo que sumado a las múltiples bahías que se van formando le da un cariz simpático a la travesía. Estamos ahora yendo a las Sussex Mountains, al parecer, y en el punto más alto se ve una antena de celular que supongo que explica que los locales tengan buena señal telefónica (nunca de Internet, claro); alcanzamos a ver, de nuevo, la isla Gran Malvina del otro lado del agua.

Llegamos entonces a San Carlos, no sin antes desviarnos y sobrepasar a una máquina que se rompió en el medio de un camino mientras lo arreglaba: un empleado ha vuelto a la ciudad a buscar repuestos, pero estamos a dos horas. Para los operarios, imagino, este es un día perdido.

Cuando nos bajamos de la camioneta, me siento de repente como en la Patagonia: el viento, el agua azul, las flores amarillas, el pasto abundante en este lado (que evidentemente recibe lluvia) me hacen sentir más cerca de nuestro sur y por lo tanto más cerca de casa.

El cementerio británico es bastante más pequeño que el argentino, con apenas unas 15 tumbas: también ellos tuvieron muchas bajas en el mar. Entre los muertos se ve una variación en edades y rangos inexistente en el cementerio argentino. Está, por ejemplo, la tumba del héroe local Herbert Jones. Jimmy me cuenta además la historia, que luego recuerdo haber leído en el libro de testimonios de la guerra que leí, del soldado que cumplió 19 años el 14 de junio de 1982, el día de la rendición argentina: había sido herido y había tenido la posibilidad de irse, pero decidió quedarse y murió en combate en las últimas horas de la guerra.

Pronto entiendo el argumento de Jimmy de que el cementerio británico está bien diseñado y, por lo tanto, resiste mejor el paso del tiempo: paredes, símbolos y tumbas están hechos de piedra, no de madera como en nuestro caso. Lo peor que puede pasar es que haya musgo, pero se limpia y listo. Cuando estoy en condiciones de comparar ambos concluyo que el cementerio argentino debe haber sido barato en su momento, pero también que en el largo plazo lo barato sale caro.

La visita al cementerio británico es breve y pronto emprendemos la vuelta hacia la civilización, si es que así podemos llamar a un lugar prácticamente sin Internet. Pregunto y confirmo que a los veteranos de guerra británicos generalmente no se les cobra por venir hasta acá. Abro una aplicación en la que descargué el mapa de Malvinas para tenerlo disponible offline y lo jodo a Jimmy con que si me deja tirado voy a saber volver. Afuera hay tanto viento (y tan frío) que le digo que me cuesta creer que se pueda ir a la playa con 30 grados alguna vez, como me dijo ayer; ahora se ataja y dice que se puede tener 20 y quizás un poco más. Le pregunto si hay algún rincón en todo este archipiélago donde por algún motivo no haya viento: me dice que no, que si lo encuentro le avise porque construirá una casa ahí. Cierra con una joda: capaz ese lugar está en mi “offline map”.

Además de la historia de Robacio, Jimmy recuerda mientras maneja otra de un conscripto que cree que se llama Oscar Poltronieri y que dice haber peleado con 600 británicos en Twin Sisters. Pero esto es imposible, dice, he hablado con veteranos incluso de élite que no recuerdan nada similar en ese lugar. Qué sé yo. A mí lo que me sorprende es que sepa tanto acerca de personajes argentinos; repite que está todo bien, que los argentinos generalmente son respetuosos, que solo sería un problema si por ejemplo alguien aparece con una bandera y la lleva a Tumbledown para sacarse una foto. Eso sí le molestaría.

Rebecca se durmió: debemos ser personas aburridas. A decir verdad, no la culpo, porque yo también bostezo: la diferencia de temperatura entre la intemperie y la camioneta, donde pega el sol y no hay viento, es importante. Como veo que la cuestión de Internet le interesa, hablamos de Twitter e ilustro por qué es importante para mí: le cuento que gracias a esa red social logré que me sacaran un basural de la puerta de mi casa en Buenos Aires y que hasta le debo mi trabajo a las conexiones que logré con el podcast que allí promocioné. No menciono a María Alicia, pese a que en realidad nuestra relación es el resultado más hermoso de todas mis interacciones vía Twitter, porque no quiero entrar en suficientes detalles como para tener que evadir conscientemente su enfermedad. No sé qué lógica tiene esto.

