VISIÓN FANTÁSTICA (FRANCISCO DE GOYA)
Domingo

Un puente

El autor recuerda a su padre, asesinado por la dictadura en 1977, y busca razones para convencer a sus hijos de que no se vayan del país. "Se nos acaba el tiempo", dice.

El 6 de marzo de 1977 un garrotazo en la cabeza de un dirigente político engrillado y con el cuerpo marcado por los tormentos terminó con su vida y con mi infancia. Ese dirigente político –ex diputado peronista, cercano a Montoneros, nacido en una familia tradicional– era mi padre.

Me pongo a escribir con la convicción de que se nos acaba el tiempo para ser un país que valga la pena para nuestros hijos. Con la intención de dejar por escrito en algún lado mi preocupación, mi tristeza, mi pena, mi desilusión. Reflexionaba hace unos días con mis dos hijos mayores, que han comenzado a tramitar su pasaporte de la Comunidad Europea, y les decía que era inimaginable para su bisabuelo, llegado de Italia hace casi cien años, solo y adolescente, huyendo del hambre y el drama, que lo más valioso que ellos iban a tener de su legado no es haber trabajado toda su vida, sino la posibilidad –mediante un trámite– de acceder al mundo del cual él había escapado. Lo que pasó aquí y lo que pasó allá en todos estos años muestra un quiebre, una impúdica exhibición de nuestro fracaso, un dramático cambio de escenario, producto de décadas de acciones repetidas hasta el cansancio, hasta el punto en el que podemos adivinar que vamos rumbo a otro colapso, porque hacemos siempre lo mismo. Con un agravante: el punto de arranque es cada vez peor y eso anticipa una caída más cercana y más violenta.

Fue una época extraña, desde mis 10 hasta mis 14 años, pero en esos tiempos se crecía más rápido que ahora. Lo recuerdo como una película muy loca y con un final muy triste.

Me crié en los años ’70 cantando “qué lindo que va a ser / el Hospital de Niños / en el Sheraton Hotel”, en una casa conmovida por todas las revoluciones y con un optimismo contagioso acerca de un futuro mejor para todos. Mi viejo, que se llamaba como yo –o, mejor dicho, yo me llamo como él– conoció la cárcel de Lanusse por trabajar duro por lo que él creía era la única salida. Eso incluyó muchos viajes a España para ver a Perón y mucha piel puesta para lograr ese sueño.

Fue una época extraña, desde mis 10 hasta mis 14 años, pero en esos tiempos se crecía más rápido que ahora. Lo recuerdo como una película muy loca y con un final muy triste. Me acuerdo de una noche ver a los custodios de Cámpora trepando a un gomero para bajar un mono que se nos había escapado de casa mientras mi viejo cocinaba (supongo que pato a la naranja). Recuerdo esas reuniones en casa, con muchos amigos sentados en el piso, en silencio, escuchando; el olor del humo del cigarrillo y la voz ronca del General que salía del grabador. Era todo esperanza pero fue apenas un momento. Yo tenía 10 años pero esa ilusión duró casi nada: ni siquiera pudimos festejar el aterrizaje del avión.

Lomitos en La Rambla

Los siguientes fueron años de persecución y amigos muertos. Me acuerdo de El Pelado, también de sus hijos, Ramiro y Mariana, las persianas bajas, un auto estacionado siempre enfrente y un par de bombas en casa. Íbamos al colegio con el cepillo de dientes en la cartuchera, porque nunca sabíamos dónde nos tocaría pasar la noche. Me acuerdo de los lugares numerados para arreglar dónde encontrarnos (los teléfonos pinchados no son de ahora): creo que La Rambla era el número tres; sus lomitos siguen igual de ricos y cada vez que voy me sigue emocionando el recuerdo.

Un año nuevo lo pasamos en la Plaza Las Heras. Compramos un pollo con papas rejilla en Track, que estaba enfrente, pero ya el entusiasmo había dado paso a la tristeza. Aprendí desde muy pequeño que el voto popular es condición necesaria pero no suficiente para que un gobierno sea considerado democrático.