Jimmy tiene Instagram; olvido pedírselo, pero lo buscaré. Dice que hace poco tiempo se dio cuenta de lo importante que es WhatsApp para los latinos, lo cual confirmo y complemento al decirle que también en Europa continental esa es la principal forma de comunicación (en el Reino Unido y en Estados Unidos, vale decir, la gente no usa WhatsApp sino mensajes de texto, como hacíamos nosotros hace pocas décadas). Como sé que el detalle le interesará, le comento que los argentinos en particular nos distinguimos por el uso de mensajes de voz en WhatsApp, algo que no se ve necesariamente en otros países. Dice que tiene sentido, que ha visto argentinos hablar a sus teléfonos pero no necesariamente en el contexto de llamadas.

Mientras avanzamos pienso en María Alicia y siento culpa por estar pasándola bien cuando ése claramente no es el caso para ella.

Mientras avanzamos pienso en María Alicia y siento culpa por estar pasándola bien cuando ése claramente no es el caso para ella. Sigo pensando si debería escribir acerca de ella en este libro o si, simplemente por pudor, debería borrar toda referencia. Este es el relato de una semana en Malvinas, claro, pero esta es mi semana en Malvinas y María Alicia está en mi cabeza constantemente.

Pronto volvemos del ripio al asfalto cuando aparece la base militar, de la cual no se pueden tomar fotografías porque está protegida, según un cartel firmado por la fantásticamente nombrada Official Secrets Act. Parece grande. Según Jimmy, ahí viven unas 800 o 900 personas, aunque naturalmente nadie lo sabe a ciencia cierta. Le pregunto si están más bien recluidos o si los ven en el pueblo; me dice que sí, que van, que los ven.

En los años ’80, cuenta Jimmy, el viaje desde Goose Green hasta Stanley que estamos haciendo en dos horas podría haber llevado todo un día, y quizás ni siquiera hubiera sido posible en caso de lluvia. Estamos hablando de 70 millas (los carteles, efectivamente, están en millas). Pero el gobierno se propuso mejorar los caminos y ciertamente lo hizo; de hecho, cree que asfaltar el camino al aeropuerto ha sido bueno también para los caminos de ripio, porque liberó a las máquinas de mantenimiento para que los arreglen en lugares más remotos.

Señores diputados

Se me ocurre preguntarle a Jimmy, entonces, qué opina de la gobernadora de las islas. Se encoge de hombros: solo sirve para las relaciones exteriores, dice, y no le importa que sea impuesta por el gobierno británico porque en la práctica es irrelevante. Los isleños sí votan a ocho congresistas, miembros de la Legislative Assembly, que son los que redactan las leyes y tienen más importancia: me cuenta el guía que cinco son de Stanley y tres del camp, lo que me parece una exageración porque calculo que la proporción de población debe ser diez a uno. Dice que antes era aún peor, que eran cuatro y cuatro, y que hoy en el camp ni siquiera consiguen a tres personas que quieran presentarse para las elecciones: el trabajo de congresista es al parecer demandante y nadie que no viva en Stanley quiere mudarse allá. ¿Cómo hace una persona con una granja quizás atendida por él y su esposa si tiene que irse cinco días a la semana a Stanley? Por lo menos ahora a los congresistas les pagan; antes no era el caso.

En la ciudad, por el contrario, consiguen entre diez y doce candidatos por elección. Le pregunto si todos los que se presentan consiguen aunque sea un voto, porque en una comunidad tan pequeña debe ser particularmente feo ser impopular. Dice que sí, pero que cada tanto se presenta algún marginal y es incómodo.

Los debates de la asamblea no se pueden presenciar (pero sí escuchar por la radio) y son aburridísimos, dice Jimmy. Pese a todo, la participación popular parece ser moderadamente alta: cree que alrededor de un 60% de la gente vota en las elecciones. Resalta, en este sentido, que en el referendum de 2013 votó un 90% de los isleños.

La referencia al plebiscito de 2013 me da pie para hacer una pregunta que me vengo guardado: ¿ustedes quieren ser británicos o “falklanders”? Le explico a Jimmy el origen de mi inquietud: veo banderas de Malvinas pero también del Reino Unido, veo que hablan mucho de autodeterminación pero aceptan un gobernador foráneo, veo que no quieren pagar impuestos al gobierno central pero reciben la BBC por el costado. ¿Cómo es, entonces?

Para Jimmy, los isleños simplemente quieren que las cosas se mantengan como están. Viven bien acá: nadie se quiere ir, hay gente que quiere venir, la política no es un problema, las cosas funcionan. Les sirve tener la defensa que provee el Reino Unido y les sirve que los británicos los detengan cuando ellos quieren tomar medidas impulsivas contra Argentina, pero eso es todo: el objetivo es mantener el statu quo y eso es lo que votaron en 2013. Me parece una avivada, una argentineada espectacular: autodeterminación o tutela según me convenga.