Después vino la peor noche, la persecución más dura, la muerte cada vez más cerca. “Viejo, te tenés que rajar, te van a matar”, le decíamos. Él, rascándose la barba, respondía: “Yo me puedo ir, pero no me puedo llevar a los compañeros, me tengo que quedar con ellos”. A veces pienso que le tendría que haber insistido, pero creo que no me habría hecho caso: la lealtad era para él un valor irrenunciable.

Fue secuestrado con Juanjo, su secretario –como los de antes, no de los que se enriquecen con los vueltos y terminan multimillonarios, aunque no tanto como sus jefes–, y estuvieron juntos en el infierno. Los tiraron juntos al arroyo. Juanjo pudo salir de ese auto sumergido pero antes de escapar del país dejó ante escribano un valiente testimonio que fue pieza acusatoria clave para encarcelar a los asesinos. Llegó a España y murió muy joven, pocos años después. Hay heridas que no curan nunca y lugares de los que es imposible escapar. Ojalá haya podido encontrar paz en algún momento y aunque sea por un rato disfrutar algo esa vida breve que le quedó hacia adelante.

He hecho en estos días un ejercicio: tratar de imaginarlo adelantándose en la fila para recibir las vacunas. Imposible.

No creo que mi viejo fuera perfecto, pero yo era solo un niño y por eso siempre será mi héroe favorito. Me transmitió valores, ingresó a la política rico y salió pobre y dejó la vida por sus ideales. Para nosotros, sus hijos, salud y educación pública, porque decía que debía ser una obligación para los funcionarios. Resistió los tormentos riéndose e insultando a sus torturadores y sin entregar a nadie. He hecho en estos días un ejercicio: tratar de imaginarlo adelantándose en la fila para recibir las vacunas. Imposible. Quizás encontremos ahí la cruda explicación de la decadencia en la que vivimos. He tratado de vivir honrando su legado, de lealtad con mis amigos y mis principios; trato de ser un padre presente, conozco el dolor de las ausencias y no quiero que mis hijos pasen por esa pena permanente.

La historia de mi viejo está en los libros, es fácil buscarla. Puedo contar lo que yo viví desde adentro. Era un tipo alegre hacia afuera, muy amigo de sus amigos y un inigualable cocinero. Pero siempre cargaba con una tristeza, con una melancolía que yo notaba cuando se quedaba callado y yo le preguntaba qué le pasaba. Me decía: “Estoy hablando con los amigos del interior”. Le era difícil sincerarse y le costaba mucho la intimidad. Era joven pero se lo veía cansado y frustrado. Sus amigos lo siguen queriendo, nunca me crucé con nadie que me hablara mal de él, era generoso, leal y una buenísima persona, llena de ideales frustrados que lo fueron empujando hacia un triste final, que enfrentó con dignidad.

He ido tachando esas caras optimistas una por una: ya no están, cayeron por el acantilado de los sueños rotos, seducidos por esa voz, engañados por su propia necesidad de creer.

Todavía, casi 50 años después, no logro entender qué pasó. He ido tachando esas caras optimistas una por una: ya no están, cayeron por el acantilado de los sueños rotos, seducidos por esa voz, engañados por su propia necesidad de creer que lo que venía era mejor. Y no, lo que vino no fue mejor, salvo algunos instantes en nuestra historia de reparación de aquel dolor, en los que todo se detiene para rendir homenaje a las caras que ya no están.

Creo que esa frustración después de tantos años de buscar y tantos reveses como caminos emprendidos le costó las ganas de vivir. Nunca me hizo bien la idea de que sus hijos no fueran un motivo suficiente, vernos crecer y conocer a sus nietos; de todos los dolores, es el peor. Me calma un poco la pena saber que le preguntó a sus verdugos si sus hijos lo iban a poder visitar en el lugar al que lo estaban llevando. Creo que en ese momento se acordó de lo importante y eso éramos nosotros.