Los isleños simplemente quieren que las cosas se mantengan como están. Viven bien acá: nadie se quiere ir, hay gente que quiere venir, la política no es un problema, las cosas funcionan.

Con respecto al referéndum, que preguntaba a los habilitados para votar si querían quedarse en el Reino Unido o no, Jimmy nota que en aquel momento votaron 17 personas con pasaporte argentino pero que solo hubo tres votos a favor de irse. Eso, según él, es prueba concluyente de que ni siquiera los nuestros quieren que las Malvinas sean parte de Argentina. Dice que fueron con esos datos a las Naciones Unidas y que no fueron bien recibidos. Por mi parte, muestro escepticismo respecto del modo de obtención de datos: me parece raro y sospecho que en nuestro país sería ilegal que se sepa cuántas personas de las que votaron tienen un segundo pasaporte y de qué país. Supongo que en un pueblo pequeño se sabe todo, pero no deja de resultarme chocante.

¿Quiénes son los “argentinos” que viven acá, entonces? Ya sé de Carlos y acabo de enterarme de Martín, pero es evidente que hay más. Procede Jimmy entonces a contarme la historia de Reinaldo Reid, que en 1982 al parecer era el único simpatizante argentino en todas las islas y que cuando estaba por finalizar la guerra desapareció misteriosamente junto a toda su familia. ¿Por qué? Porque se fue a Argentina, claro. Pero el relato de Jimmy toma un giro cuando cuenta que uno de los hijos, criado en nuestro país, un día vino de visita a Malvinas y le gustó, y entonces habló con sus hermanos y terminaron todos por volver. Ellos tenían nacionalidad argentina, claro, así como sus esposas e imagino que también hijos. Estimamos que gran parte de los 17 argentinos que votaron en el referendum habrá sido simplemente la familia Reid.

Otra historia que involucra a un argentino la menciono yo mismo, porque la recuerdo vagamente, y es la de un kelper al que Cristina le dio un DNI hace unos años. Sí, ese es James Peck, dice Jimmy, y así como se lo dieron ese documento lo cortó con una tijera años después. Y es que Peck se casó con una argentina pero se separó y ella quiso volver al continente, por lo que el hombre la siguió para estar cerca de los hijos. En algún momento la madre ya no quiso que el padre viera a los chicos; es ahí cuando las autoridades argentinas se pusieron del lado de la mujer y Peck, que había sido recibido con bombos y platillos, maldijo nuestra nacionalidad, según el relato de Jimmy. Jamie “seems to have lost his way” y alterna hoy entre las islas y el continente. Pobre el padre de Jamie si hubiera visto lo que pasó al hijo, concluye.

Hoy viven en Malvinas personas de 62 países distintos, dato que enorgullece a Jimmy. ¿Y cómo no? Hay que tener ganas de mudarse acá.

En el hotel, despedido de Jimmy pero con una tarjeta con su número de teléfono para escribirle en el futuro, veo que ha comenzado la decoración de Navidad. Es 30 de noviembre y las festividades se acercan. Antes de separarnos, Rebecca me dice que tiene ganas de ir a Malvina House a cenar; yo creí que como nos rebotaron ayer lo íbamos a dar por descartado, pero no tengo problema. Le pedimos a Sheri que llame y efectivamente hay lugar, de modo que hace una reserva para nosotros.

El día ha quedado bastante bien: está soleado y mi teléfono, revivido con Internet, dice que hacen 13 grados. Quiero una foto decente del cartel que dice “Welcome to the Falkland Islands” en el muelle, que recién he visto por primera vez ayer, así que decido ir y venir, pero ya es demasiado tarde para el ángulo del sol. Al menos veo lobos marinos.

A la vuelta aprovecho la tarde, como ya es costumbre, para trabajar y actualizarme con el mundo. Tengo mucho trabajo, pero solo porque no tengo Internet; la desconexión es lo que ralentiza todo.

¿Qué está pasando allá afuera, ahora que estoy conectado y que el balance de mi tarjeta prepaga dice que me quedan aún algunas horas? El viaje suscita interés. Una amiga que es productora de cine me dice que tengo que abrir un vlog en Youtube para contar toda la experiencia. Otro amigo quiere hablar conmigo en su programa de radio el sábado, imagino que para que relate la experiencia. Desde una revista me contactan para que escriba una crónica del viaje, y cuando digo que no sé si puedo resumirlo me aclaran que también pueden ser dos o tres, y después incluso que puedo ocupar todo el espacio que quiera en su anuario de fin de año. Maslatón, en Twitter, me manda una foto de Jimmy de 2018; se ve que también ha sido su guía.