Me hubiera gustado tenerlo, me llevó años perdonarlo y entenderlo, tengo una parte de él en cada uno de mis hijos. Pero la puta madre: se perdió unos nietos increíbles que seguramente le habrían traído algo de calma y felicidad.

la defección de los propios

En el lugar donde debería estar el Hospital de Niños se pusieron a contar dinero. O a pesarlo. Eso permite a los secretarios privados progresar; es más rápido, y cuando se delinque, imagino, la velocidad es más importante que la precisión.

Se extrañan esas caras, ese brillo en los ojos. A veces pienso, quizás para consolarme, que es mejor que ya no estén: creo que no tolerarían la defección de los propios, convertidos en burócratas del nuevo régimen; ni el regocijo de los ajenos, mofándose del sacrificio inútil. Puedo imaginar el dolor, porque se soñaba grande y ahora queda algo tan chiquito, minúsculo y carente, aunque sea, de la dignidad de la escasez.

Entre muchas otras miserias, esta pandemia ha expuesto claramente que fue un error convertir a los organismos de derechos humanos en unidades básicas del oficialismo. Veo todos los días, con mucha tristeza, a amigos de muchas batallas callando ante muertes, represiones, secuestros y abusos por parte de las autoridades y fuerzas de seguridad.

Entre muchas otras miserias, esta pandemia ha expuesto claramente que fue un error convertir a los organismos de derechos humanos en unidades básicas del oficialismo.

Entiendo que cuando se logran cosas importantes, como la anulación de las leyes de la vergüenza y los juicios que vinieron detrás, uno siente que tiene que agradecer. Pero perder la objetividad es muy peligroso. Los organismos de derechos humanos deben entender que siempre habrá que estar atentos, porque la desviación del poder hacia nuevos abusos estará cerca, es la naturaleza del poder, y la pérdida de objetividad los convertirá en lo que siempre han repudiado. Perderán la credibilidad frente la sociedad, con todos los riesgos que ello acarrea. Y para no perderla deberían denunciar todos los abusos y no solo los que cometen los gobiernos con los que no comulgan ideológicamente. Tampoco es bueno que acepten cargos políticos, ni ellos ni sus familiares. El financiamiento de los organismos debe ser independiente del oficialismo, de cualquier oficialismo.

Tengo muchos amigos-hermanos en los organismos y me parece perfecto que tengan afiliación política y que militen sus ideas; no estoy de acuerdo en que lo hagan en nombre de instituciones que deberían incluirnos a todos y creo que cuando asumen como funcionarios deberían tomar licencia en las agrupaciones: no pueden ser auditores de sí mismos.

un mundo menos ideal, pero posible

Hay un mundo real y tangible en el que vale la pena vivir. Más justo, menos ideal, pero posible, que con la crudeza de las estadísticas refleja nuestra incapacidad y nuestro fracaso. Nuestra inútil autoestima nos impide ver y aceptar la caída: entre el que quiere mentir y el que acepta ser engañado a cambio de un lugar en la fila, hay muchas filas y todas son igual de vergonzosas. Hay responsabilidades: ¿de qué manera se reparten? Eso se lo dejo a cada uno. Para mí la mayor parte de la responsabilidad es de los engañados, porque nos han engañado tantas veces que ya nos quedamos sin la excusa de la candidez.

Nada bueno puede salir a contramano de la modernidad, es difícil ser un país líder porque no hay a quién seguir, se debe ir improvisando y esperando los resultados. Si de algo nos debería servir ser de los últimos de la fila es para ver a quiénes les va bien y quiénes fracasan. Debería ser fácil imitarlos: seguir modelos que fracasan es como intentar un resultado distinto haciendo lo mismo. Es imperdonable. Creo que necesitamos un puente que nos cruce hacia ese mundo, que en teoría está cada vez más cerca pero para nosotros queda cada vez más lejos.