Antes de salir a cenar, resulta que Rebecca quiere la misma foto que yo busqué antes. No le dije que ya fui a sacarla y la acompaño, nos queda de pasada. En el muelle vemos al piloto que conoció en el colectivo, que en teoría debería irse mañana en el air bridge, y la única argentina visitante que he visto hasta ahora, con la que intercambié unas palabras en el aeropuerto. Me parece misteriosa.

¿Qué está pasando allá afuera, ahora que estoy conectado y que el balance de mi tarjeta prepaga dice que me quedan aún algunas horas?

En Malvina House hay mucha gente, parece que también esta noche estará lleno. Está la pareja del piloto y la argentina y sospecho que hay también otros turistas, pero me da la impresión de que la mayor parte del público es local. El restaurant es bastante elegante pero es más barato que el Waterfront, no como erróneamente tuitearé luego; pido disculpas. Rebecca pide pollo al curry, yo voy con ñoquis caseros de papa; aprovecho que no está María Alicia acá, porque si no me haría caras por mi elección. Como ya da todo lo mismo pedimos postre, en mi caso un tal Malvina Baked Alaska que no sé bien qué es y entiendo después que consiste de una bocha de helado recubierta de merengue y servida sobre masa de torta.

La conversación con Rebecca es entretenida. Ella, sensible, me pregunta si logré hablar con mi novia, porque sabe que me está costando, y le digo que sí, que tuve suerte por unos diez minutos. Que pude hablarle de los pingüinos que vimos, que me retó por boludo por no saber dónde vivían, que ella cuando era chica quería ser bióloga marina. La extraño tanto.

Cuando nos vamos, la conversación es menos lúgubre y pasa una vez más por los viajes, lo que tiene sentido dado que nos hemos conocido en este lugar insólito del mundo. Pero no hablamos tanto de nosotros sino de la fama que tienen los estadounidenses de no viajar, de no tener pasaportes, de no estar interesados en el extranjero: todo esto es cierto, pero coincidimos con Rebecca en que Estados Unidos tiene literalmente todo lo que uno podría ver y que podría ser entendible que haya quienes no necesiten salir de ahí. No se trata de que la gente del país sea rica o ignorante, sino que de que el país es realmente enorme y extraordinariamente diverso.

Y a propósito de viajar y específicamente de venir a Malvinas, nos preguntamos: ¿cómo es que son tan ricos, como nos dice Jimmy, y al mismo tiempo ni siquiera tienen el camino al aeropuerto enteramente asfaltado? Y yo agrego, aunque sé no quieren realmente independizarse: ¿qué harían si fueran un país? Si no pueden juntar tres personas para que sean diputados de su circunscripción, ¿de dónde sacarían, por ejemplo, 50 embajadores para distintos países del mundo? Es claro que les conviene el status quo y que lo racional para ellos es pelear para que el Reino Unido pague la cuenta mientras ellos hacen lo que quieren.

En la caminata de vuelta de repente escuchamos una voz que parece grabada decir a través de un micrófono: “Why is a broken drum a great present?”. No entendemos de dónde viene el sonido y seguimos caminando, hasta que otra vez escuchamos la misma voz pero más cerca preguntar “Why can’t Christmas trees mix?”. Pronto vemos que estamos al lado del Victory Bar, donde parece haber una trivia: a mí nunca se me hubiera ocurrido mirar porque el lugar parece abandonado, se entra por un costado.

Mientras llegamos al hotel pasamos, como siempre, por la estación de servicio. Comentamos con Rebecca que es increíble que sea la única y que esté abierta hasta las seis y media de la tarde: ¿y si necesitás nafta después? Suponemos que todos se acostumbran a saber cuáles son los horarios en los que pueden hacer cada cosa, y que después cuando salen al mundo deben volver diciendo cosas como “¿viste que en Londres se puede cargar nafta a cualquier hora?”. ¿Cómo se sentirá haber nacido acá, salir y después volver? ¿Cómo será la experiencia de un isleño que se va a estudiar al Reino Unido y tiene internet al volver a un lugar prácticamente desconectado?

Pienso antes de dormir en que no tengo fotos con Jimmy ni con Mandy. Jimmy no será más mi guía y Mandy nos contó que no trabajará los próximos cuatro días, así que tampoco la veremos más. Debería haber sido más desfachatado y haberles pedido una foto conmigo.

 

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Marcos Falcone

Politólogo. Se graduó como Master of Arts in the Social Sciences en la Universidad de Chicago y como Licenciado en Ciencia Política en la Universidad Torcuato di Tella.

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