Aceptemos que fuimos engañados, que no hay atajos, que el mundo que funciona es uno solo, no hay dos y mucho menos tres. Deberemos ser serios, austeros, coherentes y muy humildes, tanto como para aceptar que algunos acertaron y seguirlos y otros erraron y es necesario dejarlos atrás. Deberemos creer en los números, fríos pero exactos, y dejar de lado la imagen, la foto, el canto, el ruido promovido por los que solo tienen eso para mostrar.

Deberemos entender que de un lado hay países a los que nos gustaría parecernos y del otro mentiras que no pueden darnos nada.

Deberemos entender que de un lado hay países a los que nos gustaría parecernos y del otro mentiras que no pueden darnos nada. Deberemos entender que del pozo se sale escalando y no gritando, haciendo y no hablando.

Deberemos entender que el camino será largo y que la casta interesada en perpetuar sus privilegios estará acechando y ante cada dificultad gritará tratando de aturdirnos. Seamos fuertes: no hay atajos para escapar del infierno y llegar a un lugar mejor. Cuanto más tardemos en emprender ese camino, tanto más largo y difícil será el viaje.

No escuchemos los gritos, pensemos en los rostros de nuestros muertos, de todos ellos (todos los tenemos). En tantas vidas malogradas inútilmente: cada uno sabrá por qué lo hace o por quién. Algunos por sus hijos, otros por sus padres: lo importante es encontrar un motivo que nos ayude a recorrer el camino, que mitigue el dolor y que nos guíe y nos permita mirar más allá del lugar vacío en el que estamos.

Alfonsín, Kirchner, Macri

En 1982 empecé la carrera de Agronomía. Buscando un espacio desde donde participar en política me sedujo Alfonsín en un acto en la Federación Argentina de Box. Al peronismo lo veía (y lo sigo viendo) como un camaleón que va tomando distintos colores y formas según la conveniencia de cada momento. Yo quería justicia para mi viejo y veía claramente que el peronismo iba hacia la impunidad. Me acerqué a los pibes de Franja Morada y llegué a ser candidato en alguna elección en la facultad.

Mi madre estaba casada con Carlos Gorostiza, que fue el primer Secretario de Cultura de la nueva democracia: muchas reuniones en casa y un par de visitas de ese Alfonsín firme pero afectuoso ayudaron a ratificarme el camino elegido. No me defraudó: logró un juicio que es único en el mundo e instaló esta democracia que sigue cumpliendo años pero que tiene muchas deudas. No volví a tener entusiasmo por la política hasta el primer Néstor, el de la transversalidad, pero no duró nada, porque rápidamente se pejotizó con gobernadores, intendentes y sindicalistas perpetuos, que se enriquecieron en sus cargos mientras la pobreza nos arrastraba a todos. Dejó pasar una excelente posibilidad: teníamos superávit, tipo de cambio competitivo y precios de los commodities por las nubes, pero la tentación del populismo y el poder eterno barrieron, imperdonablemente, con esa posibilidad. Macri nunca me simpatizó pero me sorprendió, a pesar de sus errores. En esta discusión que tenemos para encontrar en democracia la salida para nuestros problemas, creo que Juntos por el Cambio expresa la posibilidad de ser ese puente del que hablaba más arriba.

A mí me impulsarán las ganas de que mis hijos no se quieran escapar, el recuerdo de aquella cabeza indefensa, abollada por el garrote después de un largo martirio: cortar el hilo que une el drama de los que huyen y de los que están enterrados. Que miremos hacia adelante no significa que olvidemos. Al contrario, que sea un homenaje. Transformemos el dolor en ganas de modificar la realidad. Es ahora: nuestro tiempo para equivocarnos está agotado. Los invito a que lo hagamos juntos, porque nos ayudaremos entre todos a emprender y porque nadie puede quedar atrás. Nadie puede quedar atrás.

 

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Diego Muniz Barreto

Ingeniero Agrónomo (UBA). Asesor y productor tambero en Emilio V. Bunge, provincia de Buenos Aires.

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